El Celler de Can Roca. Jordi Roca
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Él mismo va recogiendo cajas de madera variadas para fabricar el envoltorio de lo que serán cinco capillas o receptáculos que dedicará a sus cinco imprescindibles: Borgoña, Riesling, Priorato, Jerez y Champán: «Cinco vinos, cinco capillas, cinco sentidos para explicarlo todo en una oferta que es fruto del crecimiento personal a través del vino». En cada capilla, una pantalla de plasma proyecta imágenes del lugar de origen de las viñas, y músicas diferentes, escogidas con detalle, acompañan cada ambiente. Josep es capaz de interpretar cada variedad de forma multisensorial, de ahí que también incorpore el tacto. Bolas de acero definen el Champán, representando la efervescencia de las burbujas y el clima frío. Seda verde, que sugiere sutilidad, define los Riesling alemanes. Pequeños sacos de terciopelo rojo muestran la elegancia del Borgoña. Pizarra sobre un recipiente de olivo explica la dureza de las viñas salvajes del Priorato. Catorce grados de temperatura, más de dos mil quinientas referencias, unas treinta mil botellas y veinticinco años de poso convierten este espacio en un paraíso del vino.
Antes del traslado al nuevo restaurante, entre los años 2003 y 2006, Josep trabaja para elaborar una carta digital que ofrezca al cliente la posibilidad de saber el origen de cada botella, ver fotografías de sus paisajes, tener información de cada cosecha… «Era un proyecto ambicioso, con más de 5.500 fotografías que ya tenía. Pero cuando llego aquí y muestro a los clientes la bodega de esta manera, entiendo que aquello ya no tiene sentido, y yo ya no tengo fuerzas para pedirles más atención». Pero todo este material no ha sido recopilado en vano: se ha elaborado, con algunos de estos contenidos, una aplicación para smartphone con los vinos preferidos de Josep (The Top 153 Wines of 2010).
Antes de cambiar de ubicación, Josep, que nunca abandona su visión poética de la vida, quiere que sus amigos le ayuden, una noche de luna llena, a transportar las botellas desde los antiguos almacenes y garajes hasta el nuevo emplazamiento, y terminar con un desayuno, de madrugada, para celebrar la realización del sueño. «¡Qué inocente era! Me di cuenta, en el momento de hacer el traslado, de que el transporte del vino nos llevaría meses y meses». El traslado de la bodega es, por tanto, forzosamente gradual.
La mudanza y el estreno de la ubicación, como todo en El Celler, se hace sin ceremonias y sin grandes fiestas ni inauguraciones: a mediodía sirven la comida en el antiguo restaurante y por la tarde se trasladan a la Torre y preparan la cena estrenando ollas sin ensayos previos. Jordi, que ha interiorizado el rigor del orden hasta lo más profundo de su metodología, no se siente cómodo. Se pierde en aquel espacio gigantesco, nuevo, y dedicado en exclusiva a su partida: «Cuando vinimos aquí, fue una auténtica locura. No hicimos ningún ensayo de cómo funcionaba la cocina, y mi partida —en proporción— era la más grande de todas. No recuerdo una cagalera tan grande como la que pillé ese día. Tardé un mes en adaptarme al nuevo espacio. Echaba de menos mi caos, ¡lo perdía todo!».
Jordi, que quizás es el que ha deseado el traslado con más insistencia, tarda en hacer suya la nueva cocina. Pero ya se sabe lo fácil que es acostumbrase a las mejoras. En pocas semanas los tres se han adaptado a la Torre de Can Sunyer y se dan cuenta de lo que supone este paso: sienten la satisfacción del sueño cumplido.
MEMORIA DEL PROYECTO DE INTERIORISMO PARA EL CELLER DE CAN ROCA
SANDRA TARRUELLA E ISABEL LÓPEZ
2007
El nuevo restaurante de El Celler de Can Roca está situado en la antigua Torre de Can Sunyer y las edificaciones adyacentes, donde hasta ahora se realizaban los banquetes y grandes celebraciones. Esta torre, que data del año 1911, fue objeto de dos ampliaciones: una gran sala de planta triangular abierta con vistas a la calle, realizada en 1994, y un porche de planta curva en el jardín posterior, de 1999. Ambos volúmenes, conectados con la torre original a través del antiguo porche, dotaban al conjunto de más superficie para las celebraciones, aunque funcionaban independientemente.
El encargo de crear un nuevo restaurante pensado para un número limitado de comensales, dado el carácter elaborado y exquisito de la cocina, y de crear una atmósfera relajada e íntima, chocaba frontalmente con las características del espacio existente.
El éxito del restaurante El Celler de Can Roca a lo largo de los años se ha basado en la aportación de todos los hermanos Roca, un trabajo a tres bandas que ha conseguido la armonía perfecta entre la cocina, los postres y la bodega, además de un esmerado servicio.
Este juego a tres bandas ha sido el punto de partida para gestar el nuevo proyecto de arquitectura, por cuyo motivo se ha querido potenciar la planta triangular del comedor existente y trabajar con la idea de tres jardines de carácter totalmente distinto, pero que se complementan.
La intervención arquitectónica ha querido conectar visualmente todos los espacios y abrirse al entorno inmediato de los jardines —el primero de acceso y el segundo oculto detrás de la torre donde está el huerto—, con el fin de potenciarlos y, al mismo tiempo, crear otros nuevos que organicen el interior.
El proyecto se basa en un gran vacío que penetra sobre el tejido de la edificación de la sala principal. Con esta intervención, juntamente con la abertura de grandes ventanas y la ayuda de los reflejos de los paramentos de espejos, se han creado relaciones hasta ahora inexistentes; todos los espacios se agrupan en un solo conjunto que se observa y dialoga con todas las partes. Estas operaciones relacionan el exterior inmediato con el interior, ampliando los límites de las salas, y ayudan a jerarquizar los espacios y organizar los usos.
En la planta triangular de la sala existente la propuesta perfora el volumen con una caja triangular de cristal que aporta luz y transparencia al interior. Este vacío en el lleno, este nuevo elemento exterior en el interior, reorganiza las circulaciones y a los comensales a su alrededor. Asimismo, aporta más fuerza y luz al comedor y equilibra la superficie restante al espacio íntimo que requiere este tipo de cocina. Esta intervención crea un espacio de contemplación, intimista, de introspección, que se observa desde todos los rincones pero que no se muestra totalmente gracias al reflejo del cristal y a la nueva vegetación que arranca hacia el cielo. Nace así el tercer jardín.
Desde la calle, una nueva fachada recubierta de madera esconde la puerta por la que se entra al jardín de acceso. A través de una rampa voluntariamente estrecha, oscura y llena de vegetación se acentúa el paso dramático hacia el primero de los jardines, que nos descubre el efecto contrario: un espacio abierto y claro.
El jardín de acceso es una reinterpretación del patio existente, donde un pavimento de piezas de hormigón prefabricado aporta dinamismo ante la hierática fachada principal de la torre, y conduce al visitante al acceso principal. Este es un punto de bienvenida donde solo se establece un diálogo entre la vegetación y el pavimento; y entre la fachada de la torre existente y los nuevos recubrimientos y aberturas practicadas.
La fachada de la torre se ha mantenido igual pero se ha cerrado totalmente el porche anexo, por donde se accede al interior, con un revestimiento de madera de teca recuperada; se ha abierto asimismo la edificación anexa de la sala principal con una gran caja de cristal que aporta transparencia a la sala de puros y favorece la comunicación visual hasta el comedor interior.
La recepción, situada en el antiguo porche de la torre, no conserva ningún vestigio