El Celler de Can Roca. Jordi Roca
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La sala de la cava de puros se abre a la derecha del acceso. Es una sala rectangular, con la cava y la bodega en los extremos y la transparencia al comedor y jardín en las paredes longitudinales. Es un escaparate, una caja blanca, donde solo el contrapunto del color vino del mobiliario rompe esta serenidad. Desde este espacio de reposo y contemplación, con una situación privilegiada, se crea el juego de miradas cruzadas de la gente que llega o se va, de la gente que disfruta del comedor.
Se accede al comedor a través del volumen blanco de recepción por dos rampas estrechas y largas y se llega a la gran sala presidida por el patio triangular central. La primera visión tangencial del patio organiza los recorridos a su alrededor y deja las mesas solo en dos de los lados y alejadas hacia el perímetro de la sala; el ajetreo de los camareros discurre así alrededor de esta caja de luz. Al igual que el follaje de los abedules plantados en el nuevo jardín, la sala juega con esta dualidad de tonos; el revestimiento de madera de roble de las paredes con delgas ligeramente inclinadas crea una doble visión blanco-roble según el sentido del recorrido. Esta combinación de blanco brillante y madera de roble viste toda la sala: el techo, el suelo y el mobiliario.
Desde el vestíbulo aparece otra vez, al fondo, la imagen del tercer jardín. El primero de bienvenida, el segundo de contemplación e introspección y el último de ensayo y creación. Allí, detrás de la cocina, se esconden el huerto y las plantas aromáticas, cómplices de la experimentación culinaria y las esencias. Al principio del antiguo porche curvado, una superposición y sucesión de planos inclinados de espejo esconden los servicios y oficinas que se muestran en el reflejo del jardín posterior de la torre. Y a medida que se avanza hacia ellos, dejan entrever la nueva bodega.
Cinco grandes cajas de madera desorganizadas sobre el jardín posterior penetran en el cerramiento del antiguo porche curvado simulando el baile de cajas de vinos que esperan ser abiertas para saborear su contenido. Desde fuera, estos volúmenes esconden, bajo el revestimiento de antiguas cajas de vinos recuperadas, el contenido de vinos de diferentes regiones muy especiales con una degustación donde participan todos los sentidos. El resto de la bodega, bajo el cobijo del antiguo porche, se distribuye en forma de abanico según la organización de los estantes de vinos.
Y finalmente, y lo más importante, la cocina. Oculta en el corazón de la antigua torre, es el centro de gestación culinaria alrededor del cual gira todo el proyecto. La cocina, a través de la puerta principal de la torre, se muestra al visitante de manera franca y gentil y en su recorrido longitudinal traza la relación entre el jardín de acceso y el jardín posterior.
El contraste y la sorpresa están presentes en todo el recorrido del restaurante. La dualidad de conceptos opuestos como la opacidad del acceso principal y la transparencia de la sala de puros, la luminosidad del jardín de acceso y la penumbra recogida del vestíbulo de recepción, los materiales cálidos, mates y naturales sobre los fríos, blancos y brillantes del comedor, serán recursos empleados en todo momento para mantener el diálogo y la sorpresa buscados.
Se crea así la metáfora de la arquitectura que viste la gastronomía, no solo epidérmicamente, sino que busca la misma percepción de sorpresa inicial para, finalmente, recoger y acomodar al visitante. Un dulce equilibrio de sensaciones.
Así pues, podemos decir que El Celler de Can Roca se viste de un nuevo espacio que tiene la voluntad de mantener y reforzar la expectación, la sorpresa, el contraste y la calidad que siempre ha marcado el espíritu del restaurante.
LA CULMINACIÓN
El tercer Celler es el restaurante más completo, más grande, más estudiado, más equipado y más espectacular de los tres que han formado la historia de la casa. «Venir aquí significa no tener limitaciones», apunta Joan. El nuevo emplazamiento representa poder tener al alcance los metros cuadrados, las herramientas y el equipo necesario para conseguir la excelencia, es decir, rodearse de todo lo necesario para continuar construyendo el sueño.
No obstante, lo que más les cuesta es alejarse de Can Roca, la casa familiar que durante tantos años ha servido de sala de estar, de camerino y de pista de pruebas. La separación —aunque solo de unos metros— es el precio emocional que deben pagar para poder avanzar, según Joan: «El cambio nos hizo crecer profesionalmente porque hizo que todo fuera más riguroso. Antes siempre había aquella parte canalla detrás, aquí todo es más serio». Ahora bien, los escasos doscientos metros que separan los dos mundos permiten mantener el vínculo con la casa madre y cada día, hacia mediodía, una legión de cocineros y camareros de El Celler desfila uniformada por la carretera de Taialà en dirección a las lentejas, los macarrones o el arroz a la cubana de siempre de Montserrat, platos que Joan tiene por costumbre comer de pie en la cocina, al lado de su madre. Compartir las comidas, los cafés o los partidos de fútbol con la gran familia del bar ayuda a mantener los pies sobre la tierra y a no olvidar los orígenes.
«Hemos construido un mundo donde nos sentimos a gusto y esto es lo que le da sentido a todo. La vida es ir construyendo tu mundo y este es, definitivamente, el nuestro», explica Joan. Él ha establecido el domicilio familiar en la misma Torre de Can Sunyer, separado únicamente por unas escaleras del nuevo restaurante. Ha creado un espacio propio de vida, de trabajo y de reflexión, un entorno propicio para la creatividad, pero también para la conciliación entre las duras jornadas de trabajo y los ratos con la familia. Cuando los niños llegan del colegio, antes de ir a hacer los deberes, pueden pasar por la cocina de El Celler a saludar a su padre.
Los Roca han conseguido, en la Torre, el espacio perfecto para trabajar intensamente y para relajarse cuando es necesario. Han convertido este edificio en su pequeño pero complejo universo y quizá por esto son capaces de trabajar quince horas en una jornada y levantarse al día siguiente con la misma pasión por el trabajo que el día en que empezaron. «Tenemos una gran capacidad de regeneración» —comenta Joan—. «Vas a dormir tarde, extenuado, y al día siguiente no te acuerdas. Vuelve a empezar el día, vuelves a dar la bienvenida a los clientes». El entorno, sin duda, tiene un papel importante; ahora bien, el contacto con gente diferente, de muchos ámbitos de conocimiento dispares, también provoca que cada día surjan momentos interesantes. La lectura que hacen del cambio no puede ser más positiva: «Hace cuatro años que vinimos aquí y estamos realmente contentos. Por la mañana cuando llego al restaurante, doy gracias, desde la distancia, a la ciudad y a la gente». Joan, como Josep y Jordi, da las gracias a los gerundenses porque siempre han estado a su lado. Seguramente El Celler de Can Roca es el restaurante de alta gastronomía con más arraigo en el territorio. Lo comprobamos el día que reciben, de los vecinos y los amigos, el premio más importante.
El restaurante está lleno cada día, pero los Roca sufren por su entorno que reclama, nuevamente, una estrella más de la guía Michelin: la tercera. Los inspectores —como siempre— se hacen de rogar, pero dos años después del traslado definitivo a la Torre, en 2009, llega la estrella. Al día siguiente de conocerse la noticia, los tres están en el restaurante, recién llegados de Madrid, digiriendo lo que supone el nuevo hito, cuando oyen un murmullo fuera. Al salir se encuentran decenas de personas delante de la puerta que les dedican un aplauso intenso y afectuoso. Los vecinos de Girona están contentos, se sienten partícipes del éxito y se han convocado, unos a otros, a través de mensajes de teléfono móvil, a las ocho de la noche, en la puerta de El Celler. «Ha sido el reconocimiento más bonito que hemos recibido, porque quiere decir que todos sienten muy suyo este proyecto. La gente de Girona valora mucho que nos estableciéramos en este