Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines

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Una semana en Malvinas - Nicolás Scheines Primera Persona

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personas de la fila.

      —¿Bonnie? —le digo yo cuando llega mi turno.

      —Sí.

      —I wrote you several e-mails since last April. My name is Nicolás.

      —Oh, yes! Finally, somebody who speaks English! —No lo había pensado entonces, pero saber inglés me sería de gran ayuda en las islas, no solo para poder comunicarme con la gente y entender los carteles, sino, sobre todo, para que los isleños duden acerca de mi origen, sin saber si soy argentino o de otro lugar (aunque es justo decir que Bonnie fue simpática con todo el mundo, y que ella sabía de antemano mi procedencia).

      Después de la charla de rigor, avanzamos por el ala de las habitaciones dobles, donde se exhibe una plaqueta dorada sobre una madera que indica la fecha de inauguración de ese sector: febrero de 2018, pocos días antes de nuestra llegada. Esto explica por qué todo luce nuevo, tanto en el ala como en la habitación que nos toca, con acolchado blanco reluciente, cama confortable y amplia, alfombra limpísima (la misma del pasillo), placard a estrenar y burletes en el cubículo de la ducha jamás mojados.

      Nuestra habitación es la última del pasillo, la zona más apartada de todo el hotel. Nuestro único contacto con el exterior es la ventana, que da a un pequeño pulmón verde entre las dos alas (las dos sucesiones de containers). Enfrente se ven las ventanas espejadas de las habitaciones individuales. La habitación es pequeña pero cómoda. No así el baño, que está comprimido en un metro y medio cuadrado y separado del dormitorio por una puerta acordeón de plástico, que no llega ni al piso ni al techo y que apenas si logra cerrarse. Por suerte luego descubriremos un enorme baño mixto compartido en el pasillo, con todo automatizado, desde la luz y la canilla hasta el dispenser de jabón y de papel higiénico. El secador de manos ultramoderno que en diez segundos elimina cualquier rastro de agua mientras uno desliza sus manos hacia arriba y hacia abajo completa la experiencia de baño del Primer Mundo.

      Todo en el Lookout Lodge está iluminado por una luz blanca y potente, como si se tratase de un quirófano o, mejor, de una oficina, un laboratorio o una fábrica, lo que le da cierto toque entre moderno y laboral que lo distancian definitivamente de la supuesta casa antigua y acogedora que me había imaginado. Así y todo, el hotel está bien, y brinda cierta calidez, que se va a ir exacerbando a medida que veamos circular siempre las mismas caras.

      Luego de acomodar las cosas en la habitación, vuelvo a la recepción. Quiero saber cómo tengo que hacer para hablar con Marcelo, el intelectual de rulos con quien habíamos quedado en llamarnos para hacer juntos la excursión de los pingüinos que él ya tenía agendada. También quiero saber cómo usar wifi, cómo se reservan las excursiones, qué hacer en las horas del día que nos quedan, dónde cenar, qué hacer al día siguiente, etcétera. Básicamente, voy a la recepción porque quiero interactuar, ver qué hace toda esta gente en este lugar que alguna vez había fantaseado como propio.

      Munido de mi campera de abrigo que me había prestado un amigo a último momento —entre mis muchas fantasías, incluía la errónea suposición de que, por ser aún verano, no iba a hacer frío de invierno—, salgo al estacionamiento, el mismo lugar donde media hora antes me bajaba del micro. Allí veo una camioneta y, apoyado sobre el capó de esa camioneta, un hombre bajo, de cara ancha, nariz aplastada y piel quemada, pelo cepillo como los nenes a los pocos días de haberse rapado.

      —Oye, ¿tú estás hospedado aquí? —Chileno.

      —Sí.

      —¿Tienes alguna excursión contratada?

      —No.

      —¿Quieres ir al cementerio de Darwin? ¿O a ver los pingüinos? ¿A San Carlos? Puedes hacerlo todo en el mismo día. Alex es mi nombre, ¿cómo te llamas tú?

      El bueno de Alex me explica todas las excursiones y las ventajas de viajar con él o con alguien de su equipo; me cuenta que los isleños prefieren no llevar a los argentinos pero que para eso están los chilenos, y en minutos estamos hablando también con Roberto, otro turista que venía en el micro y que está interesado en las excursiones.

      —Y presupuestos… —dice Roberto en forma pretendidamente enigmática mientras enciende su cigarrillo—. ¿De cuánto estamos hablando?

      Las excursiones salen, en promedio, unas 80 libras por persona. Los pingüinos son mucho más caros. No tenemos con qué comparar, y si bien los precios me parecen exorbitantes, no me sorprenden. Cuando Alex se da cuenta de que ni Roberto ni yo tenemos pensado contratar una excursión en este instante, cambia de tema y nos cuenta que él es de Punta Arenas, como casi todos los chilenos que están en las islas, y que está casado con una isleña. También nos dice que, además del turismo, su afición es la música, y que toca en una banda de chilenos. Con cierto orgullo —y con la intención indisimulable de caer bien para poder vender sus servicios— agrega que su banda fue la primera en tocar una canción argentina en las islas: covers de Los Enanitos Verdes y Los Auténticos Decadentes sonaron en un bar de chilenos en Stanley. Las primeras estrofas en español que se oyeron luego de los últimos «O juremos con gloria morir» de 1982, tal vez hayan sido «En días de la semana / en horas calculadas / izamos la bandera / un grupo de piratas», una ironía carnavalesca del destino de estas tierras.

      Para continuar con su cortejo comercial, Alex nos invita a que nos asomemos detrás de su camioneta y abre el baúl para mostrarnos una colección de discos truchos de música argentina, como si fuese un vendedor ambulante del 2010. Para completar la conquista a través del color local, enciende el estéreo, donde casualmente Gustavo Cerati está gritando que «nada nos libra / nada más queda». Interpretar este momento musical como una metáfora de algo quizás sea innecesario: no tiene sentido seguir sobrecargando de símbolos este lugar.

      Me despido de Alex desconfiando instintivamente de los vendedores de excursiones, pero con su tarjeta en mi bolsillo. Roberto se queda fumando afuera y yo entro para consultarle a la fuente autorizada —Bonnie— sobre posibles excursiones.

      —Nosotros no manejamos las excursiones —me responde en inglés—, pero podés hablar con los operadores turísticos que vienen a ofrecer las excursiones al hotel. Afuera está Alex, y más tarde seguramente vendrán Julio o Fernando.

      Decido esperar por estas dos nuevas alternativas y continúo mi recorrido por el hotel. Hacia la derecha están las habitaciones y al fondo está el patio, pero no había visto qué había a la izquierda de la recepción. Al lado de una cartelera pobre de actividades y una máquina tragamonedas (que nunca veré en uso) hay una puerta. Del otro lado está el centro de entretenimientos del Lookout Lodge: una sala de estar con dardos y, a continuación, un televisor treinta y dos pulgadas y unos cuantos sillones alrededor. De la sala de dardos se abre otra puerta, que da al comedor. Es lo más parecido a un comedor de planta o de escuela que uno se podría imaginar, con mesas largas e idénticas, cada una con igual cantidad de sillas. De un lado, dos heladeras y una mesa con jarras de jugo y agua, frascos de café instantáneo, saquitos de té y azúcar y dos termos con agua caliente; del otro, un mostrador con cuatro barras de metal que sirven para sostener las bandejas y las enormes tapas metálicas que en días sucesivos protegen la comida de nuestros desayunos. Al final de todo se ve otra puerta, pero no voy a descubrir lo que hay detrás de ella hasta dentro de algunos días.

      Sentados a las mesas están muchos de los personajes que venían en el micro. Para matar el tiempo me sirvo un té y decido sentarme en la mesa más cercana a la puerta, que es la única que está vacía. Menos de un minuto después, alguien me extiende la mano, pide permiso para sentarse y sin esperar mi respuesta, toma ubicación enfrente de mí.

      —Fernando, operador turístico —dice con acento

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