La dignidad. Donna Hicks

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La dignidad - Donna Hicks

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DIEZ TENTACIONES A VIOLAR LA DIGNIDAD

       11 Morder el anzuelo

       12 Proteger la propia imagen

       13 Evadir la responsabilidad

       14 Buscar una falsa dignidad

       15 Buscar una falsa seguridad

       16 Evitar el conflicto

       17 Ser la víctima

       18 Resistirse a recibir retroalimentación

       19 Culpar y avergonzar a otros para desviar la propia culpa

       20 Participar de una intimidad falsa y de chismes degradantes

       TRES

       CÓMO SANAR LAS RELACIONES CON DIGNIDAD

       21 Reconciliarse con dignidad

       22 La promesa de la dignidad

       Notas

       Bibliografía seleccionada

       Notas al pie

      He llegado a apreciar el excelente trabajo de Donna Hicks en el campo de la dignidad y a valorar su amistad. La animé a que comparta sus percepciones con un público más amplio. Ahora lo ha hecho, y la felicito por haber traído tan claramente a la luz, en este persuasivo libro, el concepto de la dignidad, ese inalienable derecho concedido por Dios que tiene todo ser humano. Este libro es muy oportuno. Parecemos haber olvidado, de alguna manera, que todos los seres somos iguales en dignidad, la cual es la premisa del primer artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. La profetisa en Donna Hicks nos trae de regreso a ese llamado. Ella tiene el don, tal vez sea su vocación, de abrir ante nuestros ojos un mundo en el que a todos les es posible satisfacer las necesidades humanas más básicas —el aprecio, el reconocimiento, el sentimiento de que uno vale intrínsecamente.

      Donna Hicks cuenta de la ocasión en que estuvimos juntos en Irlanda del Norte facilitando reuniones entre víctimas y perpetradores de violencia en el reciente y triste conflicto en esa tierra. Día tras día, oíamos los reiterados relatos de violencia, de ira y de la dolorosa pérdida de seres queridos. Fue casi siempre la pérdida del sentido de dignidad la que llevó a los perpetradores a los actos horrendos que cometieron. Fue la dignidad recuperada la que les permitió mirar a sus víctimas a la cara. Y fue la dignidad —la percepción de que el otro es un ser que vale— que hizo posible la reconciliación. No podía sino reflexionar, ahí, sobre mi propia experiencia y la de muchos otros con el apartheid en Sudáfrica. En esos oscuros días, fue en la consciencia de nuestro propio e intrínseco valor y en el convencimiento de que el bien debe triunfar y el mal debe ser vencido que nuestra dignidad nos sostuvo. Fue nuestro sentido de dignidad el que nos trajo a la democracia a través de una transición pacífica.

      La dignidad no solo nos sostiene, sino también nos llena de energía y nos habilita. Logra grandes cosas. Levanta a los caídos y restaura a aquellos cuyo espíritu se ha quebrado. Cuando se comparte el reconocimiento de la bondad en el otro, es el sentido de dignidad personal que se brinda el que puede traer la paz en situaciones de potencial conflicto. La conciencia que tengan las personas de su propia dignidad, del sentido de su propio valor, es la única respuesta a la inercia de una vida dominada de día en día por el sentimiento de ser inútil y de no valer nada. Qué maravilloso sería si todos, cada uno de nosotros, pudiesen convertirse en agentes de la dignidad, proveedores de la verdad de que esa dignidad concedida por Dios es un derecho natural de todos.

      Este libro no es una guía rápida y fácil a la dignidad. Abundan sugerencias y desafíos, y están claros los lineamientos que pueden habilitarnos para fomentar buenas relaciones. Pero mucho más significativo que cualquier consejo que nos pudiera brindar es la pujante conciencia que permea este libro de que en la idea de la dignidad humana tenemos en manos la llave al misterio de todos los tiempos: ¿Cómo podemos encontrar paz en la Tierra? Donna Hicks hila claramente la respuesta a través de su historia. Dios nos dio a cada uno un valor intrínseco; acéptelo en sí mismo, descúbralo y estimúlelo en otros, y la paz tal vez sea posible.

      Todos aspiramos a que esto se haga realidad en nuestro mundo doliente.

       Arzobispo Emérito Desmond Tutu

      Todos hemos vivido humillaciones en distintos momentos de nuestras vidas, cuando papá, mamá, un profesor, nuestra cónyuge, un jefe nos recriminó duramente por algo que habíamos hecho o, peor, que no habíamos hecho; cuando un grupo de compañeros de colegio se burló de nosotros en el momento en que tropezamos y caímos; cuando revelamos nuestros sentimientos más íntimos a alguien, y luego descubrimos que él o ella había traicionado nuestra confianza y se los había contado a otros. En esas y otras ocasiones similares, nos hemos sentido insignificantes y no amados, hemos experimentado nuestra vulnerabilidad de la manera más angustiante posible, sentido el desesperado deseo de poder alejarnos y escondernos, sufrido la ardiente realización de que aun si pudiésemos huir, seguiríamos sintiendo esa terrible herida interior que causa que la ira y el dolor surjan de nuevo una y otra vez para ser recordados y rumiados, pensando que habríamos hecho casi cualquier cosa para evitar esos terribles momentos, y deseado desesperadamente poder volver en el tiempo para deshacerlos.

      Un muy profundo estudioso de la humillación y sus consecuencias, el Doctor James Gilligan, quien fue por muchos años Director de Estudios Psiquiátricos en la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard ha escrito:

      Sufrir la pérdida del amor de otros a través de sentirse rechazado o abandonado, asaltado o insultado, menospreciado o degradado, humillado o ridiculizado, deshonrado o privado de respeto es sentirse avergonzado por ellos. Sentirse abrumado por la vergüenza es experimentar la destrucción de la auto-estima, y sin una cantidad mínima de auto-estima, el ser colapsa, y el alma muere. La violencia contra el cuerpo causa

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