La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé

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La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé Sabiduría Perenne

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que concierne a nuestro ser, la única capaz de satisfacer nuestras necesidades esenciales (y que no ha de ser confundida con la filosofía que se “tiene,” la orientada directa y exclusivamente a la satisfacción de ciertas necesidades existenciales, aunque estas sean tan sutiles como nuestra necesidad psicológica de seguridad).

      La filosofía estrictamente especulativa nos proporciona seguridad psicológica y cierta orientación existencial, pero no nos modifica. En cambio, la filosofía esencial exige, y a la vez posibilita, la conversión de nuestro ser, la ampliación de nuestro nivel de conciencia. Su finalidad es la de favorecer, en un único movimiento, la capacidad de penetración de nuestra mirada interior, nuestra transformación profunda y nuestra realización. Pues somos receptivos a la verdad solo en la medida en que somos “verdaderos”. Solo en la medida en que somos nosotros mismos en profundidad podemos conocer las cosas tal y como son.

      Obviamente, la filosofía que nutre nuestro ser también tiene consecuencias existenciales, pues lo que transforma nuestra esencia transforma toda nuestra existencia de raíz. Pero aquí precisamente está la diferencia: no la modifica en su periferia, sino desde su misma raíz. La filosofía esencial tiene siempre un alcance existencial, pero la filosofía especulativa no tiene siempre un alcance esencial.

      Que uno de los fines de la filosofía esencial sea nuestra transformación profunda no significa que la filosofía sea un medio para lograrla. Si así fuera, la filosofía ya no sería libre pues se habría subordinado a un efecto. Lo que queremos decir es que la dedicación efectiva a la verdad tiene en dicha transformación su síntoma inequívoco. Ambas dimensiones son indisociables: a toda penetración en el corazón de las cosas, a toda comprensión profunda, acompaña un ahondamiento en nosotros mismos que se traduce en una creciente plenitud, libertad interior y serenidad, y en una ampliación de nuestra conciencia. Lo segundo es el signo indiscutible de la presencia de lo primero, y viceversa.

      De todo lo dicho cabe deducir que hay un criterio que nos indica cuándo la filosofía se está orientando de forma efectiva hacia la verdad, cuándo está logrando su objetivo. La señal es la siguiente: la transformación ascendente y permanente de nuestro nivel de conciencia; una transformación que tiene, más tarde o más temprano, claros signos y frutos: la profundidad de nuestra mirada interior, la paz, la alegría esencial y la libertad. Si la actividad filosófica no va acompañada de estos frutos, es que ahí no hubo filosofía esencial sino un ejercicio más o menos brillante de “ajedrez” intelectual.

      Es importante comprender esto. Porque la filosofía, con frecuencia, ha identificado su carácter libre, su no estar subordinada a nada ni a nadie, con el hecho de carecer de toda medida valorativa o criterio correctivo. Si no hay ningún criterio de verdad, todo vale. ¿Por qué lo que una persona piensa y sostiene va a ser menos válido que lo que piensa otra? En estos tiempos estamos habituados a oír hasta la saciedad expresiones del tipo: «yo lo veo así», «para mí es así», etcétera. Todos sospechamos que esas voces no irradian la misma autoridad, pero no nos atrevemos a afirmarlo abiertamente; parece que no seríamos “tolerantes” si así lo hiciéramos. Algo análogo sucede en el mundo del arte. Los criterios, cuando los hay, son aleatorios. Se identifica el carácter libre del arte, equívocamente, con su carencia de todo criterio valorativo estable. Pero la filosofía tiene un criterio de autenticidad, y el arte también. No se trata de criterios externos –puesto que son actividades libres– sino internos.

      Así, una obra de arte que no logre que el contemplador maduro, sensible y receptivo abandone, por un momento, sus actitudes utilitarias y se eleve a una esfera de atención pura y desinteresada; que no favorezca la ampliación de su conciencia; que no le conmueva en lo más profundo con un movimiento no estrictamente sentimental, sino con una emoción que va acompañada de conocimiento (de cierta iluminación o revelación de algún aspecto de la realidad); que no le haga salir de sí mismo, de la angostura de su ego, y le permita superar la vivencia ordinaria del tiempo, etcétera; una obra de arte que no suscite todo esto en el contemplador sensible –decimos– no es genuina. Las supuestas obras de arte que necesitan ir acompañadas de un discurso intelectual para ser valoradas, que nos sorprenden, pero no nos conmueven, que son apreciadas solo por una minoría ideológica… no son auténticas obras de arte.

      A su vez, una filosofía que no tenga un potencial transformador y liberador no es una buena filosofía. Es solo apariencia de conocimiento, pero no conocimiento real. Una filosofía que sea una fábrica de mediocres ilustrados, y no de mejores seres humanos; de pedantes, y no de personas veraces; de intelectuales, y no de sabios; de malabaristas de las palabras y las ideas, pero no de personas capacitadas para el silencio interior y para la visión que solo este proporciona, no es filosofía esencial. Aquí se aplica la expresión evangélica: «por sus frutos los conoceréis».9

      Como ejemplifica con agudeza Epicteto, si queremos ver los progresos de un gimnasta, no le preguntamos por sus pesas sino por el estado de sus músculos. Del mismo modo, si queremos saber si alguien es un verdadero filósofo, no nos vale que nos muestre lo que ha aprendido, su arsenal de erudición, su “tener” o “haber” intelectual, sino lo que ha visto por sí mismo y lo que irradia su propio ser:

      «“¡Tú, ven aquí! ¡Muéstrame tus progresos!” Como si habláramos de un atleta y al decirle: “¡Muéstrame tus hombros!,” me contestara: “¡Mira mis pesas!”. ¡Allá os las compongáis las piedras y tú! Yo quiero ver los resultados de las pesas. “¡Coge el tratado sobre el impulso y mira cómo me lo he leído!” ¡Esclavo! No busco eso, sino cuáles son tus impulsos y tus repulsiones, tus deseos y tus rechazos, cómo te aplicas a los asuntos y cómo te los propones y cómo te preparas, si de acuerdo o en desacuerdo con la naturaleza. Y si es de acuerdo con la naturaleza, muéstramelo y te diré que progresas; pero si es en desacuerdo, vete y no te limites a explicar los libros: escribe tú otros similares».

      EPICTETO10

      Lo que solemos denominar “filosofía” en nuestra cultura se ha apartado tanto de aquel saber transformador y liberador, máximamente útil, que originariamente llevó ese nombre que, de cara a apuntar a este último, quizá convenga –como señalamos en la introducción– acudir a nuevas expresiones. Una de estas bien puede ser la de “sabiduría,” pues todo el mundo asocia este término tanto al conocimiento profundo de la realidad como a la evolución hacia una vida más auténtica. En lo que entendemos de modo habitual por “sabiduría” estas dos dimensiones se encuentran íntimamente unidas.

      La disociación entre filosofía y transformación ha llegado a ser tan aguda en nuestra cultura, que en lo que entendemos en general por filosofía poco queda de sabiduría, de filosofía esencial. La crisis actual de la filosofía está causada en gran medida por la pérdida de su virtualidad transformadora; porque ha pretendido seguir teniendo validez como camino hacia la verdad tras desligarse de lo que constituye su sello de autenticidad y la raíz de su utilidad superior: su capacidad para posibilitar nuestro crecimiento esencial y nuestra liberación interior.

      «Lo honesto [lo íntegro o veraz] es útil, y no hay nada útil que no sea honesto […] Mas lo que propia y verdaderamente se llama honesto se encuentra solamente en los sabios.»

      CICERÓN11

      2. La filosofía como terapia

      «La filosofía no promete al hombre conseguirle algo de lo exterior;

      si no, estaría aceptando algo extraño a su propia materia. Al igual

      que

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