Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines

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Una semana en Malvinas - Nicolás Scheines Primera Persona

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de él llega Roberto, y enseguida aparece mi novia, que me estaba buscando. Con cara de serio, Fernando nos presenta distintas visiones del turismo en Malvinas, siempre desde una perspectiva de empresario comprometido con el bienestar de los visitantes, de los locales, de la fauna y de todo el ecosistema del lugar. Las excursiones no las cotiza por persona, sino por camioneta (casi no existe el concepto de auto; todos se mueven en camioneta, y luego de conocer los caminos le encontraría sentido a esto). Tenemos que juntar más gente para reducir costos, pensamos todos. Hasta cinco. Con Roberto y mi novia somos tres. Podríamos incorporar a Marcelo, del otro hotel, pero nos quedaría un lugar libre. Roberto nos informa que hay otros dos fueguinos como él parando en el Lookout Lodge; con ellos completaríamos el cupo de cinco. Antes le habíamos dado nuestra palabra a Alex de que iríamos con él, y yo me había comprometido con Marcelo. De pronto me veo involucrado en un proceso de toma de decisión sumamente importante, que cinco minutos atrás ni siquiera había considerado. Los juegos políticos, las conveniencias propias y ajenas, a qué operador elegimos, a quién dejamos afuera del viaje, ¿importa más nuestra palabra o nuestro bolsillo? Se empieza a dibujar uno de los perfiles de Malvinas que menos había imaginado: la tensa calma de convivir con tan poca gente por tantos días, el misterio de esa frase hecha que se dice en toda ciudad grande al hablar de los lugares pequeños: «Pueblo chico, infierno grande».

      Ante nuestras dudas, Fernando nos sugiere hábilmente que lo pensemos entre nosotros, mientras él avanza hacia otra mesa, no sin antes presentarnos a su socio, Julio. Él me inspira un poco más de confianza, quizás porque parece un poco mayor que Fernando, aunque probablemente esto se deba al simple hecho de su poco pelo y su nombre de persona mayor: ambos deben rondar los cuarenta años.

      Así como fueron falsas las imágenes que me había hecho de Stanley y del hotel, tampoco se correspondía con la realidad mi idea de turismo en las islas. Como dije, no hay barcos que salgan desde Stanley, y en el caso de querer visitar la isla Gran Malvina debería hacer cien kilómetros por ruta hasta San Carlos (unas 80 libras ida y vuelta) para tomar un ferry que cruza el estrecho. Si no, las islas deben recorrerse en avión, con los FIGAS (Falkland Islands Government Air Service), cuatro avionetas de diez pasajeros cada una que sobrevuelan las islas uniendo los aeropuertos de la isla Soledad, la Gran Malvina y varias de las doscientas pequeñas islas que no conoceremos en este viaje, porque no hicimos reserva previa y porque cada vuelo está por fuera de nuestro presupuesto.

      Como hizo Fernando unos minutos antes, Julio nos propone postergar nuestra decisión hasta la mañana siguiente, y se compromete a pasar por el hotel para ver qué resolvemos. Parece coherente, porque estamos un poco abrumados por tanta información. Con los tres fueguinos resolvemos lo mismo (charlar en el desayuno y resolver), y entonces salimos mi novia y yo a caminar por el centro de Stanley. Son apenas las seis de la tarde, pero le preguntamos a Bonnie dónde nos recomienda cenar:

      —En el Waterfront —nos responde sin dudarlo, y hacia allí nos dirigimos.

      El día de nuestro arribo a Malvinas parece ser excepcional: casi sin viento, solo algunas nubes sueltas se mueven por el cielo y permiten que el sol lo ilumine todo, incluso por la tarde. Hace frío, sí, pero es perfectamente soportable con una remera, un sweater y una campera de abrigo. Es cierto que todavía es verano y que, en mi imaginación, yo iba a andar de remera al sol, pero en la realidad, no me puedo quejar. Solo me faltan guantes, y me propongo adquirirlos apenas lleguemos al centro.

      Ahora nos toca hacer a pie el camino que antes hicimos con el micro. Cruzamos la ruta —con la clásica sensación de peligro que producen los autos yendo por el carril contrario— y descubrimos que la vereda se mete en el jardín de un vecino para acortar camino. No está mal el pasadizo, y aparte resulta inevitable, porque enfrente no hay vereda.

      Bajamos por la calle perpendicular a la ruta mientras sacamos fotos a cada una de las casas. Creo que esa manía por fotografiarlas tiene que ver con el sinsentido de encontrar esas casas inglesas en Argentina, con ese choque cultural que se da en nuestras cabezas por haber repetido hasta el hartazgo «Malvinas Argentinas» y encontrarnos con este pueblo que tiene menos elementos «argentinos» que Montevideo, Santiago de Chile o La Habana.

      Caminamos cuatro cuadras de bajada pronunciada y llegamos a Ross Road, a la que nunca llamamos así, sino simplemente «la que va paralela a la costa». A nuestra derecha hay un cementerio. «Mejor visitarlo al día siguiente con más luz», pensamos. Doblamos a la izquierda, en dirección al centro, pero nos asustamos, porque la calle parece terminar cien metros después. Al llegar a ese punto, descubrimos que se trata de la arteria perpendicular principal (o eso concluimos luego de corroborar que en sus inmediaciones se encuentran los cuatro pubs de Stanley concentrados en dos cuadras, el famoso Glove Tavern y los menos conocidos Victory Bar, BitterSweet y el novísimo Deano’s Bar).

      La Ross Road continúa recta luego de hacer veinte metros a la derecha. En esa intersección se puede ver el muelle, nuevo y bien arreglado, donde imaginé el centro social de los «islanders» (así se llaman a sí mismos los locales, poco afectos al gentilicio «kelper», que hace referencia a un alga pegajosa). Me equivoqué. Tal vez sea así en pleno verano, pero en el anteúltimo sábado estival, a las seis y media de la tarde, con el sol todavía dando luz y algo de calor, el muelle, sin un solo barco cerca, cuenta solo con la presencia de los visitantes argentinos que reconocíamos de Río Gallegos y el avión. ¿Los isleños se habrán guardado en sus casas a causa de nuestra presencia? Imposible saberlo, pero en ese momento ni se nos cruzó por la cabeza.

      Después de las fotos de rigor, cruzamos al Waterfront, que queda enfrente del muelle, con la intención de reservar una mesa para comer más tarde.

      —¿Hoy, cenar? —nos responde el mozo chileno que atiende detrás de la barra, en el salón-restaurante del hotel boutique más exclusivo de la ciudad—. Sin reserva, imposible. Es sábado a la noche.

      Es cierto. Las diez mesas o están ocupadas (con gente comiendo el plato principal antes de las siete de la tarde) o tienen su cartelito de «reservada».

      Al salir, vemos el salón a la derecha: un living de piso de madera, biblioteca, música funcional y sillones ingleses, con ventanal mirando al agua, apenas más pequeño que el salón, casi lleno, con gente más parecida a Bonnie que a los chilenos que atienden el restaurante, todos bebiendo algo y esperando para pasar al salón. Con cierta decepción por nuestro frustrado sábado a la noche, salimos a seguir «pateando» la Ross Road.

      Ya habíamos visto banderas británicas en muchas casas —si bien son la minoría, llaman tanto la atención que da la sensación de que cada casa tiene su propia Union Jack—, pero aún no nos habíamos topado con los carteles. Un local enorme, con banderas de buceo, que da directamente al agua, tiene afiches escritos a mano con frases como:

       DIALOGUE

      NO DIALOGUE IS POSSIBLE UNTIL ARGENTINA GIVES UP ITS CLAIMS TO OUR ISLANDS. RESPECT OUR HUMAN RIGHTS.

       PEACE

      PEACE CAN ONLY BE ACHIEVED IF ARGENTINA:

      •CEASE ALL HOSTILITIES AGAINST US.

      •APOLOGIZE FOR INVADING OUR COUNTRY.

      •RECOGNIZE OUR RIGHTS TO SELF-DETERMINATION.

      •DROP YOUR SOVEREIGNTY CLAIM.

       FLIGHTS

      WE DO NOT WANT ANY MORE FLIGHTS IN OR

      OUT OF ARGENTINA.

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