Donde vive el corazón. Brenda Novak

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y apagó el motor. Iba a tener que entrar y pedirle al conductor que moviera su coche; no podía dejar la furgoneta en medio de la carretera. Si alguien tomaba la curva, tal vez no lo viera, sobre todo, si empezaba a llover.

      Sin embargo, para su casero había sido un gran paso el hecho de volver a salir con mujeres. Uriah había estado casado cincuenta años y había perdido a su mujer, y el hombre aún no se sentía cómodo con la idea de seguir adelante. Así que él no quería interrumpir, si podía evitarlo.

      Miró la hora. Normalmente, las amigas de Uriah no iban a verlo a la granja, salvo para llevarle un poco de empanada o algo por el estilo. Si alguna iba de visita, no se quedaba mucho. Uriah estaba hecho a la antigua usanza. Elegía a una señora, le pedía una cita oficial y, después, la llevaba a su casa.

      Además, había sido granjero toda su vida. Se acostaba siempre antes de las diez y se levantaba al amanecer. Y ya eran casi las diez.

      Si esperaba unos minutos, tal vez la visitante, fuera quien fuera, se marchase.

      O tal vez no. Y él se moría de ganas de meterse a la ducha.

      –Lo mejor es acabar de una vez –murmuró. Salió de la furgoneta y bajó la cabeza para protegerse del viento y la lluvia.

      Sin embargo, antes de llegar a la puerta de la casa principal, oyó gritos que provenían del interior. Uriah era un poco duro de oído a causa de la edad, y hablaba muy alto. Tobias pasaba mucho tiempo con él, jugando al ajedrez, cenando, restaurando un viejo Buick que el granjero tenía en el garaje o ayudándolo a hacer tareas por la parcela, así que estaba acostumbrado al volumen de su voz. Pero le sorprendió que ambas voces fueran masculinas.

      Así pues, el dueño del Impala no era una de las mujeres con las que salía Uriah.

      Tobias observó la matrícula del coche. Era de Maryland.

      ¿A quién conocía Uriah de Maryland?

      Entonces se dio cuenta. No sería Carl, ¿verdad?

      Él no conocía al hijo único de Uriah, pero había oído hablar lo suficiente de él como para sentir recelo. Padre e hijo llevaban años separados. Uriah casi no lo mencionaba, pero Aiyana Turner, la dueña de la escuela en la que trabajaba Tobias, le había contado que Carl ni siquiera había ido al funeral de su madre, que se había celebrado hacía quince meses.

      Entonces… ¿qué estaba haciendo allí ahora?

      Tobias subió las escaleras y llamó a la puerta con energía. Esperó a que Uriah respondiera, pero la puerta se abrió inmediatamente, y ante él apareció un hombre de unos cuarenta años.

      El parecido del padre y el hijo era asombroso, de modo que sus dudas respecto a la identidad del invitado se disiparon. Mientras que Uriah era alto y delgado, y tenía el pelo canoso cortado al estilo militar, su hijo lo llevaba largo y parecía que hacía tiempo que no se lo lavaba. No se parecía a su padre en la estatura ni en el porte, sino en el puente estrecho de la nariz, en la cara alargada y en la boca delgada. Aquellos rasgos eran iguales a los de su padre, pero, de algún modo, resultaban más atractivos en el anciano.

      –¿Y tú quién eres? –le preguntó Carl.

      Antes de que Tobias pudiera responder, Uriah se levantó de la butaca y se acercó a la puerta.

      –¡Carl! ¿Es esa forma de saludar a una persona?

      –¿Qué pasa? –preguntó Carl–. ¿Es que he dicho algo malo? ¿Le debo algo a este tío?

      Uriah frunció el ceño.

      –Ya está bien.

      Tobias había conocido a muchos hombres en la cárcel, y los que se comportaban como Carl casi nunca eran trigo limpio. Sin embargo, Carl era el hijo de Uriah, y Tobias respetaba a su casero, que se había convertido en su amigo, así que mantuvo una expresión agradable.

      –Siento molestar –dijo–. Quería saber si podías mover tu coche.

      Carl frunció el ceño.

      –¿Para qué?

      –Para que pueda aparcar –le explicó Uriah–. Vive en la casa de atrás. Estaba a punto de contarte que la he alquilado.

      –¿Este tío vive aquí? ¿En mi casa?

      Tobias se puso tenso. Hacía mucho tiempo que no le caía tan mal alguien desde un primer momento. Sin embargo, parecía que Uriah quería calmar el ambiente, aunque se notara que estaba avergonzado por el comportamiento de su hijo.

      –Carl, te presento a Tobias Richardson –dijo, con una calma exagerada–. Lleva cuatro o cinco meses viviendo aquí. Me ayuda en las tierras, además de trabajar en New Horizons. He llegado a confiar mucho en él.

      –Ya. ¿Y por qué lleva mallas? –preguntó Carl, mirándolo de arriba abajo.

      Tobias apretó los dientes.

      –No son mallas. Son unos pantalones para correr o hacer senderismo.

      Carl lo ignoró.

      –Entonces, ¿este es el hijo que nunca tuviste? –le preguntó a su padre.

      –Yo no he dicho eso –respondió Uriah en tono de protesta.

      «Por lo que tengo entendido, no sería difícil ser mejor hijo que tú». Tobias estuvo a punto de decirlo, pero se contuvo.

      –Solo soy el inquilino –dijo, como si Uriah y él no se hubieran hecho tan amigos–. Y, si no vas a salir, dejo la furgoneta donde está –añadió, y se giró para marcharse.

      No quería tener nada que ver con Carl. Si Uriah estaba contento por tener a su hijo en casa, si creía que podían arreglar las cosas, él no iba a entrometerse. Entendía que aquella relación debía de significar mucho para Uriah; el hecho de que no hablara nunca de Carl era una señal. El hecho de no poder llevarse bien con su hijo le había causado una herida que trataba de ocultar. Pero como Uriah era el mejor hombre que había conocido, aparte de Maddox, Tobias pensó que Carl no se merecía un padre como él.

      –Espera –dijo Carl–. No quiero que me cierres el paso.

      Tobias estiró los dedos para no apretar el puño automáticamente, y esperó a que Carl fuera a buscar sus llaves.

      Uriah se quedó a su lado, pero no dijo nada. Tobias se imaginó lo que estaría sintiendo. ¿Esperanza? ¿El deseo de arreglar la relación, por fin, mezclado con la certeza de que no podía? Aiyana le había dicho que Carl era un tipo irritable, que muchas veces había perdido los estribos y se había puesto a golpear los muebles o a arrojar cosas. Uriah había intentado ayudarlo muchas veces, pero un día había vuelto a casa y había encontrado a su hijo tan enfurecido que estaba ahogando a su madre. Entonces lo había echado de casa y le había dicho que no volviera más.

      Ahora que Shirley ya no estaba y su seguridad no era una preocupación para Uriah, Tobias no creía que el padre fuera a echar al hijo nuevamente, aunque se pasara de la raya, y eso le preocupaba.

      Aunque, tal vez, estaba sacando conclusiones apresuradas. Tal vez Carl solo hubiera ido a casa para las fiestas.

      Se

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