E-Pack Bianca y Deseo febrero 2021. Кэтти Уильямс
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Los ojos castaños de su padre brillaron.
–Yo también te quiero, hijo.
De pronto se sintió desbordado, agotado, y se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa de su padre. Cerró un instante los ojos. Un peso que no era consciente de llevar a cuestas disminuyó un poco.
El cómodo silencio que se había impuesto en la estancia quedó roto por el timbre de un móvil. Su padre contestó.
–Morgan, ¿cómo estás?
Stone se tensó. Su padre y el padrastro de Piper eran algo más que vecinos. Llevaban años siendo amigos, y se reunían todos los meses para jugar al póker con algunos otros miembros de la élite empresarial de Charleston. Esa amistad había continuado a pesar de la muerte de Blaine y la prisión de Stone, así que no había nada de extraño en que Morgan McMillan llamase.
Nada excepto la expresión de su padre.
–No, nuestro equipo de relaciones públicas ha contestado a todas las solicitudes, rechazándolas. Stone no se ha alejado mucho de casa precisamente para que no pudieran abordarlo. Siento mucho que Piper se haya visto involucrada.
Las manos le dolían. No era consciente de que se había agarrado al borde la mesa de su padre y que apretaba tanto que tenía los nudillos blancos. Soltó.
–No. Insisto, Morgan. Esto es responsabilidad nuestra. Sabíamos que podía haber dificultades, así que mi equipo está preparado… siento mucho que Piper esté pasando por esto, pero nos ocuparemos de que no le ocurra nada.
Su padre colgó y se recostó en su silla.
–Maldita sea…
–¿Qué pasa?
–Al parecer, como no han podido echarle el guante a nada más, los paparazzi han decidido acampar delante de la consulta de Piper, lo cual es un problema grave, teniendo en cuenta su profesión. No puede permitir que los medios graben a sus pacientes entrando y saliendo de la consulta. Es una violación de su intimidad.
Su padre empezó a hacer llamadas. Lo primero que oyó era que le pedía al jefe de seguridad de Anderson Steel que enviase un equipo a la consulta de Piper, lo cual era genial.
Pero Stone no se iba a quedar esperando de brazos cruzados.
Capítulo Seis
–Lo siento mucho –se disculpó Piper, mientras dejaba vagar la mirada por la ventana de su despacho–. Sí, claro que podemos concertar una cita para la semana que viene si te parece que lo necesitas pero, Margaret, yo creo que no va a ser así. Estás avanzando muchísimo, y confío en tu capacidad para manejar estos días por ti misma. Y además, sabes que no tienes más que marcar mi número si me necesitas.
Cuando concluyó la llamada, se levantó y se acercó a la ventana. Sí, seguían acampados ante su puerta.
Miró el reloj. Habían pasado ya tres horas desde que llamó a su padrastro. Algunos oficiales se habían presentado allí para despejar la calle, pero en cuanto se marcharon, los periodistas volvieron. Un par de guardias de seguridad no tardarían en llegar.
Se había pasado las dos últimas horas hablando con los pacientes cuya cita había tenido que retrasar, y se sentía inquieta e impaciente. Solo dos cosas dispersarían a los buitres de fuera: una historia más jugosa que seguir, o un pequeño bocado de algo que satisficiera su apetito.
Una de las periodistas le sonaba. No solo porque fuera conocida en la televisión local, sino porque se le había acercado en persona unas semanas antes, en cuanto se anunció la puesta en libertad de Stone. Quizás pudiera utilizar su pequeña interacción en su favor, pensó, cruzándose de brazos. De un cajón de su mesa sacó la tarjeta que le había dejado y la manoseó sin leerla.
No estaba convencida de que el paso que estaba valorando dar fuese el mejor, pero es que no se le ocurría nada más, así que marcó el número y concertó una cita. Estaba colgando cuando oyó jaleo en el vestíbulo.
Una puerta se cerró con fuerza.
–No puede entrar aquí como…
Era Lizzi. La puerta de su despacho se abrió y rebotó contra la pared contraria antes de volver a chocar contra el hombro de Stone.
–Lo siento, Piper –se disculpó Elizabeth asomándose por encima de su hombro–. He intentado detenerlo.
–No pasa nada –sí que pasaba, pero no era culpa suya–. He terminado de llamar a los pacientes. Por favor, dile a todo el mundo que si no tienen nada urgente, se tomen el resto del día libre. Esperemos que mañana se haya calmado todo.
–Yo no contaría con ello –espetó Stone entre dientes.
Piper decidió ignorarlo.
–Gracias por toda la ayuda que me has prestado hoy. A última hora me pondré en contacto con todos para haceros saber cómo nos organizamos mañana.
–¿Estás segura de que no puedo hacer nada más por ti? –preguntó Elizabeth, y miró de arriba abajo a Stone antes de volver a dirigir una mirada significativa a Piper.
Habían trabajado juntas mucho tiempo y habían desarrollado un lenguaje sin palabras, de modo que Piper sabía exactamente que Lizzy le estaba preguntando si quería quedarse a solas con Stone.
Si fuera lista, la respuesta sería no, pero no por lo que Elizabeth podía imaginar.
–No, estoy bien. Te lo prometo.
–Si estás segura… –se encogió de hombros.
En cuanto se cerró la puerta y los dos se quedaron solos, deseó poder cambiar de opinión, pero ya no podía. No iba a hacerlo.
Con un gesto de la mano, lo invitó a sentarse en uno de los sillones que utilizaba para las sesiones. Quizás debería tratar aquello –y a él– como a cualquier otra persona a la que intentase ayudar.
Stone frunció el ceño, pero acabó sentándose.
–Lo siento –dijo en un tono duro.
–No, no lo sientes.
Él ladeó la cabeza y la estudió unos segundos antes de contestar.
–Tienes razón. No lo siento.
–Antes nunca me habías mentido. No sé por qué has tenido que empezar ahora.
Eso podía decirlo con total certeza: siempre se habían dicho la verdad aunque, obviamente, había cosas que entonces y ahora decidían evitar. Y, por primera vez, empezó a preguntarse qué se habría guardado él.
–¿Qué haces aquí, Stone?
–Morgan llamó a mi padre para decirle lo de los periodistas que tenías delante de la consulta.
–Y se te ocurrió que el mejor modo de mantener a raya las habladurías era aparecer aquí,