El Celler de Can Roca. Jordi Roca
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Celler de Can Roca - Jordi Roca страница 6
Jordi termina la educación básica y no se plantea seguir con los estudios de bachillerato. Ni le gusta estudiar, ni le van bien los estudios: «Lo hacía todo por obligación, me daba igual, era lo que había aprendido en casa. Mis hermanos lo habían deseado, se lo ganaban. En cambio yo no tenía un proyecto propio. Estaba en medio, entre mis padres y mis hermanos.
Me sentía responsable, porque tenía que demostrar algo». Las circunstancias le añaden más presión, porque en la Escuela de Hostelería, donde comienza con 14 años, su hermano ya es todo un referente, buen estudiante y buen profesor. «Tener a mi hermano de profesor era incómodo para ambos. Joan no quería que nadie pensara que me favorecía, y por eso me infravaloraba oficialmente, aunque él pensara otra cosa. Me ponía notas más bajas de las que me merecía». En clase los dos hermanos casi no se hablan, guardan las distancias y mantienen una relación un poco extraña.
Jordi recuerda especialmente un trimestre en el que lo suspende todo excepto gimnasia. Pero se rompe los codos y tiene tantas ganas de aprobar que en un par de meses recupera todas las asignaturas: esta es la prueba de que si no saca mejores notas en los estudios no es por falta de capacidad sino por falta de interés. La bronca en casa es monumental, pero le sirve para darse cuenta de que está malgastando el tiempo en la Escuela.
Durante estos años Jordi es el chico para todo de Can Roca y echa una mano donde haga falta. «Los fines de semana éramos cuatro camareros, todos de la familia. Yo era un niño y siempre pringaba. Ni me planteaba estar en la cocina. Me parecía un mundo tan complicado, y tan prohibido. Era un mundo aparte». Llega el momento de ayudar a los hermanos y, durante un verano, prueba la sala de El Celler. «Tenía 18 años y terminaba de trabajar a las tres de la madrugada. Pero yo quería salir de fiesta… Me di cuenta de que los cocineros terminaban a las doce y decidí que me gustaba más la cocina. ¡Por eso me pasé a la cocina!». Jordi continúa sin rumbo, y toma un camino u otro por circunstancias externas, poco convencido de lo que hace, sin encontrar su espacio. Para ayudar a que lo encuentre, Joan piensa que lo que le conviene al hermano pequeño es salir de casa, trabajar en otro ambiente. Lo envía al Hotel Aiguablava de Begur. «Hice la temporada de verano sin tener ni un día de fiesta, trabajando desde las ocho de la mañana hasta las dos de la madrugada. Y esta primera experiencia laboral fuera del ambiente familiar tuvo su efecto, porque fue entonces cuando me di cuenta de lo bien que se estaba en casa». Y vuelve a casa, donde poco después aparece Damian Allsop, que tendrá una importancia crucial en la formación del triángulo Roca.
EL PRIMER CELLER: 1986-1997
Joan tiene 22 años y acaba de volver del servicio militar. Ha tenido que preparar tantas tortillas a la francesa para el capitán general de Valencia, que tiene más claro que nunca que él quiere cocinar de verdad. A Josep, con 20 años, le comunican que es excedente de cupo y que, por lo tanto, no tendrá que vestirse de soldado. Es el momento. Los dos están en casa, los dos han terminado sus estudios de hostelería y a los dos les ronda por la cabeza la idea de abrir un restaurante gastronómico, sin saber muy bien qué quiere decir eso.
«Para nosotros era simplemente hacer algo más divertido de lo que hacían nuestros padres, el mismo menú que todavía hacen hoy: lunes arroz a la cubana, martes macarrones», apunta Joan.
«En la Escuela habíamos aprendido la demi-glace, la salsa holandesa, la tártara, todo lo que representa la cocina de Escoffier y la cocina académica más potente de finales del siglo XIX y principios del XX. Empezamos con la voluntad de mostrar a la gente todo lo que habíamos aprendido. Es un gran cambio pasar de hacer una ensalada verde o una ensalada catalana a una ensalada de gambas con vinagreta de frambuesa. Es extraordinario, no tiene nada que ver una cosa con la otra», matiza Josep.
Los dos hermanos quieren, sobre todo, que la gente disfrute de la experiencia de comer en El Celler: «Nosotros veíamos que la gente en casa disfrutaba. Aunque comieran un menú de mil pesetas eran felices. Y queríamos lo mismo. Que la gente comiera bien y se lo pasara bien. Y poco a poco lo fuimos construyendo».
Piden permiso a sus padres para poner en marcha su propio proyecto en la casa que unos años antes les habían comprado justo al lado de Can Roca, para cuando se casaran. Y efectivamente, Joan y Josep se casan, pero el primer matrimonio que presencian aquellas paredes es el de los dos hermanos mayores con la cocina. «Jamás pensé en poner un restaurante allí. No entraba en mis planes. Pero mis hijos me tumbaron los planes y también la casa», reconoce, divertida, Montserrat, la madre.
Abrir un restaurante gastronómico a mediados de los años ochenta y en un barrio obrero de las afueras de Girona parece una idea de locos. Una línea de barracones provisionales, construidos para acoger a los inmigrantes que llegaban del sur de España, separa el barrio de Taialà de la Girona acomodada. «Para la gente era una frontera difícil de traspasar. Nuestro barrio, en definitiva, no era más que una tierra de acogida e inmigración. Estábamos entre Sant Gregori, que era un pueblo de toda la vida, de pagès autóctono, y la Girona de la burguesía más íntima e introvertida. La gente tenía que hacer un gran esfuerzo para venir a vernos», apunta Josep.
La madre intenta entenderlo y los anima: «El esfuerzo, el sacrificio y, sobre todo, la valentía son valores que hemos aprendido de nuestra madre. Ella nos ha animado a seguir adelante, entiende el concepto de “audacia”, nuestro padre no. Él, en aquel momento, estaba desconcertado: tenían un restaurante que funcionaba bien con tres servicios diarios. Le parecía absurdo hacer algo diferente», recuerda Joan. «El jefe» —Josep Roca padre— siempre ha sido un hombre pragmático. Conductor de autobús, suya es la idea de abrir Can Roca justo delante de una de las paradas por donde pasa cada día, porque ve que el ir y venir de gente puede ser una oportunidad de negocio. Y ahora que la casa de comidas funciona perfectamente y se llena cada día, los niños, que han estudiado para continuar el oficio, quieren abrir otro establecimiento al lado. No le queda otra que preguntarse si han perdido el juicio.
A pesar de las dudas, las reticencias familiares y la poca lógica que pueda tener a priori la idea, Joan y Josep la ponen en marcha. Con sus propias manos y la ilusión de empieza a gestar, inician las obras: «Echamos abajo los cuatro tabiques que separaban las habitaciones, se veía la marca de las paredes en el suelo, que tapamos con Griffi; ¡toda la obra era un auténtico churro!». Joan recuerda con una media sonrisa aquel churro entrañable que era el primer Celler, decorado también por ellos mismos, con plantas colgadas por toda la sala y unas luces con borlas que desempolvan de algún baúl.
Y un día del mes de agosto de 1986 el sueño da el primer paso para convertirse en realidad: El Celler de Can Roca abre sus puertas. «No recordamos el día que abrimos. Seguramente fue el día en que nos pusieron un neón que decía “El Celler de Can Roca”. Y no entró nadie». Es significativo que, como dice Joan, no recuerden la fecha, porque da una idea de la inocencia, la sencillez y la humildad con la que ponen en marcha aquel primer restaurante propio sin pensar que crecerá y sin ningún tipo de pretensión. «No nos parecía que la fecha fuera importante, no queríamos hacer una inauguración, no queríamos decirlo a la gente. Pensamos que teníamos que abrir a nuestra manera y que luego ya vendrían los clientes. Sabíamos que si no salía bien, podíamos volver al restaurante de nuestros padres», explica Josep, que, por el contrario, recuerda perfectamente quién fue el primero en entrar en el nuevo local: «Fue el entonces alcalde de