Engaños inocentes. Liz Fielding

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Engaños inocentes - Liz Fielding Jazmín

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media hora. Está en tu despacho –explicó. Daniel lanzó una maldición–. No está de vacaciones, ¿verdad?

      –No.

      –Ya me parecía a mí –dijo el hombre.

      Ninguno de los empleados del garaje se atrevía a mirarlo mientras se dirigía a la oficina. Y, cuando Daniel vio a su hija, supo por qué.

      Estaba sentada en su sillón, con las botas militares colocadas de forma desafiante sobre el escritorio. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza y llevaba el pelo muy corto, teñido de negro azabache. Su cara, por contraste, era completamente blanca, los ojos sombreados en negro, las uñas del mismo color. Parecía Morticia Adams y Daniel tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a gritar. Como eso era precisamente lo que Sadie quería, decidió que lo mejor era disimular.

      Pero rezaba para que le hubieran dado un día libre en el carísimo internado Dower, donde las niñas de la buena sociedad recibían una exquisita educación. Aunque en el caso de su hija estaban fracasando estrepitosamente.

      –Hola, Sadie –murmuró, mientras se servía un café–. No sabía que estuvieras de vacaciones –añadió, apartando los pies de su hija del escritorio para mirar su agenda–. No, no lo tengo apuntado. Karen me habría dicho que venías…

      –No sabía que tenía que pedir cita para ver a mi padre –replicó Sadie, levantándose. Aquella niña parecía ser diez centímetros más alta cada vez que la veía. Seguramente porque la veía muy poco. Pero eso era elección de su hija. Además de una semana de vacaciones con él en la casa de campo, Sadie solía pasar los veranos con sus amigas del colegio.

      –No tienes que pedir cita para verme. Últimamente, ha sido al revés.

      –Bueno, pues eso va a cambiar. Me han expulsado temporalmente del internado –dijo, desafiante–. Y no pienso volver. No puedes obligarme.

      Daniel lo sabía muy bien. Sadie tenía dieciséis años y, si se negaba a volver al internado, él no podría hacer nada.

      –Tienes exámenes en noviembre –le recordó. El comentario de su hija al respecto le hubiera acarreado una bofetada de su propia madre. Pero Sadie no tenía madre, al menos no una a la que importara una hija adolescente, así que Daniel ignoró la palabrota, como ignoraba su apariencia. Estaba haciendo todo lo posible para escandalizarlo, para enfadarlo. Y lo estaba, pero no pensaba demostrárselo–. Nunca encontrarás trabajo si no terminas tus estudios.

      –Tú nunca te has preocupado de estudiar…

      –A nadie le importaba lo que yo hiciera, Sadie –la interrumpió él–. ¿La señora Warburton sabe que estás aquí?

      –No. Me mandaron a la habitación a esperar que alguien pudiera traerme a Londres. Probablemente piensan que sigo allí. Me las imagino buscándome como locas por todas partes –dijo, irónica.

      Daniel pulsó el intercomunidador.

      –Karen, llama a la señora Warburton y dile que Sadie está conmigo.

      –Muy bien.

      –Y después, encarga un ramo de flores para la mujer de Brian…

      –Ya lo he hecho. Ned Gresham va a hacer su turno –dijo Karen. No era una chica Garland, pero era tan eficiente como ellas. Daniel recordó entonces la sonrisa de Mandy y sus largas piernas. En ese aspecto, Karen no se parecía nada, afortunadamente. Una mujer sexy en un garaje lleno de hombres hubiera sido una complicación–. ¿Le digo que vaya a buscar a la cliente de Knightsbridge a las cinco? –preguntó. No le dijo: «ahora que ha venido tu hija». No tenía que hacerlo.

      Daniel se dio cuenta de que tendría que perder la oportunidad de volver a ver a Mandy Smith. Pero no dejaría que Ned Gresham fuera a buscarla. Con su aspecto de atleta, solía encantar a las mujeres y la idea de que flirtease con Mandy…

      –No. Que vaya Bob.

      –Guapa, ¿eh? –rio Karen, a través del intercomunicador.

      –Relaciones públicas, Karen. Sé simpático con la secretaria y te ganarás a su jefe.

      –¿Tan guapa es?

      –No me he fijado –contestó él. La mentira fue recompensada con una carcajada de su secretaria. Daniel se volvió para mirar a su hija, recordando lo guapa que era de niña e imaginando la hermosa mujer en que se convertiría cuando dejara de hacerse daño a sí misma–. Vamos.

      –No pienso volver al internado –dijo Sadie, obstinada.

      –No voy a llevarte al internado, pero tampoco pienso dejar que hagas lo que quieras en Londres. Si no quieres volver al colegio, tendrás que buscarte un trabajo.

      –¿Un trabajo? –repitió ella, sorprendida. Sadie había pensado que tenía la sartén por el mango, pero se daba cuenta de que no era así.

      –Si dejas el colegio, tienes dos opciones. Una de ellas es trabajar para mí. Aunque también puedes ir a la oficina de empleo, a ver si te ofrecen algo.

      –¿Y cuál es la otra opción?

      –Que llames a tu madre y le digas que te vas a vivir con ella –contestó Daniel. Lo último que quería para su hija era que viviera una existencia vacía y frívola como la de Vickie, pero tenía que ofrecerle esa posibilidad–. Supongo que ella no te obligaría a trabajar –añadió. La respuesta de Sadie no dejaba dudas sobre sus sentimientos. El desprecio que sentía por su madre hubiera encogido el corazón de cualquiera–. ¿No? Muy bien, no es demasiado tarde para que cambies de opinión.

      –Ya te lo he dicho. No pienso volver al colegio.

      –¿Te importa decirme por qué? ¿O vas a esperar a que reciba la carta de la señora Warburton? Porque supongo que me escribirá.

      –Sí –dijo ella, sacando un sobre arrugado de la cazadora que tiró sobre el escritorio. Se había puesto colorada, algo que a Daniel no le pasó desapercibido. No era tan dura como parecía y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla y decirle que no pasaba nada, que hiciera lo que hiciera él la seguiría queriendo siempre.

      Cuando Sadie pudo reunir coraje para volver a mirarlo, su padre estaba contemplando el garaje como si no tuviera otra cosa en la cabeza más que su flota de coches.

      –Prefiero que me lo cuentes tú –dijo con voz suave, aunque su corazón latía acelerado–. ¿Qué ha sido? ¿Alcohol, chicos? –preguntó, volviéndose hacia ella–. ¿Drogas?

      –¿Por quién me tomas? –exclamó ella, furiosa. Por una adolescente con una desesperada necesidad de llamar la atención para compensar el hecho de que su madre la hubiera abandonado a los ocho años, pensaba Daniel–. Me han expulsado durante una semana por teñirme el pelo.

      El alivio casi lo hizo reír.

      –¿Solo por eso? La señora Warburton no es tan dura. Dime la verdad –dijo Daniel, seguro de que no se lo había contado todo.

      Sadie se encogió de hombros.

      –Ya, bueno, cuando esa bruja me llamó a su despacho para decirme que «era una vergüenza para el colegio»… –dijo la joven, imitando el aristocrático tono nasal de la

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