El Celler de Can Roca. Jordi Roca
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En aquellos tiempos las funciones de cada uno aún no están del todo definidas, hay que arremangarse y echar una mano donde sea necesario. Josep no solo se encarga de la sala sino también de los pedidos, y se pone la chaqueta corta si es menester, sin dejar de lado nunca su carácter: «Entraba en la cocina para ayudar donde hiciera falta. Intentaba combinar el pelar patatas con la máquina peladora y jugar al fútbol dentro de la cocina, porque sabía que tardaba equis minutos por patata. Al principio la cuestión es ayudar, sacar la energía de donde sea». Lo cierto es que se atreve a hacer mucho más que pelar patatas. Cuando Joan empieza la docencia en la Escuela de Hostelería de Girona, es él quien organiza la mise en place, siempre bajo la dirección culinaria de su hermano mayor.
El primer plato de El Celler es la MERLUZA A LA VINAGRETA DE AJO Y ROMERO, inspirado en un viaje que Joan ha hecho a Euskadi pocas semanas antes de abrir el restaurante. En las primeras cartas se ven claramente las influencias de esta cocina tradicional pero también de los platos clásicos franceses, mucho más barrocos, que han aprendido de los libros, como la LUBINA RELLENA DE MARISCO: «Pobre lubina ¡cómo la maltratábamos! Recuerdo que le quitábamos la espina, la rellenábamos de una pasta de marisco, la albardábamos y, por si fuera poco, la cortábamos en rodajas y después la volvíamos a calentar y echábamos por encima una salsa al vino blanco. La gente alucinaba. Era un plato nuevo y muy elaborado, nada habitual». En aquel tiempo la gente está acostumbrada a comer y cocinar calamares rellenos, pero nunca una lubina como la que empiezan a ofrecer los Roca. Es alta cocina, en un momento en que en Girona aún no hay una cultura gastronómica.
Los gerundenses que prueban el primer Celler de Can Roca se sorprenden también con el POLLO CON GAMBAS O EL FIDEUEJAT CON ALMEJAS, una interpretación de la fideuà que han aprendido en casa pero que todavía no es habitual en los restaurantes. De aquellos primeros años de experimentación destacan también el PARMENTIER DE BOGAVANTE (1988) o el CARPACCIO DE MANITAS DE CERDO (1989). Más adelante, aparecerá el TIMBAL DE MANZANA Y FOIE GRAS CON ACEITE DE VAINILLA (1996), una de las creaciones más destacadas y trabajadas de la historia del restaurante.
La traca final de las comidas en aquella época es el carro de los postres, un lujo que hace años que ofrecen otros establecimientos de renombre como El Bulli o el Hotel Empordà. Los pasteles, mousses, flanes, cremas y frutas se presentan al comensal como un espectáculo de frescura y dulzura, con una ornamentación especial. Jordi aún es un niño cuando los hermanos preparan estas exquisiteces, pero ya se siente atraído por ellas: cuando sale del colegio lo primero que hace al llegar a casa es pasar por la cocina de El Celler y merendar una pequeña porción de algún pastel que haya sobrado del mediodía. Aún no se imagina que él será quien un día revolucione esta parte de la cocina del restaurante.
El Celler impresiona también a los clientes de los inicios cuando incorpora rituales del servicio de sala francés, como pelar una naranja con tenedor y cuchillo ante el comensal, toda una sorpresa para los sentidos en aquellos años ochenta. Es la época de los dibujos con cremas y coulis en los postres preparados delante del cliente, unas ornamentaciones que prepara Encarna, la mujer de Josep, que se incorpora al restaurante en 1987.
En verano de 1989, Joan pasa un mes y medio en la partida fría de El Bulli y se da cuenta de lo que está empezando a pasar en Cala Montjoi. Son años de grandes inquietudes, de viajar, de practicar, de experimentar, de tratar con otros compañeros de profesión y de sentar las bases de lo que será el futuro de la alta gastronomía en Cataluña y en el mundo. Pero también son años de inseguridad, porque mientras la casa de comidas de toda la vida de los padres se llena hasta los topes en cada servicio, en el nuevo restaurante no entra nadie. Josep, capaz de ver la parte positiva de todo, aprovecha las horas muertas para jugar al futbolín que han instalado en un apartado de la sala: «Se lo regalaron a Jordi y nos lo quedamos nosotros. Lo pusimos en el comedor del fondo, que normalmente no se llenaba y lo habíamos preparado como espacio de juego. ¡Incluso nos molestaba que viniera gente cuando la partida estaba muy emocionante!».
Entre mediados y finales de los años ochenta empiezan a llegar a Cataluña noticias de la nueva cocina vasca y de la consolidación de la Nouvelle Cuisine francesa. En 1991 los dos hermanos emprenden un viaje por las mejores cocinas del país vecino que resultará revelador. «Cuando vamos al Pic de Valence o als Troisgros de Roanne, los grandes tres estrellas de Francia, empezamos a tener un sueño, nos reafirmamos. Es cuando ves que tú quieres ser esto, que quieres ser cocinero, ¡que aquella gente se lo pasa bomba!», explica convencido Joan. Los Roca han estudiado la gran cocina francesa pero nunca han visto una de cerca. Y su primera experiencia les fascina, les cautiva, les deja boquiabiertos. Son restaurantes con grandes infraestructuras, con partidas bien organizadas, con una concepción mucho más elevada de lo que es cocinar y también de lo que es comer. «Nos damos cuenta de que los clientes en estos restaurantes son mucho más felices, y los cocineros seguramente también porque tienen muchos más medios, más recursos, la estructura ideal, trabajan con los mejores productos. Cuando visualizas el sueño, lo persigues», comenta entusiasmado Joan.
Y Josep coincide, fascinado sobre todo por las imágenes de la visita al restaurante del abuelo Pic (André Pic, tres estrellas Michelin desde 1934): «Ver al abuelo Pic fue como ver al Papa. No sé qué sienten los cristianos muy devotos cuando ven al Santo Padre, pero yo tuve la sensación de conocer a alguien muy importante. Si intento recuperar referentes con los que he estado cara a cara, te diría en primer lugar Dalí y después Monsieur Pic».
De aquel día, Josep recuerda especialmente los helados que descubrió: «No eran ni de bola, ni de cucurucho, ni de barra. Eran un parfait helado, en forma de rectángulo, pero que no cristalizaba. Aquello en los años ochenta me pareció algo alucinante, un helado frío, con textura de crema». Pero no solo le cautiva aquel helado, sino la gran diferencia que aprecia a primera vista en el nivel gastronómico francés. «Parámetros de sabor, de interpretación, de calidad de productos, de textura en las salsas, de estética, de exageración en el surtido de panes, de quesos, con tres sommeliers a nuestro servicio, con una decoración en cada plato, con un cambio de cubiertos en los postres, con cubiertos dorados. Era la excelencia en la restauración. Nos hizo despertar los sentidos, era un mundo que queríamos hacer nuestro».
Cuando visualizan el sueño, efectivamente, lo persiguen. Es un mundo que quieren hacer suyo. De repente, el camino que se debe seguir está claro, cualquier obstáculo desaparece. El deseo es compartido entre los dos y se lanzan, de cabeza, a por él.
Y poco a poco, por error o por curiosidad, empiezan a entrar comensales. El restaurante se va consolidando y las mesas se llenan de clientes. La ciudad de Girona empieza a apreciar lo que han creado los dos hermanos y el runrún de un posible reconocimiento de la Michelin se va escuchando cada vez con más intensidad. En 1991, por primera vez, un inspector de la prestigiosa guía francesa intenta visitar El Celler de Can Roca. Lo intenta y no lo consigue porque quizás, en esta ocasión, también es el destino quien decide que aún no es el momento de una primera estrella: el crítico se equivoca y entra en la casa de comidas de los padres en lugar de ir al restaurante gastronómico de los hijos.
Al año siguiente, no obstante, regresa y esta vez acierta la puerta. Josep, que en aquel momento no sabe que habla con Victoriano Porto Canosa, uno de los capos más importantes de la Michelin, le sirve un estofado de chipirones