Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines

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Una semana en Malvinas - Nicolás Scheines Primera Persona

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prudente no acercarnos más. Esta casa será la expresión más explícita de rechazo hacia la Argentina que veremos en todo nuestro viaje, aunque, palabras más, palabras menos, lo que se dice en los carteles tiene mucho que ver con la creencia de buena parte de los habitantes de las islas, según lo que podremos observar durante nuestra semana allí.

      Más allá de esta afrenta hacia nuestra nacionalidad —mientras rememoro mi sensación ante esos carteles, me pregunto qué sentirá un británico cuando escucha a nuestro pueblo hermanado en canchas de fútbol cantando «El que no salta es un inglés»—, seguimos camino por la Ross Road y entramos al supermercado para conseguir mis guantes. Propiedad de la FIC («Falkland Island Company»), el supermercado tiene adelante una cafetería self-service que recuerda vagamente a un patio de comidas de shopping —solo que con un único negocio— y que luce bastante llena para ser la cena de un sábado a la noche. Además de la cafetería, se exhiben libros para comprar —casi todos clásicos y bestsellers modernos— y hay una tienda de tecnología que promete grandes novedades. En la sección de ropa —porque el supermercado es verdaderamente grande, sobre todo si se tiene en cuenta que allí viven poco más de dos mil personas, que hay otro supermercado aún más grande en las afueras, y que hay unos ocho minimercados en la ciudad— conseguimos los guantes, y después recorremos un poco las góndolas. Absolutamente todo es importado, excepto una cerveza de producción local. Eso le da un aire internacional al supermercado, pero prefiero los argentinos, donde casi todo lo que se encuentra es de producción nacional.

      Con mis manos ya calientes por mis guantes nuevos salimos, ahora sí, decididos a comer. Sabemos que la cena es temprano y que no hay muchos lugares para comer, así que vamos directamente al Malvina House, el otro lugar recomendado (es decir, el restaurante del otro hotel bueno). Llegamos y nos informan que, tal como en el Waterfront, las mesas del salón también están todas reservadas, pero que, a diferencia del Waterfront, ellos permiten cenar en el lounge (así le llaman al living con mesitas y sillones, donde se bebe algo antes de pasar al salón).

      Nos sentamos en una mesa alta con banquetas y a nuestra izquierda volvemos a ver caras conocidas: en este caso, Julio y Fernando disfrutan de su sábado a la noche planificando los recorridos turísticos que van a hacer al día siguiente con los contingentes de argentinos. Nosotros les debemos una respuesta, pero no parece ser el lugar apropiado para discutir rutas, excursiones y precios, así que apenas cruzamos una sonrisa y una inclinación de cabeza.

      Me acerco a la barra para ver cómo funciona el sistema, ya que no se ven mozos circulando. El barman santaheleno no me habla, muy ocupado en servir cerveza a un grupo grande de ingleses —luego nos enteraremos de que son militares de Mount Pleasant, que cuando tienen franco se acercan hasta Stanley para darle rienda suelta a los vicios; es decir, el alcohol—. Por fin consigo la atención de su compañero, un chileno que de mala manera me informa que tendremos por lo menos media hora de demora. Es el único chileno que nos tratará mal en las islas, pero sus malos modales duran lo que dura la cena: cuando nos traiga la cuenta le preguntaré si puedo adicionar la propina a la tarjeta y él se rehusará, diciendo que a causa de tanta gente no nos había tratado como era debido, así que no se merecía la propina.

      De la comida en las Islas Malvinas no hay mucho que decir. Los isleños tienen uno de los PBI per cápita más grandes del mundo gracias a las licencias de pesca que brindan (y a que son tan poquitos); sin embargo, las cartas no ofrecen pescado fresco, casi como una herencia gaucha oculta, la idea de que solo es carne la que proviene de un animal de cuatro patas, preferentemente cazado en forma salvaje: casi todo tiene carne de cordero o de vaca. Seguramente es la misma herencia gaucha la que hace que la ciudad no tenga un puerto turístico y/o recreacional, sino apenas uno comercial, alejado del centro, y el puerto que recibe las barcazas que descienden de los cruceros. No podría decirse que Stanley le da la espalda al agua, como lo hace Buenos Aires con el Río de la Plata, pero tampoco podría decirse que la celebra: sin ir más lejos, la subida que hay que hacer apenas uno se aleja de Ross Road impide la visión de la costa desde casi cualquier punto de la ciudad.

      El viaje queda lejos ya. Muy temprano por la mañana habíamos amanecido en Villa Urquiza, y ahora parece que caminamos por las calles de Malvinas desde hace mucho. Es tiempo de volver a nuestro hotel rutero, probar la cama aún sin estrenar, atravesar la ciudad en una caminata nocturna de veinte minutos, abrigados pero con frío, viendo la nula actividad de sábado a la noche, solo interrumpida por un grupito mixto de cinco adolescentes de aspecto multicultural y alto nivel etílico caminando las calles en sentido inverso al nuestro. ¿Qué hacen los chicos acá? ¿Dónde estudian, cómo se relacionan entre ellos, dónde se juntan, dónde están? Tenemos una semana para responder las miles de preguntas que no sabíamos que guardábamos sobre Malvinas.

      3 La historia del nombre es sencilla: la primera persona nacida en las islas fue la hija de Luis Vernet, y se llamó «Malvina»; a raíz de esto, muchas niñas en el siglo XIX fueron bautizadas «Malvina», y una de estas mujeres era la dueña de esta casa que luego se transformó en hotel: Malvina House.

      4 Esto marida muy bien con un libro que leí poco antes de publicar este, Islas imaginadas. La guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos, de Julieta Vitullo (Corregidor, 2012), que en su epílogo usa un epígrafe cuasi poético de Juan Villoro: «El hombre imagina muchas cosas, pero sobre todo islas». La autora completa esta idea al decir que las islas «son un espacio en blanco que puede ser llenado con lo que sea que la imaginación dicte» (187) y trabaja una tesis en la línea de las Malvinas como la gran fantasía nacional, con un profundo —y, por momentos, polémico— análisis de lo que significan culturalmente las islas para los argentinos, partiendo del estudio de las producciones literarias y cinematográficas sobre las islas.

      5 Diálogo: No hay diálogo posible hasta que Argentina no renuncie a su reclamo por nuestras islas. Respeten nuestros derechos humanos. // Paz: La paz solo puede ser alcanzada si Argentina: -Cesa todas las hostilidades contra nosotros; -Se disculpa por invadir nuestro país; -Reconoce nuestros derechos de autodeterminación; -Abandona su reclamo de soberanía. // Vuelos: No queremos más vuelos desde o hacia la Argentina. Cumplan con la Convención de Aviación Civil INT.

      6 Los santahelenos comenzaron a llegar luego de que Gran Bretaña le inyectase muchísimo más dinero a las Islas Malvinas para su defensa posterior a la guerra que a otros territorios de ultramar, como Santa Helena (o «Santa Elena»). Como el pasaporte británico les permite probar suerte en otras colonias de la Corona, muchos santahelenos arribaron a Malvinas. Se los reconoce fácilmente por su piel más tostada (parecen latinos del Caribe) y por su extrema parquedad.

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