La sabiduría recobrada. Mónica Cavallé
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Es habitual que en los manuales de filosofía se califique de “intelectualistas” a aquellas corrientes de pensamiento que postulan, como venimos diciendo, que no hay verdadera virtud sin conocimiento –Sócrates y los estoicos, entre otros, así lo sostuvieron–. Pues bien, esto es un síntoma del reduccionismo que ha sufrido en nuestra cultura la noción de “conocimiento,” y que ha conducido a que se la identifique, sin más, con “conocimiento intelectual”. En efecto, la información registrada solo intelectualmente y las explicaciones o descripciones teóricas no proporcionan por sí mismas virtud. Pero el conocimiento entendido como “comprensión,” como “toma de conciencia,” es la raíz misma de la virtud. Así, por ejemplo, no es el “auto-rebajamiento” lo que hace al humilde, sino la profunda toma de conciencia de sus propios límites ontológicos –que son los de la condición humana–. El que ha accedido a esta comprensión (que no es el que tiene, sin más, la “información” correspondiente) no ha de “cultivar” la virtud de la humildad. No le hace falta. Su comprensión le hace necesariamente humilde. El “cultivo” de una virtud, sin comprensión, es hipocresía. La comprensión, a su vez, hace dicho cultivo innecesario.
«El que comprende es sabio, y el sabio es bueno.»
SÓCRATES6
«Todas las virtudes consisten en comprender.»
ARISTÓTELES7
Toda explicación es tan solo una señal indicadora
Decíamos que la actividad filosófica está íntimamente relacionada con lo que hemos denominado “explicación”. Ahora bien, hemos afirmado asimismo que la filosofía esencial busca acceder a un tipo de “comprensión” que es cualitativamente diversa de la explicación. ¿Cómo se pueden armonizar ambas afirmaciones?
Quien ha comprendido puede “traducir” su comprensión en una explicación. Y esta traducción –en la que consiste gran parte de la actividad filosófica– es perfectamente legítima siempre que se sepa que la comprensión y la explicación pertenecen a niveles cualitativamente diferentes.
La explicación equivale siempre a una concepción o “imagen” del mundo. Esta suele proporcionar al yo una sensación provisional de seguridad, de significado. La explicación es lo más definitorio de las “filosofías del estar” (las que, recordemos, se orientan exclusivamente a satisfacer nuestras necesidades existenciales), pues la necesitamos para estar en el mundo. Difícilmente el hombre puede desenvolverse en él sin una cosmovisión que proporcione orientación a sus acciones, así como significado y orden a su vida, que le permita saber cuál es su lugar en el mundo y qué debe hacer o no hacer, esperar o no esperar. Ahora bien, esta explicación o concepción del mundo no implica de suyo un ahondamiento de nuestra visión interior, un crecimiento de nuestra capacidad de comprensión, ni nos desvela los más íntimos secretos de la realidad. Como ha observado Alfred Korzybski: «un mapa no es el territorio que representa». El mapa teórico con el que nos representamos la realidad no es la realidad, del mismo modo en que la palabra fuego no quema. El mapa puede sernos útil, sin duda, pero solo en la medida en que sepamos que es un mapa y que su valor es exclusivamente instrumental y orientativo. Por eso, los verdaderos sabios suelen traducir su comprensión en explicaciones paradójicas, flexibles, que otorgan luz a modo de relámpagos intuitivos, pero que no conceden un sosiego burgués a la mente, ni le permiten –como sí lo hacen las sistematizaciones cerradas y lógicamente estructuradas– quedar prematuramente satisfecha.
La explicación no se sostiene por sí misma; sin “visión,” no proporciona conocimiento real. La explicación filosófica es legítima cuando se relativiza y se considera solo una “indicación” o “señal indicadora,” una invitación a la comprensión/transformación; no lo es cuando busca sustituir a esta última, es decir, cuando se le otorga un valor absoluto o autónomo.
El que comprende no accede, sin más, a una nueva información, a un nuevo tipo de ideas o creencias sobre la realidad; sencillamente ha ahondado en su propio ser, y su visión se ha ahondado con él; no ve el mundo del mismo modo ni él es el mismo. Esa comprensión la encarna, es parte de él, la lleva consigo. Y no como una idea o serie de ideas en su mente –pues ha soltado todos los “mapas”–, sino como calidad y hondura en su propio ser y como capacidad de penetración en su visión. Solo el que comprende es libre: no tiene nada que defender ni nada a lo que aferrarse; no necesita convencer a otros para de este modo exorcizar en sí mismo la inseguridad o la duda. El sabio, el verdadero filósofo, no vive de ideas, no busca en ellas la luz; él es una luz para sí mismo.
Las explicaciones, sistemas o ideas a los que se otorga un valor absoluto son, por el contrario, algo externo al yo que este precisa aferrar. Buscamos acceder así a la seguridad que proporciona la “posesión” de significados, eludiendo pagar el precio que conlleva la verdadera experiencia del sentido profundo de la existencia: el de la desnudez y el adentramiento en lo desconocido.
Las pseudoexplicaciones (las que olvidan su carácter meramente indicativo) confunden “sentido” con “fijeza”. En un mundo en permanente cambio proporcionan un agarradero mental fijo, estable e internamente ordenado, que permite ahuyentar la experiencia del caos, la inseguridad y el temor. Pero el que comprende ha encontrado la seguridad precisamente a través de la aceptación del cambio. Sabe que la Vida no tiene sentido, como pretenden los “explicadores,” puesto que Ella, en sí misma, es el sentido; que este no es algo que quepa explicar o poseer, sino solo encarnar o experienciar; que solo sabe realmente de él quien se sumerge en la Vida, quien conscientemente fluye, crece, eclosiona, muere, renace y se transforma con Ella.
La explicación nos otorga un sucedáneo del sentido de la vida. Solo la comprensión (la unión íntima de conocimiento y transformación) nos hace uno con él.
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