La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé страница 12

La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé Sabiduría Perenne

Скачать книгу

Las ciencias llegaron a considerarse, incluso, garantes de la felicidad de la humanidad. Pero la felicidad está íntimamente unida a la cuestión del sentido, y esta no puede ni siquiera ser rozada por la descripción científica.

      Hubo quienes, a lo largo de la modernidad, no veían con buenos ojos este proceso de entronización de las ciencias y se lamentaban ante lo que calificaban como “desencantamiento del mundo”: todo estaba siendo “explicado;” el misterio que resguardaban las cosas, y que había hecho al hombre antiguo contemplar el mundo con reverencial fascinación, estaba siendo violado. Pero lo cierto es que lo esencial no había sido tocado por la ciencia. El misterio del mundo seguía ahí; sencillamente, el hombre se incapacitaba poco a poco para verlo porque había confundido y nivelado, de manera equivocada, la descripción con la explicación.

      En efecto, ha habido científicos que han admitido que los métodos de la ciencia no pueden revelar el sentido de la realidad; pero también son muchos los que han concluido falazmente de ello que, por lo tanto, dicho sentido no existe. Un reputado científico al que se le preguntó acerca de Dios supuestamente afirmó: «No lo he visto nunca a través de mi microscopio». Más allá de lo discutible o ingenuo que sea determinado concepto de Dios, pretender que el método cuantitativo y experimental de las ciencias físico-naturales sea el único válido en todas las esferas del saber, que los métodos e instrumentos de las ciencias empíricas sean criterios últimos de verdad, es, ciertamente, una manifestación de ingenuidad alarmante. La arrogancia científica puede alcanzar cotas muy altas de puerilidad; pues ¿es posible dudar de la realidad del amor, del bien, de la confianza, de la belleza…, en general, de aquello que proporciona sentido a nuestra vida, una sensación íntima de ajuste con la realidad, por más que todo ello esté fuera del alcance de la descripción científica y sea inaprensible por sus instrumentos?

      La explicación no es la descripción. Ahora bien, una suele acompañar a la otra. Así, cada modelo descriptivo suele presuponer –consciente o inconscientemente– toda una explicación o sistema explicativo. En otras palabras, toda descripción científica se sustenta en una determinada concepción del hombre y el cosmos, lo sepa o no lo sepa, lo reconozca o no. Y es la filosofía de cada tiempo, de cada cultura, la que suele proporcionar los contextos explicativos que condicionan los diversos modelos descriptivos. Por ejemplo, las diferencias a las que aludíamos anteriormente existentes entre la medicina occidental y la medicina tradicional china encuentran su razón última de ser en las diferentes cosmologías o visiones del mundo que presuponen dichas ciencias, y que son las más definitorias de ambas culturas (una cosmología básicamente mecánico-causalista, en el caso del Occidente moderno; una cosmología organicista, en el caso del Oriente tradicional).

      Que la descripción no es ajena a la explicación se advierte también en que, cuando las descripciones de una determinada ciencia alcanzan un cierto grado de complejidad, exigen una modificación del sistema explicativo que las sustentaba. Pensemos, por ejemplo, en cómo, en las primeras décadas del siglo XX, la ciencia física, en virtud de que su modelo descriptivo había llegado a ser altamente complejo, alcanzó un umbral que hizo que la visión del mundo que había sustentado la física clásica quedara obsoleta. Esta cosmovisión –que consideraba la realidad física como un sistema básicamente mecánico respecto al cual el científico era un observador imparcial, capaz de pronosticar los sucesos físicos según leyes deterministas– ya no podía dar cuenta de los descubrimientos de la física relativista o de la física cuántica.

      En general, cuando las descripciones acumuladas por una ciencia alcanzan cierto nivel de sofisticación, puede ocurrir que la visión del mundo en la que se enmarcaban esas descripciones precise ser modificada o ampliada. De hecho, los propios científicos, llegados a este punto, suelen ser tanto científicos como filósofos, pues han de reconstruir nuevas teorías explicativas que otorguen sentido a sus descubrimientos. Los grandes físicos del siglo XX –Einstein, Heisenberg, Schrödinger, Planck, etcétera– han sido, de hecho, profundos pensadores.

      «¿Qué beneficio sacará ése [de la lectura de las obras de los filósofos]? Será más charlatán y más impertinente de lo que es ahora. […] Mostradme un estoico, si tenéis alguno. ¿Dónde o cómo? Pero que digan frasecitas estoicas, millares. […] Entonces, ¿quién es estoico? Igual que llamamos estatua fidíaca a la modelada según el arte de Fidias, así también mostradme uno modelado según la doctrina de la que habla. Mostradme uno enfermo y contento, en peligro y contento, exiliado y contento, desprestigiado y contento. Mostrádmelo.»

      EPICTETO4

      El filósofo que especula y el científico que investiga con instrumentos cada vez más perfeccionados buscan penetrar en los secretos de aquello que han erigido en objeto de su estudio, dejando su propio ser de lado, al margen de su investigación. Ciertamente, uno de estos objetos de estudio puede ser el ser humano, pero en la misma medida en que este se constituye como objeto, poco tiene ya que ver con el ser humano-sujeto que conoce y busca comprender.

      Frente a este tipo de saberes calificaremos a un conocimiento de transformador cuando atañe tanto al objeto conocido como al sujeto conocedor, cuando lo que se conoce y el ser de aquel que conoce están, en dicho conocimiento, concernidos e implicados por igual.

      La explicación y la descripción cifran su atención en ciertos objetos de conocimiento. Al explicar y al describir adquirimos conocimientos objetivos. Solo cuando el conocimiento no se tiene, sino que se es, es decir, se incorpora en el ser del sujeto que conoce modificándolo y enriqueciéndolo decimos que un conocimiento es intrínsecamente transformador.

      Que este tipo de conocimiento se incorpore en el ser del sujeto significa que no produce en este solo cambios superficiales, sino que conlleva una modificación permanente de la vivencia básica que tiene de sí. En otras palabras, se trata de un conocimiento que atañe a nuestra identidad, que posibilita que esta se experimente desde niveles cada vez más profundos y radicales, y, paralelamente, que eso que somos íntimamente se exprese cada vez más y mejor.

      El conocimiento transformador tiene siempre carácter “experiencial“.5 Este término alude a aquellas experiencias en las que no entran en juego solamente una o varias de mis dimensiones (sensorial, mental, emocional…), sino en las que entro en juego yo mismo; dicho de otro modo, alude a las experiencias tras las que no soy el mismo o, más bien, tras las que soy más hondamente yo.

      Decíamos al comienzo de este capítulo que, originariamente, cuando la filosofía era aún sabiduría, filosofía, conocimiento y transformación iban de la mano. En otras palabras, los primeros filósofos consideraban que solo se podía acceder al conocimiento profundo de la realidad, a la dimensión que revelaba su sentido, a través de la modificación radical de uno mismo. La filosofía no era, en aquel tiempo, la actividad de quien, sin ningún compromiso activo por su propia transformación, se dedicaba a elucubrar teorías o hipótesis más o menos plausibles en torno a las cuestiones últimas. El filósofo era, de hecho, el prototipo de ser humano virtuoso. El término “virtud” tenía, a su vez, un sentido diverso del que solemos atribuirle de ordinario: virtuoso no era el que actuaba de una determinada manera sino, más radicalmente, el que estaba en contacto con su propia virtus (= potencia o esencia), con su potencial de ser plenamente humano, con su verdad íntima. La persona sabia era en Grecia la persona virtuosa de un modo análogo a como en Oriente el sabio ha sido, por excelencia, el ser humano libre o liberado. Se consideraba que solo podía alcanzar una mirada objetiva sobre la realidad el hombre máximamente “objetivo,” es decir, el que había trascendido su ego, superado los condicionamientos de su personalidad. Solo

Скачать книгу