La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé
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Que el conocimiento de la realidad última no es accesible sin que haya un compromiso firme con la propia integridad, es algo nítido en el pensamiento de los primeros filósofos de Occidente. Heráclito, Parménides, Pitágoras, Sócrates… no eran profesores de filosofía ni profesionales del pensamiento. No especulaban; no estaban proponiendo sistemas teóricos o explicativos. Encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida. Invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de purificación, en una iniciación vital, tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo. Consideraban que solo esta transformación podía alumbrar y sostener el conocimiento real: la visión interior.
Otro rumbo siguió la filosofía desde el momento en que abandonó esta dimensión transformadora y terapéutica, es decir, en que la explicación se convirtió en una función autónoma; un camino que ha llevado al punto muerto de un academicismo estéril e inoperativo y de una historia de la filosofía que –como ya señalamos– ha adoptado en gran medida la forma de un amontonamiento de opiniones de dudosa coherencia o interna unidad.
En cierto modo, esta filosofía disociada de la transformación es lo que a menudo, y en nuestro contexto cultural, se suele entender por filosofía: una “filosofía de salón,” juegos mentales en los que basta conocer cierto lenguaje y ciertas reglas y en los que pocas veces el que filosofa se ha puesto a sí mismo –valga la redundancia– en juego; una especulación carente de sabiduría, que no ha brotado de ninguna transformación real y que, por lo mismo, no produce transformación alguna. No es difícil reconocer cuándo nos hallamos ante una u otra filosofía. Este podría ser uno de los criterios para distinguirlas:
Hay quien conoce movido por la curiosidad, y quien lo hace movido por una intensa sed. Se reconocen así: los conocimientos que transmite el primero satisfacen la curiosidad; los que transmite el segundo sacian la sed.
¿Qué significa, en profundidad, comprender?
La filosofía explica. La ciencia describe. La sabiduría nos transforma.
La filosofía especulativa y la ciencia nos permiten adquirir o tener conocimientos. La sabiduría nos dice que conocer profundamente algo es serlo; que tener información acerca de algo no equivale a conocer directamente ese algo –de lo primero se ocupa la mente, de lo segundo, nuestro ser.
Se entendería mal la naturaleza de esta unidad entre saber y ser si se interpretara que aludimos a la necesidad de una suerte de purificación moral a la que habría de seguir, en una etapa posterior, la consagración al conocimiento. No es esto lo que estamos sosteniendo. De hecho, un planteamiento así, lejos de aunar saber y ser, los divorcia. Hablamos de una unidad entre transformación y conocimiento mucho más radical. Lo que queremos decir es que ambas dimensiones –como apuntábamos en el capítulo anterior– son dos rostros de lo mismo, acontecen en un único movimiento: toda transformación permanente de nuestro ser se origina en una toma de conciencia o comprensión de algún aspecto de la realidad, y, paralelamente, toda comprensión profunda nos transforma.
Ilustraremos esto último a través de un ejemplo sencillo:
Un niño descubre que los Reyes Magos (más allá de nuestras fronteras, Santa Claus) no existen. La Noche de Reyes, cuando espera a escondidas, en estado de máxima excitación, ver a los camellos venidos de Oriente, sorprende a sus padres colocando regalos a los pies del abeto sintético mientras comentan que han de tener más cuidado pues el ruido que están haciendo puede despertar al niño. Este mira y escucha… y, en ese momento, todo un mundo se clausura para él. Ya no verá a sus padres del mismo modo y él ya no será el mismo. Si esta experiencia es bien asimilada, supondrá un paso en su proceso de maduración; será una especie de “iniciación” que le adentrará en el mundo de los adultos. Ha comprendido y ha crecido. Lo que ha comprendido no es, sin más, que los Reyes Magos son los padres. Esto es accidental. Ha intuido muchas más cosas a través de esa visión: qué significa ser niño, qué significa ser adulto, cómo viven en orbes diferentes y cuál es la relación entre ambos… Ha entendido tantas cosas, y de un modo tan unitario y global, que su comprensión difícilmente resulta verbalizable. No puede serlo, pues afecta a su mundo como un todo. Ya no vivirá en el mismo mundo. Y en lo que a él respecta, su conocimiento no equivale al de quien adquiere cierta información mientras se mantiene “inmune,” siendo el mismo de antes. De hecho, quizá ya algunos de sus compañeros le habían “informado” de que los Reyes son los padres; esa hipótesis no le era desconocida; pero él no estaba convencido de que fuera así porque aún no lo había “visto”. Solo cuando lo “ve” (y no aludimos únicamente a la obviedad de la visión física), este hecho es para él una realidad íntimamente cierta, y ese conocimiento, algo operativo y transformador, que le modifica y le hace crecer.
En Oriente, al verdadero conocimiento se lo califica de “despertar,” pues, al igual que el que despierta, el que accede a una comprensión profunda (la que se realiza no solo con la mente sino con todo el ser) de algún aspecto de la realidad, transita a un mundo distinto, se convierte en una persona diferente y advierte el carácter ilusorio de su anterior estado de “sueño” con relación al estado de vigilia en el que ahora se desenvuelve. Este estado de “vigilia” no es sinónimo de la adquisición de unos cuantos conocimientos; equivale a un nuevo nivel de conciencia: se accede a un mundo nuevo porque se adquiere un nuevo modo de ser y de mirar. Toda verdadera comprensión opera de un modo análogo. La transformación/comprensión puede ser espectacular o sencilla, pero en todos los casos tiene la cualidad de un “despertar”.
Tras lo dicho cabe concluir que hay dos tipos de conocimiento cualitativamente diferentes:
• El conocimiento per se, el más radical, es el que incluye esta dimensión transformadora. El acceso a este conocimiento conlleva un “salto,” un “despertar” tras el cual, como acabamos de señalar, ni el que conoce ni el mundo percibido son los mismos. A este tipo de conocimiento lo denominaremos comprensión, visión o toma de conciencia. Este es el conocimiento que otorga sabiduría.
La tradición sufí asocia metafóricamente esta comprensión al “saborear”. Así, al saborear una sustancia tenemos una vívida experiencia interior de esta, una experiencia que es cualitativamente diferente del supuesto conocimiento que cree tener quien ha oído y puede repetir la descripción verbal que otros han hecho de su sabor.
«Sabe más acerca del sabor del grano de mostaza aquel que ha probado un grano, que el que ha estado toda la vida viendo pasar por delante de su casa caravanas de camellos cargados de sacos de granos mostaza.»
Proverbio árabe
• Frente al conocimiento que confiere sabiduría, hay otro tipo de conocimiento que no implica ninguna transformación esencial en el que conoce ni en su “mundo,” sino que es solo información añadida a la que ya se posee. Si el verdadero conocimiento es un salto cualitativo, un movimiento multidireccional de ampliación, expansión y ahondamiento de la propia conciencia, este último equivale solo a un incremento cuantitativo, epidérmico y lineal de los contenidos de nuestra mente. Lo que hemos denominado explicación y descripción pertenecen, en principio, a esta categoría.
Todas las tradiciones de sabiduría han coincidido en afirmar que nuestra transformación real es una función del conocimiento (pues la modificación de nuestro modo de ser y de actuar que no se sustenta en un incremento de nuestra comprensión es solo hábito, condicionamiento o compulsión) y que el verdadero conocimiento es sinónimo de transformación (es decir, no es el conocimiento