El Celler de Can Roca. Jordi Roca
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También en 1992 los visita por primera vez Rafael García Santos, una comida que Josep recuerda perfectamente. «Después de seis años, por primera vez, viene alguien a comer a casa y me describe cómo es mi hermano tal y como yo pienso que es. Es la primera vez que tropiezo con un crítico coherente, consciente, con talento y con una profundidad de cata que nunca antes había visto. Descubro la verdadera crítica gastronómica. Probablemente es el personaje más visionario de la cocina en aquel momento».
A partir de entonces comienzan a tener ya una sensación de reconocimiento y un concepto gastronómico puro. No hay una necesidad angustiante de conseguir estrellas Michelin, porque saborean lo que está pasando en la gastronomía catalana. En 1995, la cocina al vacío de Joan —con la utilización del Roner diseñado por él mismo, junto con Narcís Caner y Salvador Brugués, que permite la cocción a baja temperatura— sale a escena en la carta del restaurante con un plato que se convierte en toda una referencia: el BACALAO TIBIO CON ESPINACAS, CREMA DE IDIAZÁBAL, PIÑONES Y REDUCCIÓN DE PEDRO XIMÉNEZ. La nueva técnica supone una auténtica revolución en los métodos de cocción de los alimentos y abre muchas puertas para el futuro del restaurante y de la alta gastronomía.
La primera estrella Michelin, que llega por fin en 1995, los encuentra con los deberes hechos. «Aquello fue una ilusión tremenda. Fue un hito histórico. La primera estrella te posiciona en el mapa gastronómico y la conseguimos en unas condiciones muy precarias», explica Joan. Josep, en cambio, está convencido de que aquella primera estrella no es tan importante, para el entorno de Girona, como la participación de El Celler en la elaboración del menú de boda de la infanta Elena de Borbón en Sevilla. «En Girona nadie sabía lo que era la estrella Michelin. En cambio, la gente —republicanos, independentistas, convergentes o socialistas— estaba muy contenta porque era la boda de la primera infanta y los Roca estaban cocinando en Sevilla. Esta boda nos hace salir en los medios de comunicación. Ahora estamos muy acostumbrados, pero en aquel momento, que un cocinero saliera en la tele era algo muy excepcional».
Lo más importante para los hermanos Roca, sin embargo, es la confianza que ya se han ganado de los clientes. «El punto álgido de un cocinero es cuando el cliente confía en él y va al restaurante a ser feliz. Esto lo es todo, porque te da margen para la creatividad, pero también para el juego y para establecer este diálogo y este compromiso que da sentido a tu trabajo, y que tanto nos gusta», apunta Joan.
Con este gran paso, se pone de manifiesto la necesidad, cada vez más urgente, de tener una cocina más amplia y con mejores infraestructuras. Y se pone en marcha el segundo Celler de Can Roca.
EL SEGUNDO CELLER: 1997-2007
Hace once años que Joan y Josep han abierto el restaurante. La casita contigua a Can Roca les ha servido —a pesar de tener todos los elementos en contra— no solo para poner en marcha el proyecto, sino también para situarse en el panorama gastronómico y conseguir una estrella Michelin. Sin embargo, cada vez les resulta más difícil seguir avanzando: chocan con las cuatro paredes de aquella pequeña cocina de tan solo treinta metros cuadrados, donde empezaron a trabajar dos personas y en la que ahora ya son siete u ocho. No es que no puedan hacer su trabajo, es que prácticamente no se pueden mover. Dependen de la cocina de los padres para poder funcionar: su madre enrolla canelones rodeada de camareros engalanados que pasan y vuelven a pasar, y los cocineros del otro lado le sacan del fuego el arroz porque lo necesitan para hacer un caramelo de aceite de oliva. Las copas Riedel se lavan en la pila de la barra del bar y un codazo involuntario de un cliente, entre barreja y carajillo, siempre acaba rompiendo alguna.
«Las necesidades y el crecimiento siempre los hemos marcado nosotros mismos. Hemos querido mejorar por nuestra propia exigencia», afirma Joan. Los reconocimientos de las guías gastronómicas y la llegada de la crítica no son los únicos factores que marcan una ampliación del espacio; ellos mismos quieren continuar evolucionando y comienzan a estudiar las mejores opciones para hacerlo.
En 1993 los hermanos compran la Torre de Can Sunyer con vistas a trasladarse allí algún día. Estamos en plena crisis financiera de los años noventa, con los intereses al dieciséis por ciento, y se ven obligados a buscar salidas para enjugar la deuda con el banco, como explica Joan: «Para pagar el crédito se nos ocurrió ofrecer banquetes en esta finca y es lo que hicimos durante dieciséis años. Trabajábamos siete días a la semana: de lunes a viernes en el restaurante y los fines de semana celebrando bodas y comuniones. Decidimos ahorrar para no tener cargas financieras en un futuro y estuvimos diez años sin descansar, fueron unos años muy duros».
De hecho, la idea inicial cuando compran la torre no es que solamente se celebren banquetes, sino que se puedan compaginar con el día a día del restaurante. Pero Josep tiene grabada con fuego en la memoria la fecha en que comprenden que esto es inviable: «El 12 de febrero de 1995, con el primer banquete, nos damos cuenta de que lo que queremos hacer es imposible. El espacio es insuficiente, la intimidad de una boda es contraproducente con lo que representa un servicio a la carta. Y es un momento de decepción, un sueño frustrado».
Con esta frustración, la clave para salir adelante y no desanimarse es la paciencia, una de las virtudes más importantes de los Roca a lo largo de toda su trayectoria. Ir poco a poco, respirar profundamente, paso a paso, es lo que les ayuda a plantear cuál es la mejor solución a las carencias de aquel momento. Son conscientes de que no tienen aún suficientes recursos propios para hacer un traslado definitivo, y después de la deuda que han tenido que asumir con la compra de la torre, no quieren jugar excesivamente con los bancos. La cuestión es no perder la libertad para elaborar su cocina, es decir, no tener que hacer concesiones a conceptos más comerciales de la gastronomía, que seguramente les aportarían más beneficios económicos pero no la satisfacción personal y profesional que siempre buscan.
Surge de esta manera la idea de reinvertir los ahorros en una remodelación y ampliación de El Celler. Joan confiesa que esta decisión, al menos para él, no es el final del recorrido, sino simplemente una etapa más antes de llegar a la cima: «Aún no era el momento de que el sueño se hiciera realidad. Hicimos una concesión al tiempo, fuimos prudentes, y decidimos poner en marcha esta reforma. Fue un punto de inflexión importante, un cambio de estructura Pero lo cierto es que ya intuíamos que las limitaciones volverían. Sabíamos que más adelante tendríamos que dar otro paso». Pero a pesar de esta mirada de reojo al futuro, quieren que el nuevo emplazamiento parezca definitivo, que tanto el público como la profesión lo vean como un cambio madurado, fruto de la reflexión. Idealismo y prudencia vuelven a ser las bases de la evolución de los hermanos.
El proyecto de remodelación se encarga a un interiorista de Girona, Joan Bosch, que entiende desde el principio las necesidades del restaurante. Durante los tres meses de albañiles, carpinteros y electricistas la actividad se traslada a la Torre de Can Sunyer, en una especie de ensayo premonitorio. Joan reconoce que la mejora es sustancial: «Conseguimos que el espacio fuera intimista, que fuera confortable, que fuera cálido, que no fuera suntuoso, que fuera austero pero al mismo tiempo elegante, y que se integrara bien. Una de las ventajas que tenía aquel espacio era que todo era muy compacto: la cocina, la sala e incluso la pequeña bodega de uso diario estaban juntas».
El segundo Celler de Can Roca supone cambios muy significativos en la organización del trabajo, comenzando por la incorporación de más personal, que permite, por fin, organizar la cocina en partidas, como en todos los grandes establecimientos gastronómicos. Joan exclama cuando compara el antes y el después: «¡En el primer Celler había una persona que hacía calientes y otra que hacía fríos! Sin embargo, ahora ya podemos tener partida de carnes, pescados, entrantes y postres. Es decir, comenzamos a articular una cocina con una brigada