Encuentros íntimos. Kathryn Ross
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—Mi habitación es esta —dijo la niña cuando salieron de nuevo al pasillo. El dormitorio era muy acogedor, con un edredón de flores, libros y muchos juguetes en las estanterías—. Y ahora voy a enseñarte la habitación de Kyle —sonrió Alice, llevándola de la mano hasta otra habitación igualmente acogedora. Zoë se fijó en las fotografías que había al lado de la cama. Eran los niños unos años antes, con una guapa mujer de pelo oscuro y ojos alegres—. Es mi mamá.
—Es muy guapa —dijo Zoë.
—Ahora está en el cielo —explicó Alice. Zoë sintió una punzada de tristeza mientras estudiaba a la mujer de ojos risueños que abrazaba a sus hijos—. Y aquí es donde duerme mi papá.
La niña la llevó hasta una habitación al fondo del pasillo. Había un montón de libros sobre la mesilla, al lado de una enorme cama con dosel. Frente a la ventana, un escritorio lleno de papeles.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —escucharon la voz de Callum.
—Alice me está enseñando la casa.
—No hace falta que entres en mi habitación —dijo él, aparentemente irritado.
—Lo siento —murmuró Zoë, sorprendida por su actitud.
Aquel hombre se tomaba a sí mismo demasiado en serio, pensó, molesta. Como si ella tuviera interés en ver su habitación.
En cuanto salieron, Callum tomó una carta que había sobre el escritorio y la guardó en el cajón. Era una carta del padre de Zoë en la que le rogaba que intentara retenerla en su casa durante algo más de dos semanas.
¿Qué esperaba que hiciera para retenerla, atarla?, se preguntaba Callum. Era absurdo. Ojalá no hubiera aceptado tomar parte en aquella farsa. Dos semanas era todo lo que iba a darle a Francis Bernard. Además de los inconvenientes de tener a una extraña en casa, estaba seguro de que Zoë Bernard iba a ser un problema.
Capítulo 2
CUANDO Zoë bajó a la cocina eran casi las siete y Alice estaba coloreando sobre la mesa.
—Tengo que salir —dijo Callum sin ningún preámbulo—. ¿Puedes encargarte de la cena y de que los niños terminen sus deberes?
—Sí —contestó ella—. Pero me hubiera gustado que me dijeras qué tengo que hacer y…
—Hablaremos más tarde. Alice suele acostarse a las ocho y Kyle a las ocho y media —la interrumpió él, alcanzando una chaqueta de la percha—. Podrás hacerte cargo de los niños, ¿verdad?
—Por supuesto. Soy una excelente cocinera y tengo un diploma en enseñanza. Para eso me pagas, ¿no? —preguntó, sorprendida—. Supongo que mi jefe, Martin Fellows, te ha enviado mis referencias.
—Sí, claro —contestó Callum, indeciso. Pero la verdad era que aquella chica parecía muy capaz—. Si tienes algún problema, llama a mi madre. Se llama Ellen y su número está en la agenda —añadió, acariciando el pelo de Alice.
Zoë observó desde la ventana cómo Callum entraba en un jeep y desaparecía por el camino.
—¿Dónde va tu padre?
—A trabajar —contestó la niña—. Es que están naciendo los terneros y los corderitos.
Zoë miró alrededor. La cocina era preciosa, con los armarios de pino y los suelos de cerámica antigua.
—¿Qué os gustaría cenar? —preguntó, abriendo la nevera.
—Salchichas.
—¿Qué habéis comido hoy?
—Pizza y patatas fritas.
—Entonces, lo mejor será cenar un poco de verdura. Eso si la encuentro —murmuró Zoë.
—Está en el congelador —dijo la niña.
—Gracias. ¿Dónde está tu hermano?
—Fuera.
—¿Fuera? ¿Y qué hace fuera?
—No lo sé —contestó Alice encogiéndose de hombros.
Zoë abrió la puerta. Se había hecho de noche. Estaba oscuro, hacía frío y probablemente en aquella granja había un montón de peligros para un niño pequeño.
—¿Tu padre sabía que estaba fuera?
—No lo sé.
—¡Kyle! —lo llamó Zoë. No hubo respuesta, solo el mugido de alguna vaca en el establo—. ¡Kyle! —volvió a llamarlo, asustada. Podía ver la silueta del establo, el granero y otras pequeñas construcciones, pero ni rastro del niño—. ¿Seguro que está fuera?
—No lo sé —volvió a decir la niña.
Zoë salió al pasillo y abrió todas las puertas que se encontraba a su paso. Después, subió al piso de arriba, pero Kyle tampoco estaba en su habitación.
—¡Kyle, si no vienes ahora mismo, me voy a enfadar! —lo llamó, abriendo de nuevo la puerta que daba al jardín. Pero la única respuesta fue el extraño canto de un pájaro nocturno.
Callum miró a la oveja muerta. Habían luchado durante horas para salvarle la vida, pero no había sido posible. Un mal día, pensó observando a los dos corderitos que intentaban sin éxito mamar de su madre, ateridos de frío. Callum los tomó en brazos y los colocó bajo su chaqueta.
—Me voy a casa, Tom. No podemos hacer nada más.
—Una pena —murmuró el hombre.
—Volveré a primera hora —dijo Callum. Cuando subió al jeep, observó las luces de la casa, como un faro de bienvenida. Estaba cansado y hambriento. Y preocupado por los niños. No le gustaba dejarlos solos con Zoë Bernard. Sus referencias eran excelentes, su padre era un hombre honrado y ella parecía buena chica. Pero no la conocía de nada.
—¿Quieres que me quede? —preguntó Tom.
Callum miró a su empleado con agradecimiento.
—Ya has trabajado mucho. Vete a dormir, nos veremos por la mañana.
La casa estaba en silencio cuando entró. La cocina tenía un aspecto inmaculado, los platos limpios, todo colocado en su sitio. No había esperado que Zoë fuera tan organizada.
Callum dejó a los corderos en una cesta cerca de la estufa y después fue a lavarse las manos antes de subir a la habitación de los niños.
Alice estaba profundamente dormida, sujetando un oso de peluche. Kyle aún tenía la lámpara encendida y estaba de espaldas a la puerta.
—¿Kyle?