Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines

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Una semana en Malvinas - Nicolás Scheines Primera Persona

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extensa y regresa a la ruta. Allí se detiene en un pequeño restaurante de una construcción ya mucho menos pintoresca que la de las casas anteriores, con un cartel pequeño que dice «Shorty’s Diner»: es un restaurante de mala muerte con algunas habitaciones detrás. Allí se baja otra persona. Luego, el páramo, y allí, la gasolinera. No podría llamarla «estación de servicio», porque se parece más a una «gasolinera» de las películas dobladas, con su cartel «gas station», su minimarket y sus surtidores carentes de marca, desolados.

      Pasando la gasolinera y a la derecha de la ruta, aparece el cartel que dice «Lookout Lodge» delante de una sucesión de containers color crema. Hemos llegado.

      No estamos lejos, pero el lugar dista mucho de lo que me había imaginado cuando leí «a diez minutos del centro caminando». Primero, porque en ese breve recorrido en micro pude descubrir que no existía tal cosa como «el centro», sino que es una calle donde se extienden los edificios más relevantes, que no es lo mismo. Segundo, porque no imaginaba que íbamos a ser las únicas personas —los turistas— en caminar la ciudad. Y por último, si bien alejado, no lo imaginaba en una zona industrial —o, mejor dicho, de galpones de logística—, como parecía ser la ruta. No más listones de madera, no más «british style». Algo distinto a la Argentina continental, pero también distinto del pintoresquismo británico. En su chatura y su expansión a lo ancho solo destacan las junturas de los containers. Si bien es lo más económico, también es lo suficientemente caro como para pretender algo mejor.

      Por suerte, esa es la imagen exterior: por dentro resultará mucho más ameno, aunque no dejará de dar la sensación de vivienda temporal que ofrecen los containers, que mañana se levantan y se instalan en otro lugar.

      De cualquier manera, hacía más de una hora que estábamos en el micro, más de tres que estábamos en Malvinas y más de dieciséis desde que habíamos salido de la cama. Felices de volver a tener un lugar donde descansar, bajamos —junto con el resto del micro, unas quince personas más—, recogemos nuestras valijas de la bodega —sin papelitos, sin propinas, sin ayuda— y nos disponemos a ingresar al sitio que habitaremos por la próxima semana.

      Del Lookout Lodge podría escribir horas y horas. Primero, porque es el hotel en el que más tiempo me hospedé en mi vida (siete días, un exceso para los modos de vacacionar de los tiempos modernos). Pero, además, porque todo lo que vi ahí me resultó nuevo, distinto o, por lo menos, digno de mención.

      Tal como me imaginé Malvinas —que en realidad lo pensé como una única ciudad, que en aquel momento llamaba «Puerto Argentino»—, también imaginé mi vida de hotel antes de viajar. En realidad, el viaje lo había planeado para mí solo, en abril de 2017. Mi novia no estaba en mis planes vacacionales por aquel entonces, y pensaba mi viaje más bien como un retiro de la vida que como un recorrido por Malvinas. Perseguía la clásica fantasía del ambiente cerrado y aislado que induce a la angustia y potencia la escritura, un ideario ridículo, que así y todo a veces funciona.

      En su momento averigüé lo esencial, hice mi reserva individual en el Lookout Lodge y me imaginé a mí mismo en un cuarto con una cama de una plaza y un escritorio ínfimo de madera, con una estufa dándome calor y protegiéndome del frío amenazante del exterior, el sol yéndose a las cinco de la tarde, la luz de noche encendida hasta las doce, desayuno continental servido por la amable señora, dueña del pequeño hospedaje en su casa de dos plantas, con cuatro de las cinco habitaciones disponibles vacías (¿quién va a ir a Malvinas de turista, en abril?). Mis fantasías incluían una relación extraña entre el joven ermitaño y la viejecita cálida pero levemente desconfiada, alguna conversación sobre la guerra, muchos silencios, muchos muebles de madera, leños siempre encendidos en el hogar, paredes empapeladas mucho tiempo atrás con flores brillantes y desgastadas, olor a té por las mañanas y a comida durante el resto del día. No imaginaba qué iba a hacer durante el día —suponía que una ciudad de dos mil habitantes no tendría demasiado para ofrecerme—, solo tenía pensado recorrer el lugar, vivir la vida de pueblo en la Globe Tavern, tomar un ferry y viajar a la otra isla, ver algún barco hundido, hablar con la gente local, no mucho más.

      Un problema con Aerolíneas Argentinas para mi vuelo Buenos Aires-Río Gallegos frustró mi viaje de abril de 2017 una semana antes de embarcarme. Puse todo en stand-by, sabiendo que había perdido la oportunidad única de viajar a las Malvinas exactamente treinta y cinco años después del comienzo de la guerra, como si fuese relevante el número redondo, como si mi presencia allí para la efeméride tuviese alguna importancia para alguien. Tampoco viajaría en los meses siguientes: si bien tolero el frío, dudo que alguien considere vacaciones el estar en las Malvinas en pleno invierno. ¿Y después? Septiembre, octubre ya aparecían demasiado lejanos en el tiempo, y cuando llegaron, las circunstancias de mi vida eran del todo otras, y un viaje así no entraba en los planes.

      Recién en enero volví a pensarlo, cuando descubrí que aún tenía los puntos de Aerolíneas que no había podido canjear aquella vez por un error del sistema.

      Probé y funcionó. Vi que en LATAM seguía disponible el vuelo Río Gallegos-Malvinas, y seguía ofreciéndose a un precio económico. Lo charlé con mi ya novia-concubina. Le dije que si ella no podía, igual viajaría solo. Consultó en su trabajo, le dieron los días. En una semana, y casi sin pensarlo, volví a escribirle a Bonnie, del Lookout Lodge, para renovar mi reserva —esta vez, para dos— y sacamos los pasajes.

      Fin de la fantasía, fin del relato de cómo llegamos hasta acá. Estamos por entrar al verdadero Lookout Lodge, que no se parece en nada a lo que me había imaginado: los containers, el color crema, el metal, la chatura (todo en una planta), la zona industrial, el tamaño, todo hace pensar que la idea de la madera, la viejita y la comida casera es falsa. Las quince personas que se paran en la fila junto a nosotros para hacer el check-in —todos los que quedábamos en el micro— me muestran hasta qué punto era ridícula mi idea de aislamiento y soledad.

      Al hotel se entra por una puerta que no da al frente, sino al costado del edificio. Esta puerta deriva en una pequeña antesala de dos metros cuadrados para la verdadera puerta principal, como sucede en cualquier lugar de bajas temperaturas, para que el frío no se cuele al interior y haya un espacio para limpiarse la nieve de los zapatos. Luego de atravesar las dos puertas se llega a un pasillo grande que oficia de hall central. Desde allí salen dos pasillos más angostos hacia la derecha que se pierden en el infinito. Entre esos dos pasillos hay un teléfono rojo con una guía finísima de páginas amarillas debajo. Al fondo del hall central hay una puerta pequeña que da al exterior, un jardín chiquito y desarreglado, con una parrilla (impensable imaginar cuál será el momento en el que alguien podría decir «¡Lindo día para un asado!»). A la izquierda, apenas pasando unos metros la puerta, hay una apertura enorme con marco y mostrador de madera: la recepción.

      Desde allí, una chica pálida, de pelo rubio-casi-blanco y cachetes colorados parecida a Renée Zellweger en Bridget Jones recibe a los huéspedes. En un español aprendido a la fuerza y con el único fin de atender bien su negocio, intenta explicar dónde se desayuna y en qué horarios, y dónde queda la habitación de cada uno, sin dejar de aclarar que el pago no importa, que se hace durante la estadía (claro, ¿quién podría escaparse sin pagar de esta isla?). Apenas puede, le entrega la

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