La máquina genética. Venkatraman Ramakrishnan
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Tardamos unos tres años en localizar un poco más de la mitad de las proteínas de la subunidad menor y escribimos un par de artículos sobre su ubicación. Me preguntaba cuánto tiempo me tomaría encontrar el resto, pero, al acercarse el fin de mi beca, Don habló conmigo y me dijo que ahora que ya tenía la formación que necesitaba me vendría bien pasar a la siguiente etapa de mi carrera. El proyecto lo concluyó mi sucesor, Malcolm Capel. El artículo final, que describía la ubicación de todas las proteínas, las mostraba como bolas de billar superpuestas en el contorno de la subunidad menor y yo bromeaba diciendo que cerca de una tercera parte de esas bolas eran mías.
En respuesta a la indirecta de Don, presenté solicitudes a casi 50 plazas de profesor, pero no era buen momento para buscar empleo. Apenas comenzaba la era Reagan de la miniaturización del gobierno y el financiamiento para la investigación era limitado. La biotecnología estaba en pañales y los puestos de profesor escaseaban.
Me presenté a tantas convocatorias como pude en universidades de todos los niveles. Al leer mi nombre indio, a las universidades pequeñas probablemente les preocupaba que no pudiera hablar inglés lo suficientemente bien como para dar clases. Las universidades más grandes analizaban mi carrera: una licenciatura y un doctorado en física, ninguna por una universidad de prestigio, dos años estudiando biología pero sin título y luego investigación usando una técnica de la que nadie había oído hablar sobre un problema pasado de moda. No me extraña que no me hayan concedida una sola entrevista.
Por suerte, el Oak Ridge National Lab en Tennessee acababa de abrir un centro de dispersión de neutrones y estaba buscando alguien que trabajara con biólogos, así que Don llamó al director del centro, Wally Koehler, para recomendarme. Emocionados y llenos de optimismo por mi primer trabajo “de verdad”, Vera y yo de inmediato compramos una casa ahí. En febrero de 1982 empacamos todo en nuestro pequeño Ford Fiesta y manejamos de New Haven a Tennessee, con todo y una tormenta de hielo en Pensilvania
Iba convencido de que podría hacer mi propia investigación, pero resultó que el laboratorio de biología que me habían prometido no existía. Cuando me quejé, Wally Koehler me dijo que estaba allí para colaborar con los biólogos en la dispersión de neutrones, no para hacer mi propio trabajo. Koehler era un físico muy conocido, pero que obviamente no sabía cómo se trabaja en biología y lo periférico del trabajo con neutrones en esa rama de la ciencia, así que poco después de mi llegada empecé a buscar trabajo en otro lado. Por suerte, Benno Schoenborn, que estaba trabajando en el uso biológico de los neutrones en el Brookhaven National Lab y quien inspiró a Peter y a Don para colaborar en el problema del ribosoma, vino al rescate. Me ofreció un trabajo independiente en Brookhaven que, dada mi situación en Oak Ridge, acepté agradecido. Así, a apenas 15 meses de mi llegada a Oak Ridge, vendimos nuestra casa por mucho menos de lo que nos había costado y en el verano de 1983 nos mudamos de nuevo a la costa este, esta vez a Long Island.
A Vera no le hacía mucha gracia dejar su hermoso jardín y su vida idílica en Oak Ridge y se le fue el alma a los pies cuando cruzamos el puente George Washington y pudimos ver el tráfico de la autopista a Long Island. Terminamos por encontrar una casa en East Patchogue, junto al pueblo de Bellport, en la costa sur de Long Island. Era un trayecto de 20 kilómetros hasta el laboratorio y se sentía aún más largo durante las tormentas invernales.
A diferencia de mi desastrosa experiencia en Oak Ridge, en Brookhaven me dieron un laboratorio bien equipado, un técnico y libertad para emprender mi propia investigación. Mis colegas eran muy amables y serviciales, pero me dejaron claro que no debía esperar una titularidad por el simple hecho de continuar mi trabajo de posdoctorado. Por suerte, como resultado de algunas colaboraciones durante mi breve estancia en Oak Ridge, me había interesado en la cromatina, el conjunto de ADN y las proteínas llamadas histonas que conforma los cromosomas de las células. Así que comencé a estudiar cómo estaba organizada la cromatina y durante mucho tiempo me conocieron más por este trabajo que por el que continuaba haciendo sobre el ribosoma.
Seguía empeñado en estudiar el ribosoma usando las técnicas que había aprendido, como la dispersión de neutrones, pero ni yo ni nadie en el área entendía todavía cómo funcionaba en realidad. Sus componentes individuales parecían no hacer gran cosa por sí mismos. Era un poco como observar un grupo de llantas y de pistones aislados sin tener idea de cómo se ensamblan para formar un automóvil. Por el otro lado, el ribosoma completo daba la impresión de ser un problema demasiado grande e inabordable como para avanzar en forma significativa. El ribosoma no sólo estaba menos de moda que cuando me había ocupado de él por primera vez, sino que la dispersión de neutrones había demostrado ser un callejón sin salida para estudiarlo a él o a la cromatina. A casi una década de mi salto de la física a la biología, daba la impresión de que mi segunda carrera, como la primera, se iba por un tubo.
3. Cómo ver lo invisible
Decimos “ver para creer” y resulta sorprendente con cuánta frecuencia justo la capacidad de ver cosas ha cambiado nuestra comprensión del mundo. Durante siglos pensamos sobre el cuerpo humano de formas erradas porque lo que conocíamos de él provenía del médico griego Gale-no, que a su vez aprendió mediante la disección de animales. No fue sino hasta el siglo XVI, cuando Andreas Vesalius comenzó a estudiar directamente con cadáveres humanos, que realmente comenzamos a entender nuestra propia anatomía.
Pero cuando le llegó el turno al ribosoma, ninguno de los métodos que usábamos nos permitía observar sus detalles y mucho menos su opera-ción. Antes de regresar a nuestra historia, vale la pena dar un rodeo para examinar por qué le tomó a los científicos medio siglo desarrollar una técnica que sería clave para descifrar el problema del ribosoma.
Durante la mayor parte de la historia humana, vivimos limitados por aquello que podíamos ver a simple vista. El ámbito de lo visible se amplió drásticamente a mediados del siglo XVII cuando un comerciante de lino, Anton van Leeuwenhoek, buscó la forma de examinar con más detalle las fibras textiles. En su búsqueda por hacer mejores lentes, inventaría el microscopio más poderoso de su época, que usó para observar todo, desde el agua de un charco hasta la mugre que rascó de sus propios dientes. Lo dejó estupefacto comprobar que ahí se movían diminutas criaturas que él llamó animálculos pero que hoy conocemos como microbios. Poco después, Robert Hooke también empleó microscopios para ver los detalles de todo, desde pulgas hasta diversas clases de tejidos. Hooke acuñó el término célula para describir los compartimientos que conforman los tejidos vegetales. La idea de la célula transformó por completo la biología; hoy sabemos que la célula es la unidad más pequeña de la vida que pueden existir de forma independiente y que puede asociarse con otras para formar tejidos y organismos completos. Conforme los microscopios fueron volviéndose más poderosos, la gente descubrió que el interior de las células también tiene estructuras, como núcleos con cromosomas y diversos organelos. La capacidad de observar los detalles transformó la biología, desde la anatomía humana hasta las estructuras dentro de las células. ¿Pero