Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines

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Una semana en Malvinas - Nicolás Scheines Primera Persona

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(¿contra qué chocar?). Algunos aplausos de rigor, como en cualquier vuelo con argentinos, y listo, estamos en las Islas Malvinas.

      1 Pesos argentinos de marzo de 2018, en un cambio aproximado de 1£ = $30 = 1,5 USD. Imposible hacer el seguimiento de qué vale ese dinero al momento de la lectura, pero por aquellos días esa era nuestra moneda y a esos valores hacíamos las conversiones. Para el resto del texto, dejo los valores expresados en libras esterlinas. Al momento de la impresión de este libro, debido a la pandemia del covid-19, los vuelos comerciales se encuentran suspendidos y no es posible actualizar al valor actual.

      2

      UNA BASE MILITAR Y UNA CARRETERA ENTRE LOS PASTIZALES

      La emoción al descender es menor a la que imaginaba: no hay himno espontáneo, no escucho llantos, nadie grita «¡Las Malvinas son argentinas!» con fervor; apenas un silbido bajito de la marcha de Malvinas se hace perceptible entre los asientos traseros del avión.

      Una vez en tierra, una decena de militares británicos nos espera en la pista. Ninguno tiene más de veinticinco años, pero sus armas y uniformes los hacen lucir mayores, incluso a la chica rubia que viste igual que los hombres.

      Más tarde voy a saber que una mujer cometió la imprudencia de seguir sacando fotos en tierra, incluso posando en la pista —entre las escaleras y la base— para una selfie: los militares la obligaron a borrar tanto esa como todas las fotos que había tomado desde el avión. Yo no vi esto, no doy fe de lo que digo, pero parece bastante probable. En cualquier caso, fue poco lo que vi comparado con lo que oí, y desestimar estos relatos sería tan errado como creer que todo lo que vi responde a lo que solemos llamar «realidad».

      Mi descenso del avión fue en silencio, abrochándome la campera, resistiendo el viento —luego descubriré que ese era un día particularmente calmo—, intentando abarcarlo todo con los ojos, disfrutando del cambio de aire de la pesada Buenos Aires, que había dejado atrás hacía tan solo ocho horas.

      Si desde el cielo la base militar se veía como un montón de galpones verdes y plateados, de cerca no podíamos esperar otra cosa: Mount Pleasant no se parece a un aeropuerto civil, sino a lo que es: una base militar. Compuesta por barracas de techos curvos hechos de láminas de metal corrugado verde, el interior es un espacio vacío y sin recovecos, organizado por paredes móviles que en este caso crean una sala de recepción de pasajeros, con su carrusel de valijas, su mostrador de aduana y sus carteles con advertencias e información turística. El espacio tiene capacidad para unas cien personas, y allí hay por lo menos ciento noventa de nuestro vuelo. No sé si el que llegó de Londres aterrizó hace mucho o no, pero en cualquier caso no parece proveer demasiada gente al tumulto, que ya es mucho.

      Luego de apenas un par de vueltas de carrusel aparecen nuestras valijas, así que ya estamos listos para pisar auténtico suelo malvinense. Antes, pasamos por un control ágil y bien desprolijo (sin andariveles, toda una muchedumbre con una fila autogestionada) y recibimos las advertencias de rigor, junto con un pequeño folleto que las resume: guardar 25 libras en efectivo para salir de las islas, no exhibir banderas argentinas, demostrar respeto en cementerios, no llevarse nada de los lugares de batalla. Listo. Damos la vuelta a la mampara y volvemos a ver la luz del día, junto con los primeros malvinenses no militares: un batallón de diez o quince personas, todos sosteniendo carteles, todos de pelo oscuro y piel tostada o trigueña, todos hablando perfecto castellano: todos chilenos.

      Nosotros teníamos nuestro transfer arreglado —como todo el que aterriza en Mount Pleasant, porque no es un lugar para encontrar un taxi o un remís y, como dije, está a casi cincuenta kilómetros de Port Stanley—, pero nadie sostiene un cartel con nuestro nombre. Es cuestión de preguntar uno por uno —en español—, hasta que llega un hombre de mediana edad, también moreno pero que no parece chileno, con una planilla de letra ínfima. Allí figuramos mi novia y yo entre muchos otros nombres resaltados en amarillo.

      Es el único micro estacionado. Dejamos nosotros mismos las valijas en el portaequipaje y antes de subirnos, vemos a las personas que salen por la puerta de vidrio del aeropuerto. Es raro interpretar caras, describir sentimientos a partir de lo que un rostro puede mostrar a diez metros de distancia —en especial teniendo en cuenta mi miopía y astigmatismo—. Y sin embargo, ¿cómo me resisto a describir ese brillo, esa emoción en los rostros de todos los que llegaban finalmente a las islas, a suelo malvinense no aeroportuario? Tal vez estoy proyectando en otros, pero si a mí me genera cierta emoción, que tengo una vinculación remota con la «causa Malvinas», no quiero imaginar lo que deben sentir los que ya han venido a estas tierras disfrazados de militares o luciendo su ropa de fajina con orgullo; o la chica que viene a celebrar sus quince, siempre intrigada por las celebraciones de sus cumpleaños los 2 de abril; o el académico con más de treinta años de estudios sobre estas islas. «Malvinas» es un nombre para la mayoría de los argentinos, un nombre con significaciones múltiples, y la mayoría de los que estamos aquí le estamos poniendo cuerpo por primera vez. Se siente una necesidad de respirar el aire, de asirlo incluso, como si eso fuese un gesto de soberanía.

      Yo lo sentí así, al menos, pero vi en los gestos de otros esa misma voluntad de dejarse pegar en la cara por el viento frío, la cachetada que por fin nos dio un poco de realidad: estamos en Malvinas, y no se parece en nada a lo que alguna vez vimos en el resto de Argentina. Ahora sí, estamos listos para contrastar nuestra idea de las islas con lo que son estas porciones de turba que emergen en una de las esquinas del océano Atlántico.

      Bueno, «estamos listos» es una forma de decir. Nosotros lo estamos, pero falta. No nos sirvió haber encontrado nuestras valijas a toda velocidad en el carrusel: tenemos que esperar hasta que el último pasajero del micro recoja las suyas para partir con destino a Port Stanley.

      Luego de casi una hora de pequeñas conversaciones, algunos cigarrillos y mucha observación expectante, por fin nos acomodamos en nuestros asientos. Estamos todos en el micro. Está repleto y casi todos somos argentinos. Además, hay algunas personas indescifrables, como el señor mayor de la cabellera rubia teñida, que sigue vestido con sus ojotas y sus bermudas sin mosquearse ante el viento y los diez grados (luego lo identificaremos como un local, porque en Stanley se va a bajar en una esquina y va a saludar gente con mucho entusiasmo, como si los conociese de toda la vida).

      El micro es prácticamente el único vehículo que queda en el estacionamiento improvisado delante de las puertas del aeropuerto improvisado dentro de la base militar. Los otros ya se fueron: la mayoría eran combis conducidas por chilenos que trasladaban a los distintos grupos

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