La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé

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La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé Sabiduría Perenne

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y saberes.

      Pero ¿se considera actualmente a la filosofía como uno de los ejes de nuestra cultura contemporánea? Parece que no, que hace tiempo que perdió, ante la conciencia de los occidentales, este papel central. La filosofía ya no impregna la vida ni la sociedad pues se ha relegado a los ámbitos académicos y especializados. No estamos en los tiempos en que los reyes o los emperadores reclamaban a los filósofos y a los sabios. Hoy los gobernantes demandan técnicos y gestores, no pensadores. Pero tan grave como esto es que la misma filosofía cierre los ojos ante este hecho y no se dé cuenta de lo poco que tiene que decir; que no reflexione sobre por qué se ha llegado a considerar tan irrelevante su aportación.

      La filosofía aspiró a tener, en sus orígenes, un influjo directo en la vida individual, social y política. Con el tiempo, en la misma medida en que perdía su eficiencia para la vida cotidiana, fue aislándose de la esfera pública, hasta el punto de que hoy en día su capacidad de influencia sobre esta última es mínima. Ahora bien, precisamente porque la filosofía constituye siempre uno de los cimientos de toda civilización, no puede, sin más, ser eliminada. Por eso, cuando esta filosofía ya no es ampliamente reconocida y explícita, como sucede en nuestra sociedad, lejos de desaparecer de esta, sigue impregnándola, pero de forma larvada. De ser consciente, pasa a ser inconsciente. De reflexiva y crítica, se convierte en irreflexiva y acrítica. Nos pueden dar pistas sobre cuál es la filosofía oculta de nuestro tiempo las consignas que nuestra época da por supuestas, los ideales que la animan y que son mayoritariamente asumidos, los valores individuales y colectivos predominantes que tan bien revelan la publicidad o los medios de comunicación.

      La filosofía no se puede suprimir; constituye el entramado más íntimo de la cultura. Pero, cuando esto no se reconoce abiertamente, el pensamiento pasa a ser ideología que nos penetra de modo indirecto, sin darse a conocer como tal, eludiendo la crítica, es decir, de modo impositivo. Una sociedad en que la filosofía –la dilucidación de las cuestiones últimas y la reflexión crítica– no tiene un lugar central y explícito es siempre una sociedad adocenada, un caldo de cultivo de toda forma de manipulación.

      ¿Por qué la filosofía ha llegado a parecernos accesoria? Si la filosofía ya no ocupa un lugar central en nuestra cultura es, en gran medida, porque ha perdido aquello que le confería un papel vital en el desarrollo del individuo y la sociedad: su dimensión transformadora, terapéutica; en otras palabras, porque ha dejado de ser maestra de vida y el conocimiento filosófico ya no es aquel saber que era, al mismo tiempo, plenitud y libertad; porque la esterilidad de muchas de las especulaciones denominadas filosóficas ha llegado a ser demasiado manifiesta.

      La supuesta “esterilidad” o “inutilidad” de la filosofía es el principal argumento que esgrimen sus detractores y lo que les ha llevado a considerarla un saber culturalmente prescindible. La mayoría de los filósofos –y de quienes piensan que es indispensable salvaguardar la cultura de las humanidades– consideran, por el contrario, que el valor de la filosofía, lo que le otorga su especial dignidad, radica precisamente en que no es un saber directamente “útil,” en que es una actividad libre que no precisa venderse a ningún resultado. El carácter irreconciliable de estas posturas –como pasaremos a ver– es solo aparente; de hecho, cada una de ellas otorga un sentido distinto al término “utilidad”. Ambas posiciones han advertido una dimensión real de la filosofía: que ha de ser “útil,” por un lado, y que ha de ser “libre” de toda instrumentalización, por el otro. Su error radica en considerar que ambas dimensiones son excluyentes.

      ¿Ha de ser útil la filosofía? ¿O no radica su dignidad precisamente en su carácter libre, en que su valor es intrínseco y no se deriva de los resultados que posibilita? Este dilema es una falacia. Una falacia que ha favorecido, por una parte, que algunos piensen que una sociedad puede prescindir, sin más, de la filosofía, olvidando que una cultura sin sabiduría está abocada al gregarismo, a la destrucción y al caos. Y que ha favorecido, por otra parte, que otros cultiven una filosofía estéril, autorreferencial y hermética, confinada a unos pocos especialistas, que ha ocultado su vacuidad y su infecundidad bajo el aura de una “dignidad” y “libertad” mal entendidas. Los primeros intuyen, acertadamente, que la filosofía ha muerto, pues ha perdido su eficiencia; pretenden simplemente quitar del medio un cadáver que les estorba. Los segundos intuyen, también acertadamente, que la verdadera filosofía, como saber libre, no puede ni debe morir.

      El término “filosofía” no suele sugerir la idea de “utilidad”. Ambas nociones, en principio, parecen dispares. Como veremos, esto no es más que un síntoma del modo en que la filosofía ha perdido su norte y su función y, a su vez, de lo estrecha y banal que ha llegado a ser nuestra concepción de la “utilidad”.

      El Diccionario de la lengua española nos dice que “útil” es aquello «que puede servir o aprovechar en alguna línea,” lo que produce un resultado provechoso. Ahora bien, conviene distinguir entre dos tipos de utilidad que denominaremos, respectivamente, utilidad instrumental o extrínseca y utilidad no-instrumental o intrínseca.

      Algo es útil de manera instrumental cuando es solo un medio para lograr un fin, cuando no posee valor en sí, sino en razón de los resultados prácticos que posibilita y a los que se subordina. Un mapa, por ejemplo, es útil pues nos puede ayudar a orientarnos en un territorio que desconocemos. La utilidad del mapa no es intrínseca –el objeto “mapa” no es útil en sí mismo–, sino extrínseca: es útil exclusivamente en función de algo exterior y de los resultados utilitarios que proporciona, pues de poco sirve un mapa que no remite a algún lugar, o que está tan mal elaborado que no nos permite ubicarnos en él. Una herramienta también es algo extrínsecamente útil. Un martillo no es útil en tanto tal martillo, sino asociado a un contexto externo que lo dota de finalidad, por ejemplo, un cuadro que queremos colgar, unos clavos y una pared. A su vez, actividades como orientarnos consultando un mapa o martillear son instrumentalmente útiles, pues su sentido y finalidad no reside en ellas mismas, sino en que nos permiten, respectivamente, llegar a un determinado lugar o que un bello cuadro cuelgue en nuestra habitación.

      Lo que es instrumentalmente útil es prescindible, canjeable por algo que cumpla la misma función. Puedo prescindir del martillo y utilizar en su lugar una piedra. Puedo prescindir de un mapa y orientarme con una brújula o contemplando las estrellas y el curso del Sol.

      Lo instrumentalmente útil es lo utilitario.

      «Sé que la poesía es indispensable, pero no sabría decir para qué.»

      JEAN COCTEAU

      Por lo general, calificamos de “útil,” sin más, a lo instrumentalmente útil. Pero hay otro tipo de utilidad, que denominaremos “no instrumental” o “intrínseca”. Esta última es propia de aquellas cosas, actividades o estados que son en sí mismos útiles, es decir, que no obtienen su sentido, valor y utilidad del hecho de subordinarse a un fin distinto de dichas cosas, actividades o estados. En lo intrínsecamente útil el medio es ya el fin, y, por eso, lo que es útil de este modo no es prescindible ni canjeable. Por ejemplo: jugar, conocer, comprender (no hablamos de adquirir conocimientos técnicos o con miras exclusivamente utilitarias), amar, crear, contemplar la belleza del mundo… son actividades y estados que poseen esta forma superior de utilidad.

      Dada nuestra tendencia a identificar lo “útil” con lo “utilitario” tendemos a pensar que el término

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