Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines
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Hay otros diecinueve excombatientes vestidos igual que el hombre con el que hablé a los que se les salen las palabras de la boca. Decido, mejor, prestar mi oído a quien quiera hablar, pero no preguntar por preguntar, ni proponerme la inabarcable tarea de escribir todas las historias. Los dejo felices con sus selfies, sus fotos grupales, sus banderas, sus audios de WhatsApp, sus llamadas de despedida; me siento a un costado esperando la llamada a abordar.
Antes de abordar, soy abordado:
—Te escuché hablando con el excombatiente —me dice un hombre—. Sos escritor. —No es una pregunta, es una afirmación. Primero siento que la palabra me queda grande, pero en un instante reflexiono que en realidad no, que me queda justa: es lo que hago, escribir, es una palabra perfecta, solo que yo la sobrecargo demasiado. En menos de un segundo asumo mi condición:
—Sí, soy escritor. Estuve trabajando en un libro sobre Malvinas durante los últimos dos años —explico vagamente.
El buen hombre se presenta:
—Marcelo Kohen. Con «K», no con «C». Ese es el bueno, el escritor. —Parece que él también le asigna un valor especial a esa palabra.
Académico jurista, especialista en Malvinas, algunos libros publicados sobre legislación en conflictos internacionales, treinta años de investigador y docente en Ginebra: esa información la obtengo luego de una rápida búsqueda en Google, pero sus rulos negros, sus anteojos y sus modos evidencian a la legua que, efectivamente, es un académico. Otra historia, otro relato.
En este caso, la intención de hablar no parece tener que ver con un impulso del inconsciente, sino que luce más concreta: por un lado, están las excursiones, la posibilidad de hacerlas en grupo, de abaratar costos, la parejita (nosotros) puede ser una opción viable para esto. Por otro, una situación extraña: el académico argentino va a dar una charla para kelpers (así los llamaba yo entonces) en las islas, con el fin de convencer a esta buena gente de que existe un conflicto de soberanía y de ofrecer una solución posible. Puso un aviso en el diario The Penguin News, que sale los viernes, anunciando su charla. Por Twitter recibió una amenaza: «Ni se te ocurra cruzarte conmigo por la calle durante tu estadía». Parece que por Malvinas lo conocen y saben que defiende la posición argentina. Su jugada suena cuanto menos, arriesgada, sobre todo si tenemos en cuenta que la última vez que se hizo un referéndum (2013), todos los isleños excepto tres expresaron su voluntad de seguir siendo británicos.
Nos invita a la charla. Mi idea es que encontró en nuestra aparente tranquilidad y en la blancura de mi novia unos argentinos que podrían pasar por británicos (nos había visto leer una fotocopia de la Lonely Planet titulada The Falklands & South Georgia Island en inglés) y que vio en mi altura la posibilidad de intimidar a algún kelper que no estuviese de acuerdo con sus ideas. Sin estar seguros de qué nos irá a deparar el futuro en las islas, aceptamos ir, aunque sin mostrar mayor entusiasmo: esto suena nuevo, pero todo lo es.
Cuando finalmente llegamos al mostrador del check-in, descubrimos que la soberanía no es solo un nombre: también parece ser un sello. La empleada de LATAM nos mira los pasaportes y nos dice con suma formalidad que, como las Islas Malvinas son consideradas parte del territorio argentino, no debemos hacer migraciones al salir de Río Gallegos. Sin embargo, nos informa que para ingresar a las islas sí lo vamos a necesitar. Luego, baja la voz y se acerca a nosotros en confianza:
—Unos turros, te ponen un sello así de grande —nos explica, como quien habla con un amigo, mostrándonos los dedos índice y pulgar de cada mano abiertos y enfrentados entre sí, formando un sello invisible enorme.
En la sala de embarque las historias se multiplican y no alcanzo a abarcarlas todas. No hablamos con nadie más, y solo nos limitamos a observar. Las dos personas que más me llaman la atención son los que no parecen argentinos. Una es una chica pálida y rubia que habla por Facetime con sus padres en un marcadísimo acento británico. Luce un jogging que dice «La Matanza», el mismo que tienen puesto otros jóvenes y adolescentes como ella. El otro es un hombre de uñas largas, anillos dorados en todos sus dedos, bermudas, ojotas y rubio Garnier n.º 11 en el pelo, que parece no haber leído jamás una descripción del áspero clima malvinense, incluso en los primeros días de marzo.
Mi fantasía del pueblo chico me tranquiliza: en una semana seguro me los voy a cruzar a todos muchas veces y los iré conociendo. Esta fantasía me sirve de consuelo, como esas torpes tradiciones populares que dicen que si arrojamos una moneda en determinada fuente o si comemos determinado fruto, entonces volveremos a ese lugar: solo esconden el miedo de saber que el tiempo es limitado, que no podremos vivir todas las experiencias, que probablemente nunca regresemos allí. Tal vez es mejor que así sea.
La efervescencia del aeropuerto se diluye al subir al avión. Del clima generado por la encargada del check-in que anunciaba que iba a sellar únicamente los pasaportes de los extranjeros se pasa a la solemnidad del staff chileno de LATAM, con su tonada que recuerda al enemigo, con una cabina que trae (pocos) pasajeros desde Punta Arenas, en otra sintonía: chilenos que vuelven a su trabajo y europeos y americanos que se van a conectar con la naturaleza en cualquiera de los muchos lodges remotos dispersos en las islas.
El vuelo supuestamente dura una hora y media. Yo había planeado mantenerme despierto (había dormido solo tres horas) para ver la forma exacta de las islas desde el cielo. A los cuarenta minutos, y mientras las azafatas ofrecen comida a la carta a cambio de pesos chilenos, la presión en mis oídos me anuncia un posible descenso. Veo por la ventana, y efectivamente allí ya se ve tierra. No es la forma que a todos se nos dibuja en la cabeza con tan solo escuchar la palabra «Malvinas», y pienso en la posibilidad de que aquello sea Tierra del Fuego, sin considerar que las islas están en la misma latitud que Río Gallegos. Finalmente, el capitán anuncia lo evidente —aunque no se corresponda con la imagen del mapa, que llevo adherida a mi retina—: nos estamos aproximando a las islas. También nos informa que en cualquier momento darán el aviso de la prohibición de tomar fotografías, según indicación explícita de la base militar británica. Todos tomamos nuestras cámaras (nuestros celulares) y esbozamos malos retratos entre las nubes, literalmente, porque siempre una porción de blanco se mete en la lente.
A medida que el avión baja, las formas de la costa se parecen más y más a esos manchones de tinta en los mapas que hacían sospechar una irregularidad mayúscula, desconocida en los límites geográficos del resto del país. Todo lo que podría llamarse «tierra» es un continuo amarillo con subidas y bajadas, lomadas de pasto seco que terminan en playas breves, de arena blanca. Si bien no entran todas las Malvinas en la vista desde el avión (al menos, no desde esa altura), la costa irregular es una vista digna de admirar, tanto como lo pueden ser las tierras yermas e interminables de la Patagonia o las cuadrículas perfectas de campo en la pampa húmeda. No es necesario ver la isla Soledad enfrentada con la Gran Malvina para reconocer el lugar, así como no hace falta ver la pata de Buenos Aires que nace debajo de Bahía Blanca para poder reconocer la provincia a partir de sus campos.
En medio de los pastos amarillos, una serie de galpones con techos idénticos: Mount Pleasant, la base militar británica, el único aeropuerto habilitado para aviones que llegan desde fuera de las islas. Hacia allí nos dirigimos. Las fotos ya han sido prohibidas a través de los altoparlantes del avión (aunque todos hicimos caso omiso de la prohibición, un poco para sentirnos mordaces fotoperiodistas dispuestos a mostrar la realidad; otro poco por una pueril rabieta de negarnos