Engaños inocentes. Liz Fielding

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Engaños inocentes - Liz Fielding Jazmín

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no está bien, Sadie –dijo por fin.

      –Es una hipócrita.

      –Es posible, pero no tienes por qué ser grosera con ella.

      –No debería haber montado ese número solo por el pelo. Cualquier diría que me he hecho un agujero en la nariz o algo así.

      –¿Eso también está prohibido?

      –Todo está prohibido en ese internado.

      –Tu madre llevaba un agujero en la nariz la última vez que la vi.

      Sadie no dijo nada, no tenía que hacerlo. Daniel sabía que no haría nada que la hiciera parecerse a su madre más de lo que ya se parecía.

      –Bueno, ¿y cuándo empiezo a trabajar?

      Su tono era tan beligerante como su expresión, pero Dan lo sabía todo sobre la rebeldía adolescente; aquel no era el momento para exigir una disculpa. A pesar del numerito de chica dura, sabía que, tarde o temprano, Sadie volvería al colegio. No había que presionarla.

      –Ahora mismo. Venga, vamos a buscar a Bob.

      –Lo estoy deseando –dijo ella, irónica. Aquella iba a ser una semana muy larga, pensaba Daniel. ¿Debería haber intentado convencerla de que volviera al colegio?, se preguntaba. ¿Qué habría hecho su madre? No mucho. Vickie estaba en las Bahamas con su último amante, con el que había tenido un hijo unos meses atrás y Daniel dudaba de que agradeciera una llamada recordándole que tenía una hija. Su instinto le decía que lo mejor era obligar a Sadie a trabajar y confiar en que una semana enfréntandose con la vida real sería suficiente para que volviera a los libros–. ¿Y qué voy a hacer?

      –Como no sabes conducir, las opciones son limitadas.

      –Sé conducir –replicó ella–. Mejor que mucha gente.

      Eso era cierto. Él mismo la había enseñado. Su hija podía conducir una moto o un coche igual que un adulto.

      –No se puede conducir hasta los diecisiete años, Sadie. Para conducir, hay que tener un permiso –explicó Daniel–. Lo mejor será que hagas lo que te diga Bob.

      –Estupendo –dijo Sadie, mirando al techo–. Trabajar de botones.

      –Si piensas dirigir este negocio alguna vez, será mejor que te enteres de cómo funciona todo. Desde la limpieza de los coches hasta lo más importante.

      –¿Y quién ha dicho que quiero trabajar en esto?

      –Si no vas a la universidad, no tendrás más remedio.

      –¿Y para conocer el negocio tengo que limpiar coches? –preguntó ella–. Tú no empezaste limpiando coches.

      –Yo empecé con un coche, Sadie y te juro que no se limpiaba solo.

      –Muy gracioso.

      –Si no te gusta, puedes ir a la oficina de empleo a pedir trabajo.

      –Pero tú eres mi padre. No puedes obligarme a trabajar para… –empezó a protestar ella. La expresión de su padre la obligó a dejar la frase a medias–. Vale. Lo que tú digas.

      –Otra cosa, Sadie. Durante las horas de trabajo, no serás diferente de cualquiera de los empleados. Tendrás los mismos derechos y los mismos deberes. Eso significa que tienes que llegar a tu hora…

      –Puedes traerme tú –lo interrumpió ella.

      –Yo no traigo a mis empleados en coche. El único sitio al que estoy dispuesto a llevarte es al colegio el lunes por la mañana.

      –No te molestes. Hay un autobús.

      –Muy bien –asintió él. Había trabajado veinticuatro horas al día durante muchos años para montar aquel negocio. Por eso no se había dado cuenta de que su mujer buscaba compañía en otros hombres. O quizá había trabajado veinticuatro horas para no tener que soportar a Vickie. Daniel se volvió hacia su rebelde hija–. Y mientras estés aquí, harás todo lo que Bob te diga. Aquí tendrás desayuno, comida gratis en el café de al lado y un mono de trabajo limpio cada día.

      –Estás muy gracioso, papá.

      –Jefe, Sadie. Al menos, mientras estés en el garaje.

      –Lo dirás de broma, ¿no? –preguntó ella, furiosa. Daniel no se molestó en contestar–. Muy bien… «jefe». ¿Cuánto me vas a pagar por hacer el trabajo sucio?

      –El salario mínimo.

      –¿Y no me vas a dar dinero todas las semanas como antes?

      –¿Tú qué crees?

      Amanda estaba deseando que llegaran las cinco. Aquel seminario había resultado terriblemente aburrido. O quizá era que su mente estaba ocupada en otras cosas: un par de manos fuertes sujetando un volante, una sonrisa peligrosamente atractiva, unos ojos azules… Era ridículo.

      Pero llevaba todo el día sintiéndose ridícula. El sentido común le decía que lo mejor hubiera sido llamar a la empresa de alquiler de coches para cancelar la vuelta. Pero era demasiado tarde.

      Amanda salió del hotel y buscó a Daniel con la mirada, esperando verlo apoyado en el Mercedes. Cuando vio el coche aparcado se dirigió hacia él sonriendo, pero entonces se dio cuenta de que el hombre que había dentro no era Daniel Redford.

      La sonrisa se borró de su cara inmediatamente.

      –¿Sí? –preguntó el hombre del Mercedes, cuando ella se acercó.

      –¿Es usted de la empresa Capitol?

      –Señorita Fleming –escuchó la voz de Daniel tras ella. Amanda se volvió, sorprendida–. He traído otro coche –añadió, señalando un precioso Jaguar color granate–. El Mercedes ha tenido un pequeño accidente esta tarde.

      –Vaya, ¿se ha hecho daño?

      –No era yo quien conducía –sonrió él–. Espero que no le importe ir en un Jaguar.

      –¿Importarme? Es precioso. Un clásico –contestó Amanda. Quizá el coche no merecía tan desmesurada admiración, pero Amanda tenía que disimular los nervios.

      –Pues me alegro de que le guste porque hay un pequeño problema –dijo Daniel con una de esas sonrisas imposibles–. No hay cinturón de seguridad en el asiento trasero, así que tendrá que sentarse a mi lado.

      –Eso no es un problema. Es un placer –sonrió ella–. Mi padre tenía un coche como este. Pero de color verde oscuro.

      –Lo más lujoso en su tiempo.

      –Sigue siendo un lujo. Una delicia después de un aburrido día de trabajo.

      –Ojalá yo hubiera tenido un día aburrido –suspiró Daniel, sentándose frente al volante.

      –Claro, un accidente siempre es un fastidio.

      –Eso

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