La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé

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La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé Sabiduría Perenne

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creencia de que no seremos plenamente hasta que no seamos, hagamos o tengamos esto o lo otro, se disipa. Descubrimos el engaño. Advertimos que hemos vivido como el mendigo que a diario pedía limosna sentado a la sombra de un árbol, exactamente sobre el trozo de tierra en el que estaba enterrado el más espléndido tesoro.

      La verdad, la belleza y el bien

      La contemplación desinteresada nos sitúa en el nivel esencial de la realidad y de nosotros mismos. El testimonio de este contacto, del triunfo del ser sobre el tener, es siempre –como pasaremos a ver– la experiencia de la verdad, de la belleza y del bien.

      De la verdad, pues todo se nos revela en su ser propio, en su verdad íntima. Las cosas nos descubren sus secretos porque ya no las hacemos orbitar en torno a nosotros mismos, porque ya no las miramos a través del filtro de nuestro particular interés, como fuentes de ayuda o solución de las propias necesidades.

      De la belleza, pues descubrimos la “gratuidad” del mundo, que todo sencillamente es, es decir, que todo obtiene su sentido y plenitud precisamente porque no necesita ser para nada ni para nadie.

      «La belleza es la única finalidad de este mundo. Como muy bien dijo Kant, es una finalidad que no contiene ningún fin [extrínseco]. Una cosa bella no contiene ningún bien salvo ella misma, en su totalidad, tal como se nos muestra. Vamos a ella sin saber qué pedirle y ella nos ofrece su propia existencia. […] Solo la belleza no es un medio para otra cosa. Solo la belleza es buena en sí misma.»

      SIMONE WEIL6

      En la experiencia de la verdad y de la belleza, nuestro yo más íntimo reconoce su hogar, por fin nuestra voluntad descansa, toda inquietud cesa; estamos en casa. En este momento, cuando contemplamos el mundo desde esta perspectiva, algo en nosotros exclama silenciosamente que todo está bien (como narra el Génesis que exclamó Yahvé al finalizar su creación: «Y vio que todo ello era bueno»). Este asentimiento profundo que procede de saber que todo, en su más radical intimidad, es lo que tiene que ser y está ya donde tiene que estar, es la experiencia gozosa del bien.

      La verdad, la belleza y el bien des-velan la realidad. Son la realidad misma cuando esta revela su verdadero rostro, su rostro sagrado; cuando ya no está velada por nuestras necesidades existenciales ni condicionada por ellas (la excesiva preocupación de vivir, que nos hace contemplar las cosas tan solo desde el punto de vista de su utilidad, es el velo que oculta la verdadera naturaleza de las cosas).

       Lo único que puede satisfacer nuestras necesidades esenciales son la verdad, la belleza y el bien. En otras palabras, nuestro ser real se expresa colmadamente solo en la contemplación desinteresada.

      «… nunca he perseguido la comodidad o la felicidad como fines en sí mismos […]. Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez un nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido la Belleza, la Bondad y la Verdad […]. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.»

      A. EINSTEIN7

      Una vida orientada con preferencia hacia los bienes utilitarios se asfixia esencialmente aunque existencialmente parezca floreciente y envidiable. Por eso, allí donde los valores pragmáticos tienen una clara hegemonía, han de estar presentes en igual medida los medios de distracción, de entretenimiento, que se encargarán de ocultar y evadir el dolor esencial y el vacío interior a los que aboca necesariamente todo ese vértigo orientado hacia el tener. Nuestra sociedad actual es un ejemplo nítido de esta dinámica.

      Nuestro yo central solo encuentra su alimento en aquello que es un fin en sí mismo. En este sentido, la filosofía, entendida como contemplación desinteresada consagrada a la verdad, es máximamente útil. Es una de las actividades y las actitudes que nos permiten ser en plenitud –aquellas sin las cuales todos nuestros logros son solo los vestidos con que cubrimos el espectro de nosotros mismos, los ornamentos con los que adornamos nuestro vacío–.

      La verdad, la belleza y el bien con frecuencia se confunden con sus respectivas caricaturas. Sucede así cuando ya no se perciben en el horizonte del ser, cuando ya no son el fruto de la contemplación desinteresada, y se rebajan al ámbito del tener. Cuando esto ocurre, se suele denominar “amor a la verdad” a lo que solo es búsqueda de seguridad mental; “amor a la belleza,” a lo que solo es deseo o vanidad (la belleza como algo que se quiere poseer o que se posee); y “bien,” al mero decoro moral o a la “tenencia” de supuesta virtud.

      Al igual que la verdad tiene su correspondiente caricatura, también la práctica de la filosofía puede tenerla. La filosofía se degrada siempre que se relega al plano del tener y se subordina directa o exclusivamente a la satisfacción de necesidades existenciales.

      Así, por ejemplo, cierta filosofía considera que su función prioritaria es la de elaborar y proporcionar “mapas” teóricos (una cierta cosmovisión) con los que poder desenvolvernos en el mundo. La filosofía así entendida es algo que tenemos y que satisface dos necesidades existenciales concretas: nuestra necesidad psicológica de orientación y nuestra necesidad psicológica de seguridad. Ello se traduce en cierta tranquilidad emocional –se alivia provisionalmente nuestra angustia vital– y en cierto apaciguamiento y satisfacción intelectual.

      Este tipo de filosofía, insistimos, es algo que se tiene. No afecta ni modifica nuestro ser (aunque, eso sí, puede facilitar temporalmente nuestro estar en el mundo). Por eso, cuando decimos haber accedido al conocimiento de este tipo de filosofía seguimos siendo los mismos de siempre, solo que con un nuevo “mapa” en nuestras manos y con la seguridad psicológica que este provisionalmente nos proporciona.

      La filosofía estrictamente teórica o especulativa, a pesar de su “desinteresada” apariencia, suele pertenecer a este tipo de filosofía, la que no rebasa el ámbito del tener.

      Pero la filosofía, allí donde es fiel a sí misma y la búsqueda de verdad prima sobre la búsqueda de seguridad, tiene una mira más profunda: no la de saciar nuestra mente con ideas, proporcionándonos así mera seguridad psicológica, sino la de alimentar nuestro ser con la realidad, con la verdad viva. Hay mentes muy nutridas, incluso obesas, que recubren esencias escuálidas. La sed de verdad no se solventa al lograrse la saciedad intelectual; solo al que tiene más anhelo de seguridad que de verdad esta última saciedad le es suficiente.

      La filosofía genuina no se puede tener, sin más, pues no podemos acceder a ella sin transformarnos profundamente, sin quedar modificados. Solo comprende las claves de la existencia quien ha accedido a cierto estado de ser, quien se desenvuelve en un determinado nivel de conciencia. Penetrar en los secretos de la realidad es únicamente posible para el que ha purificado su mirada y su personalidad, para el que ha abandonado todo interés propio, de tal modo que su visión es limpia y desinteresada, para quien tiene más anhelo de verdad que de seguridad. Solo esta autenticidad y hondura de nuestro ser posibilita la profundidad de nuestra visión y nos abre a la experiencia de la verdad. Solo el que está en contacto habitual con su verdad íntima puede acceder a la verdad íntima de las cosas, es decir, puede ser un filósofo. El que está situado en la periferia de sí mismo no puede traspasar la periferia de la realidad.

      La verdadera filosofía no se puede simplemente “tener” porque es una “función del ser”:

      «El conocimiento [genuino] es una función del ser: sólo cuando hay un cambio en el ser del cognoscente, hay un cambio correspondiente en la naturaleza y cuantía

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