Donde vive el corazón. Brenda Novak

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que no iba a estar en casa, no salió por la puerta principal, sino que saltó a la calle por una de las ventanas traseras y recorrió los callejones hasta que llegó al punto en el que le había indicado a Tobias que la esperara.

      –No puedo creer que esté haciendo esto –murmuró, casi sin aliento, mientras subía a la furgoneta de Tobias.

      Él había estado pensando en que iba a tratar de convencerla, otra vez, de que se quedara en casa de su hermana, pero ella parecía tan feliz y aliviada que no pudo hacerlo. Ya pensaría en alguna forma de evitar que se metieran en un lío.

      Lo único que tenía que conseguir es que las cosas no fueran demasiado lejos.

      Harper nunca había hecho algo tan temerario. Cuando convenció a Tobias de que se quedara en su habitación y él se acostó, ella se quedó despierta en el sofá de su pequeño salón, pensando en lo impetuosa que había sido al hacer la sugerencia de pasar una semana entera con un hombre a quien apenas conocía.

      Pero, por muy raro que pudiera parecer, se sentía a salvo con Tobias. Parecía que entendía lo que era el dolor, y lo difícil que era recuperarse de un golpe como el que había sufrido ella. Y, cuando se imaginaba cómo sería estar sola en la enorme casa de su hermana, se alegraba del cambio de situación.

      Allí no tenía ninguna tentación de llamar a Axel, y eso también era una ventaja.

      Se acurrucó bajo el edredón que Tobias había quitado de su cama y olió su colonia. Entonces, por muy absurdo que pudiera parecer, supo que había tomado la decisión más acertada. Se sentía mejor que hacía mucho tiempo. Pero él tenía razón; sería un error acostarse juntos. Ella tenía demasiadas responsabilidades como para ser tan impulsiva.

      Se levantó del sofá y sacó el teléfono móvil del bolso para ponerlo en modo vibración. Si su hermana o las niñas la llamaban temprano a la mañana siguiente, no quería que despertaran a Tobias.

      Estaba dejando el teléfono sobre la mesa de centro cuando se fijó en el fondo de pantalla que había detrás de los símbolos de las aplicaciones. Era una fotografía de Axel y ella, de su época en la universidad, cuando todavía eran novios. Había llovido mucho aquella noche y había mucho barro, así que él la estaba llevando a caballito, y los dos estaban empapados, riéndose. El amigo que había hecho la foto se la había enviado hacía pocos meses, y como representaba los cimientos de lo que ella había construido en la vida, y aquello que estaba intentando salvar, lo había puesto de fondo de pantalla, como si su negativa pudiera cambiar la realidad.

      Navegó por sus álbumes de fotos hasta que encontró una fotografía de ella con las niñas, sin Axel, y la puso de fondo.

      Tuvo un terrible sentimiento de pérdida al ver desaparecer la cara de Axel de la pantalla. También estaba desapareciendo de su vida, y se estaba llevando consigo una parte muy importante de ella.

      Pero no tenía más remedio que dejarlo marchar.

      –¿Estás bien ahí? –le preguntó Tobias.

      Era obvio que había oído sus movimientos.

      Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta, apagó el teléfono y volvió a acostarse en el sofá.

      –Mejor de lo que estaría en ninguna otra parte. Gracias.

      A Tobias le despertó un estruendo. Cuando abrió los ojos, se encontró a oscuras, tratando de comprender lo que había oído. Pensó que era otra de sus muchas pesadillas. Aunque nunca se lo había contado a nadie, ni siquiera a Maddox, muchas veces soñaba con que estaba de nuevo en la cárcel y tenía que luchar por defender su vida. Había un preso en concreto que le había causado muchos problemas durante los primeros tres años. Se llamaba Rocco Stefani y lo había atacado con una navaja. Tobias había conseguido, de milagro, arrebatársela y girarla hacia él, y le había hecho daño suficiente como para que tuvieran que llevarlo a la enfermería y dejarlo allí dos semanas.

      Después de eso, Rocco ya no había vuelto a amenazarlo, pero a los dos les habían alargado tres años la condena por el incidente.

      –¿Tobias?

      Aquella voz femenina y su tono de incertidumbre le recordaron de repente dónde estaba. No estaba en la cárcel. Estaba en su casita alquilada de Silver Springs y tenía a la exmujer de la estrella del rock Axel Devlin en el sofá de su salón.

      Volvió a oír el ruido que lo había despertado. Gritos y maldiciones. Eran Uriah y Carl.

      –¡Hijo de puta! –exclamó, y se levantó de un salto.

      –¿Qué ocurre? –preguntó Harper, con miedo.

      –Quédate aquí y cierra con llave cuando yo salga. Me parece que mi casero tiene una pelea con el idiota de su hijo.

      Se puso los pantalones vaqueros y salió corriendo, descalzo, hacia la casa principal.

      La luz estaba encendida, pero no se oían más gritos.

      –¿Uriah? –preguntó, abriendo la puerta trasera. Entró en la cocina sin llamar.

      No hubo respuesta. Oyó un portazo y se encaminó hacia el salón, pero, de repente, Uriah le bloqueó el camino con las manos levantadas para indicarle que se calmara.

      –No pasa nada, Tobias. No pasa nada.

      Tobias trató de mirar más allá de Uriah para ver a Carl.

      –¿Qué ha pasado?

      –Nada que… Yo me encargo –dijo el anciano. Estaba muy pálido, y Tobias se dio cuenta de que tenía un hilo de sangre en la comisura del labio.

      –¿Te ha pegado? –le preguntó a Uriah, con una súbita furia.

      –No, me he tropezado y me he golpeado contra el marco de la puerta.

      –Pero por su culpa, ¿no?

      Uriah se quitó la sangre de la boca con una mano temblorosa.

      –Tiene… problemas emocionales. No es normal.

      –Eso era lo que me preocupaba –dijo Tobias. Intentó pasar al salón, pero Uriah lo agarró del brazo.

      –Por favor, no empeoremos las cosas.

      –¿Qué cosas?

      Tobias oyó el ruido de un motor. Se zafó de Uriah para ir hacia la puerta principal, pero, cuando llegó al porche, Carl estaba saliendo con su coche como si fuera un loco. Estuvo a punto de chocar con otro coche al incorporarse a la autopista.

      –¿Adónde va? –preguntó Tobias.

      Uriah se dejó caer en su butaca con un suspiro.

      –No lo sé. Solo me alegro de que se vaya.

      –¿Quieres que vaya a buscarlo y lo traiga para que se enfrente a la responsabilidad de lo que haya hecho?

      Uriah se tapó los ojos con una mano y no respondió.

      –¿Uriah?

      –No.

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