Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines
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Lo primero que vemos por las ventanillas es la base militar: sigue vigente la norma de no tomar fotografías —como en cualquier otra base militar—, pero la avidez de robar una imagen prohibida es mucha, y somos varios los que grabamos videos del micro avanzando a veinte kilómetros por hora por una calle asfaltada que atraviesa innumerables barracas prolijas, sin demasiado para ver, excepto la inmensidad de aquello. No conozco las dimensiones precisas (no hay datos disponibles sobre la base; solo existen «rumores»), aunque parece grande, como un pequeño poblado. En su tamaño, me recuerda al viejo predio de la ESMA, en Núñez, aunque quizás esté influenciado porque es la única instalación militar que conozco por dentro y porque había estado allí la semana anterior, visitando el museo de Malvinas.
Al salir de la base entramos a la ruta y al paisaje, que nos maravilla y que luego veremos repetido durante una semana en cualquier parte de la isla: desolación, campos interminables y ondulados de pastos amarillos, sin árboles, sin plantaciones, sin interrupción, sin nada excepto una cinta asfáltica prolija y perfecta, que luego sabremos que se construyó después de 1982, como casi toda la infraestructura de las islas que va más allá de Port Stanley.
Una antena satelital gigante a pocos metros de la salida de la base marca su fin, y la civilización se acaba por completo, salvo por la ruta. Ahora, a mirar por la ventana.
Noto que todos hacemos lo mismo. Supongo que es un afán por descubrir lo que creemos estar perdiéndonos por no poder disponer de nuestra tierra. Mirar esos campos desolados eriza la piel, provoca una sensación de reencuentro con la tierra prometida. Es un poco de tierra, no está cultivada, no es nada más que turba, algo que todos —excepto los fueguinos— desconocemos por completo, y sin embargo se ve ahí, tan propia porque comparte nuestro mar, porque está a menos de cuatrocientos kilómetros de distancia, porque tiene las temporadas climáticas del hemisferio sur, pero sobre todo, porque la hemos llenado de significantes, porque las «Malvinas Argentinas» se pronuncian así, como una fórmula indivisible que aparece en mapas nacionales, provinciales y zonales, en carteles de calles que se llaman así, pero también en carteles de ruta que son una chapa perdida en la provincia de La Rioja o en un rinconcito de Corrientes, donde únicamente se reza con convicción: «Las Malvinas son argentinas». En la escuela, en los medios, en los mapas, en banderas de fútbol, en calcomanías de autos, en tatuajes, los argentinos estamos constantemente expuestos a esta verdad irrevocable, que parece más ficticia cuanto más se repite, que constantemente recuerda que no son nuestras —¿cuántos carteles hay que dicen que Formosa es argentina?—, y aquí estamos nosotros, un micro lleno de argentinos, todos mirando por la ventana lo innegable: un montón de turba que se abre espacio entre el agua, el reclamo de todo un país materializado en una sustancia negra que parece barro pero que no es barro y en los pastos amarillos que crecen encima.
«¿Esto son las Malvinas?» es la pregunta que flota en el aire. Y creo que todos estamos maravillados, que nadie se esperaba esto (ni ninguna otra cosa). Parece una tierra infinita, extensiones propias de la pampa húmeda, colinas de turba, océano Atlántico entrando y saliendo, pastizales amarillos, algunas ovejas, un par de vacas negras con una raya blanca en el medio, como si tuviesen una camiseta de All Boys («Galloway», me informa Google), algo nuevo: gansos. Muchos gansos.
De pronto, gente pescando en algo parecido a un riacho. Se ven a lo lejos, se ven muy rápido. Y también, una casa. Una casa que, a lo lejos, parece un galpón grande, distinta a cualquier casa argentina, a cualquier galpón argentino.
Nos vamos acercando a Stanley. Los excombatientes seguramente están reconociendo los montes (Harriet, Dos hermanas, Longdon, etc.), y en ellos, sus posiciones. No lo sé, porque viajan en sus pequeñas combis con guías ya contratados. Nosotros somos la resaca del avión, estamos en el micro porque no merecemos un lugar preferencial de ningún tipo, porque sale solo 17 libras. Pero también vivimos la experiencia, también vamos a recorrer las islas, también vamos a formar parte de esa comunidad de turistas que por una semana ¿invadirá? la ciudad.
Finalmente, la monotonía de la ruta se acaba: bajamos la última colina y vemos techos de colores y un cartel, otro cartel rutero, como los del resto de la Argentina, pero diferente, bien diferente: «WELCOME TO STANLEY». Una nueva confirmación de que en todo este montón de turba el idioma oficial es el inglés.
2 La ciudad que en Argentina se conoce hoy como «Puerto Argentino» fue fundada en 1845 por ingleses, quienes primero la llamaron «Stanley Harbour» y luego «Port Stanley» o simplemente, «Stanley». El asentamiento del que fueron echados los argentinos el 3 de enero de 1833 se ubicaba veintiséis kilómetros al norte y era conocido como «Puerto Soledad», «Puerto Luis» o «Port Louis», según su grafía francesa (actualmente los isleños conservan este último nombre para aquel asentamiento, que hoy es una finca privada). Hasta 1982, en Argentina siempre se llamó «Stanley» o «Puerto Stanley» a la ciudad fundada por los ingleses. Luego del desembarco del 2 de abril se usaron nombres alternativos; uno de esos nombres fue «Puerto Rivero», en honor al gaucho Rivero, aunque cuando los militares se dieron cuenta de su carácter de «insubordinado» buscaron un nombre más neutro, y optaron por «Puerto Argentino», que fue oficializado recién el 16 de abril, con el decreto n.º 757/1982. Parte de mi viaje —y parte de este libro también— es deshacernos de ciertos mitos y pruritos. Si el lenguaje es un campo de batalla, será más conveniente librar mejores batallas que la de este nombre, que en realidad solo trae reminiscencias de la guerra.
3
UNA PEQUEÑA CIUDAD
Sin bajar del micro aún, intento retener las sensaciones de «la primera vez» en la única ciudad de las Islas Malvinas. La llamaré «ciudad», aunque es más pequeña en dimensiones y habitantes que casi todos los poblados rurales de (el resto de) Argentina.
Lo primero que me llama la atención es lo más evidente, lo que ya sabía: estamos en Inglaterra. Parece una obviedad, pero después de haber repetido tantas veces «Malvinas Argentinas» se nos puede escapar este detalle. Los autos circulan por el lado izquierdo, los conductores están todos del lado derecho. Los carteles están en inglés, las señales de tránsito son levemente distintas, la arquitectura es otra, las casas están rodeadas de jardín (no comparten medianera), son de listones de madera pintados de colores. Hasta el asfalto luce más claro que el de las calles y rutas argentinas, distinto. La otra diferencia que noto, y que hace al lugar aún menos argentino, es su uniformidad arquitectónica y urbana. Las casas son todas distintas entre sí, pero de un mismo estilo que las emparenta unas con otras como por nuestros lares solo sucede en las viviendas sociales o en el Barrio Inglés de Caballito. Lo mismo sucede con las veredas, que no son según el gusto de cada vecino, sino que están construidas de una placa interminable de asfalto elevado (o de pasto, en los lugares en los que no hay veredas). El estilo que comparten todas las casas particulares, los edificios públicos y los locales comerciales no le muestra al visitante una evolución histórica (¿cómo distinguir una casa construida en 1920 de una de 1980 o de 2010?) y se repite en su estructura básica, sin eclecticismos ni combinaciones: piedra y/o madera en el casco principal, techo de chapa acanalada, el cerco en la entrada, el pasto cuidado y el invernadero en las casas particulares, que les permite comer vegetales frescos todo el año.
Yo había hecho mi investigación previa: todas las páginas web de las islas, fotos en Internet, Google Maps y Street View. Creí que eso iba a ser suficiente para imaginarme la ciudad, al punto tal de que estaba seguro de conocerla antes de que el micro bajase la lomada y la viese de verdad. Recorrer las calles de Stanley a las cuatro de la tarde de ese sábado fue un permanente contraste entre esa idea que nos hacemos de las cosas y lo que las cosas realmente