El Celler de Can Roca. Jordi Roca
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«Es divertido y curioso porque tengo la suerte de estar cerca de dos hermanos en los que tengo plena confianza, y que además son dos cracks». Jordi siempre ha admirado a sus hermanos y le continúan fascinando ahora que comparte con ellos reconocimiento y prestigio. Esta devoción que en algún momento de la adolescencia le pesa, ahora se convierte en un motivo más para valorar el trabajo que hace y apreciar la oportunidad de aprendizaje constante que le aportan: «Tienen una sabiduría adquirida con el tiempo, de la relación con la gente. Saben mucho de todo. Es más importante aprender esta sabiduría que tienen Pitu y Joan, que las combinaciones de productos o técnicas».
Ahora bien, en este triángulo de los Roca la juventud y la frescura de Jordi también han sido clave. Él mismo lo explica con socarronería: «Si yo no estuviera, en El Celler todo sería más aburrido. Se lo pasan muy bien conmigo, les explico las cosas que me pasan, bromeo. Además, cuando te haces mayor pierdes la perspectiva de lo que pasa en la generación que viene detrás y como los cocineros del restaurante tienen mi edad, soy yo quien mantiene la relación con ellos. Para Joan y Pitu soy el puente de unión con el equipo más joven».
Las batallas a tres bandas, en general, en la vida, se ganan por dos a uno, pero en El Celler no es así. Las disputas de Can Roca las gana la minoría. Cuando hay uno que no está de acuerdo con sus hermanos, siempre acaba convenciéndolos. Es una relación fraternal muy «democrática», según Jordi, convencido de esta teoría: «Las voluntades individuales y los sueños de cada uno se llevan a cabo, se hacen realidad».
Josep, que gracias a esta democracia de minorías ha podido hacer realidad su santuario del vino, define el triángulo creado con estas palabras: «Si El Celler de Can Roca fuera un vino, sería un cava. Un vino espumoso hecho aquí, bajo el sol mediterráneo, con las tres variedades propias, de vieja raíz y nueva savia.
»A partir de un mosto flor franco, un vino de base humilde (el restaurante de nuestros padres, Can Roca, una excelente casa de comidas popular) se acoge a una segunda oportunidad, un cambio de ciclo. Un caldo de cultivo que es la familia y la formación (en la querida Escuela de Hostelería de Girona) y un segundo proyecto, de larga crianza, que adquiere sus mejores cualidades con la madurez. No hay una sensación repentina, sino una serenidad brillante y una burbuja pequeña, de calidad. Una larga crianza que también se expresa en el ámbito cromático y potencia los sabores.
»Pureza, identidad, variedades y vínculos muy bien formados de las tres: la estructura, la capacidad de largo recorrido, el esqueleto, es el xarel·lo, Joan; el perfume, la fruta, la búsqueda de cambios con calidez, los aromas más anisados de bonanza, los aporta el macabeo, Josep; y la parte más fresca, viva, brillante, incluso conmovedora, del parellada, es Jordi»1.
Joan juega al mismo juego y reflexiona: «Si El Celler fuera un plato, podría ser una creación reciente, como el CORDERO CON PAN CON TOMATE. Porque es nuevo pero arranca en los recuerdos de la infancia. Porque incorpora la reflexión (por ejemplo a partir del conocimiento de tratamientos orientales, como el pato laqueado a la pequinesa, donde lo importante es la piel) y también recoge el testigo de vivencias personales (el aroma del comino, experimentado en viajes por el norte de África). Comienza con el trabajo de investigación de un producto interesante (el cordero es de raza ripollesa, una muestra de la poca ganadería de linaje antiguo que aún se conserva en nuestro país). Combina el saber hacer tradicional con la implementación experimental de los últimos recursos técnicos, la cocción a temperatura controlada (en la cual El Celler es un referente porque desde hace años lleva a cabo investigaciones, desarrollando tecnología y colaborando con científicos). Pero también existe el juego (el pan con tomate está dentro y el cordero fuera), el aspecto más imaginativo y lúdico»2.
Al hermano pequeño, Jordi, le toca pensar cuál de sus postres podría definir El Celler: «Quizás ANARQUÍA (un postre muy complejo y trabajado, una paleta desordenada con decenas de componentes diferentes que el comensal y el azar combinan como les parece, un caos generador de nuevas experiencias organolépticas personalizadas). Para mí este plato significa que todo es posible, que —al menos en principio— todo puede funcionar. Quiere decir no poner límites entre lo dulce, lo salado y lo líquido. También expresa la libertad, que es como yo veo El Celler desde mi perspectiva. Quizá porque en el mundo de la pastelería de restaurante hay menos referencias —y lo que no está es lo que puede ser—, demuestra que la armonía a menudo proviene de fuentes culturales o heredadas. El plato nació un día en que los tres estábamos analizando cómo construir un consomé de perretxikos con aguacate y buscábamos los porqués de todo, de cada ingrediente, de cada técnica, de forma obsesiva. En aquel momento se me ocurrió: ¿por qué tiene que haber un porqué? No hay que reflexionar tanto. Esto encendió la mecha. Sí, la libertad. El “¿y por qué no?”»3.
1. MASSANÉS, T. «El Celler de Can Roca; un restaurant que enlluerna». Què fem? Barcelona: La Vanguardia, 28 de noviembre de 2008.
2. Ibíd.
3. Ibíd.
LA GESTACIÓN DEL SUEÑO
Así como en 1997 hay una necesidad de dejar la primera cocina y hacer una remodelación importante del espacio, diez años más tarde la reforma se ha quedado pequeña y la precariedad vuelve a ser un impedimento. Jordi está al frente de una partida de postres que llega a tener cinco personas, pero con capacidad física solo para tres: los otros dos cocineros tienen que trabajar en la cocina de Can Roca. Solo disponen de una mesa de un metro y medio de largo, con una nevera debajo y un horno colgado en la pared. Para calentar algún ingrediente en el microondas o para montar la nata, tienen que ir a la cocina de los padres. Algo tan necesario en pastelería —y tan delicado— como atemperar el chocolate se convierte en toda una odisea: lo tienen que hacer por la mañana, en el comedor, con el aire acondicionado a la máxima potencia. «Había días en los que me levantaba optimista e intentaba pensar que, con esta dispersión de infraestructuras y maquinaria, era como tener un obrador de cincuenta metros cuadrados solo para mí. Pero después volvía a poner los pies en la tierra y me daba cuenta de que esto no era real. Me las ingeniaba, me organizaba como podía, y aprendí el rigor del orden», recuerda Jordi. Lo cierto es que dispone de un espacio ideado para elaborar un carro de postres como el de los inicios, con una superficie muy limitada y donde hace mucho calor.
El stock de vinos de Josep va creciendo con los años y, por falta de espacio, su colección de referencias se va desperdigando por garajes y locales próximos a El Celler, alquilados para este fin. Con su memoria proverbial, Josep es el único capaz de recordar que el Borgoña queda dos calles más arriba y que los Riesling reposan en el aparcamiento de atrás. La bodega se convierte, así,