Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines
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En suma, no es ninguna de estas cosas y, a la vez, es un poco de cada una. Es, antes que nada, una crónica de un viaje: una aproximación a las Malvinas, esas famosas islas de las que ignoramos casi todo. Viajemos.
1
UNA DELEGACIÓN DE ARGENTINOS SOBREVUELA EL ATLÁNTICO SUR
Nuestro viaje empieza por el aeropuerto de Río Gallegos. El vuelo en el que llegamos mi novia y yo viene desde Buenos Aires y aterriza a las 8 de la mañana. A las 8.30, ese mismo avión llevará a los santacruceños de paseo por el fin de semana a la capital del país, tal vez una parada para viajar al exterior.
Cuando el avión vuelve a despegar, el aeropuerto queda vacío, y la pantalla enorme y azul anuncia en una escueta línea escrita en fuente 12 que el vuelo 1147 arribará a las 11.30 procedente de Punta Arenas y partirá a las 11.58 rumbo a «Puerto Argentino».
Primer significante importante, primer símbolo: no dice «Port Stanley» o «Stanley», que son los nombres por los que históricamente se conoció a esa ciudad en nuestro país hasta el 2 de abril de 1982. Tampoco dice «Mount Pleasant» (o «Monte Agradable», su versión castellanizada), que es el lugar específico de las islas al que nos dirigimos, y que está a cuarenta y tres kilómetros de la ciudad anunciada. Dice «Puerto Argentino»: la soberanía es un nombre.
En el aeropuerto vacío no queda otra cosa para hacer que ir a la cafetería —único establecimiento abierto a esa hora— y ver pasar el tiempo hasta que abran el mostrador para hacer el check-in. Pedimos un café con leche cada uno, un par de medialunas para compartir, y sacamos las cartas de truco. Mientras orejeamos nuestras cartas, miramos a nuestros costados, en ese lugar semidesierto: somos dos parejas jóvenes y dos hombres solos, esparcidos en cuatro mesas equidistantes en el café aeroportuario. Seguro todos estamos pensando lo mismo de los otros: ¿A qué van a Malvinas? ¿Por qué estamos acá?
En mi caso, yo creo que voy por la aventura de viajar a un lugar del que no puedo saber mucho a través de Internet y también por el placer de ir a una de las pocas regiones donde el wifi es casi inaccesible, dos placeres insulares que había disfrutado en Cuba un tiempo atrás. El otro motivo es más trascendente: estoy yendo para completar una historia de la que escuché mucho en los últimos dos años, mientras ayudaba a escribir unas memorias a un excombatiente y a alguien que conoció el detrás de escena de las decisiones que se tomaron durante la guerra. Voy a conocer de qué se trata esa palabra sobre la que leí y escribí demasiado ya. Mi novia me acompaña y, en resumidas cuentas, ella viene a ver pingüinos.
Si tuviese que adivinar, diría que la pareja que está delante de nosotros tiene una composición idéntica a la nuestra. Me imagino cruzándolos en todo momento en las islas (aunque esto no va a suceder nunca, y solo los volveré a ver sentados en otro café de Río Gallegos una semana después, quizás riogalleguenses, quizás viajantes discretos). Y el señor que no para de escribir en la computadora, ¿a qué viene? ¿Y el otro, que mira indistintamente su café y hacia delante? ¿Para qué viajar durante una semana a un pueblo de dos mil habitantes, a unas islas que prometen viento permanente, ni un árbol? No lo sé. Eso también voy a querer averiguarlo.
Fin del café, fin de la partida de truco para matar el tiempo, asomamos la cabeza y descubrimos una inmensa fila para el mostrador de LATAM, el único habilitado.
La imagen impacta en estos tiempos: son todos hombres. Eso es el plano general. Después, en un plano detalle, descubriremos mujeres, sabremos sus historias: una mujer rubia, de unos cincuenta años, es la única de una delegación de excombatientes sanjuaninos que están viajando por cortesía del gobierno provincial. Ella no combatió, pero su hermano sí. En una nota que googleamos en ese momento en nuestros celulares la vemos señalando en un cuadro una foto mínima; el epígrafe dice: «El momento más emotivo de la delegación antes de partir fue cuando Helena descubrió a su hermano en una foto». El medio sanjuanino es el mismo que está trasmitiendo en vivo para la radio, con un periodista joven que habla todo el tiempo por celular y que cada tanto arremete con alguna pregunta a alguno de los veinte excombatientes, todos con la misma mochila: cuando les pregunta, gira su celular y filma la respuesta.
También es mujer y también recibe la atención de las cámaras Carolina. Ella tiene catorce para quince. Lo sé porque la entrevistan —no solo el periodista: también otros excombatientes— y ella cuenta que nació el 2 de abril, que desde que tiene memoria sus cumpleaños son día feriado y que una vez un excombatiente fue a su escuela y ella le preguntó muchas cosas y quiso saber cada vez más y más de la guerra, hasta que un día dijo:
—Mi sueño es conocer las Islas Malvinas.
Tenía ocho años. Se le iba a pasar. Lo lógico era que se le pase. Pero no, lo decía en serio. Había viajado el viernes desde San Pedro a Aeroparque, de ahí a Gallegos, noche de hotel y al aeropuerto de nuevo. Su mamá y su papá la acompañan.
—Ella siempre dijo que para sus quince no quería fiesta ni un viaje a Disney —cuenta su madre a las cámaras, orgullosa—: quería ir a Malvinas. Pensamos que se le iba a pasar, pero no, siguió con su convicción, así que nos vinimos…
Uno podría pensar que una semana en Malvinas resultará más económico que Disney o que la fiesta (y a la familia de Carolina no parece sobrarles la plata). Sin embargo, tres personas durante una semana en Malvinas no es «low cost», porque si bien los pasajes son relativamente baratos ($5.000 (1) ida y vuelta de Gallegos a Mount Pleasant), solo por el alojamiento estarán pagando un mínimo de 1.260 libras esterlinas y cada excursión no vale menos de 70 libras por cabeza, lo que da un total de 630 libras si hacen solo tres excursiones y pasan otros cuatro días en Port Stanley.
La nena suena madura, está feliz.
—No me puedo imaginar lo que va a ser pisar las islas —dice, con la timidez propia de los adolescentes frente a las preguntas de los adultos—. No veo la hora de llegar.
En la fila para hacer el check-in hablo con uno de los excombatientes, el que tengo delante mío, el primero en responder las preguntas del periodista sanjuanino. Él es quien me informa del viaje. Me dice que les paga el gobierno provincial («este gobierno se porta muy bien con nosotros») y que todos están volviendo por primera vez a las islas. Su caso es distinto: él ni siquiera las conoce.
—Formábamos parte de las tres fuerzas —cuenta—, cada uno en su lugar. Yo era de la Armada y estaba a bordo del portaviones 25 de Mayo, en la sala de máquinas, así que a mí no me tocó hacer pie en las islas, que es la situación de algunos de mis compañeros.
No alcanzo a decir nada, porque, como obligado a justificarse por no conocer las islas, enseguida agrega, amuchando las oraciones, una historia de la guerra:
—Fue impresionante: cuando volvíamos se nos cayeron tres aviones y un helicóptero, las naves estaban todas en cubierta, no las teníamos bien agarradas, se deslizaron y se hundieron, no podíamos hacer nada, vimos cómo desaparecían en el agua.
Mientras habla, pienso que todos acá tienen una historia que contar, que va a ser imposible retener cada una de ellas, que no tiene sentido intentar hacerlo. Me imagino que para los excombatientes es importante poder construir los relatos y enunciarlos para darle forma a lo que vivieron y compartirlo con otros. Primero pienso que debo escribirlo todo, que debo publicarlo, que se los debo a