Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis

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Corazón: Diario de un niño - Edmondo De Amicis Clásicos

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en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que van a la escuela los domingos, después de haber trabajado toda la semana; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los presos, que también aprenden a leer y escribir. Pero, ¿qué más? Piensa en los innumerables niños que se puede decir que a toda horas van a la escuela en todos los países; mírales con la imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea, por las calles de la ciudad, por las orillas de los mares y de los lagos, ya bajo un sol ardiente, ya entre las nieblas, embarcados en los países cortados por canales, a caballo por las grandes llanuras, en zuecos sobre la nieve, por valles y colinas atravesando bosques y torrentes; por los senderos solitarios de las montañas, solos, por pareja, en grupos, en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas; desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdida entre los hielos, hasta las últimas escuela de Arabia, a la sombra de las palmeras; millones y millones de seres que van a aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas; imagina este vastísimo hormiguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento, del cual formas parte, y piensa si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!”

      Tu padre.

      El pequeño patriota paduano (cuento mensual)

       Sábado 29.

      No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos narrara todos los días un cuento como el de esta mañana. Todos los meses, dice, nos contará uno, nos lo dará escrito y será siempre el relato de una acción buena y verdadera, llevada a cabo por un niño. El pequeño patriota paduano se llama el de hoy. Este es:

       Un navío francés partió de Barcelona, ciudad de España, para Génova, llevando a bordo franceses, italianos, españoles y suizos. Había, entre otros, un chico de once años, solo, mal vestido, que permanecía siempre aislado como un animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y tenía razón para mirar así. Hacía dos años que su padre y su madre, labradores de los alrededores de Padua, le habían vendido al jefe de cierta compañía de titiriteros, el cual, después de haberle enseñado a hacer varios juegos, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, le había llevado a través de Francia y España, pegándole siempre y dejándolo con hambre. Llegado a Barcelona y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado que inspiraba lástima, se escapó de su carcelero y corrió a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, le había embarcado en aquel bajel, dándole una carta para el alcalde de Génova, que debía enviarlo a sus padres, a los padres que lo habían vendido como vil bestia. El pobre muchacho estaba lacerado y enfermo. Le habían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban, le preguntaban, pero él no respondía y parecía que odiaba a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes! Al fin, tres viajeros, a fuerza de insistencia, consiguieron hacerlo hablar, y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla de español, de francés y de italiano, les contó su historia. No eran italianos aquellos tres viajeros; pero le comprendieron y parte por compasión, parte por excitación del vino, le dieron algunos pesos, instándole para que contase más. Habiendo entrado en la cámara en aquel momento algunas señoras, las tres, por darse tono, le dieron aún más dinero, gritando “Toma, toma más”. Y hacían sonar las monedas sobre la mesa. El muchacho las tomó todas dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez en su vida sonriente y cariñosa. Después se fue sobre cubierta y permaneció allí, solo, pensando en las vicisitudes de su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después de dos años en que sólo se alimentaba de pan; podría comprarse una chaqueta apenas desembarcara en Génova, después de dos años que iba vestido de andrajos, y también, llevando algo a su casa podría tener mejor acogida del padre y de la madre. Aquel dinero era para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, asomado a la claraboya, mientras los tres viajeros conversaban sentados a la mesa en medio de la cámara de segunda clase. Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían visto, y de conversación en conversación comenzaron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de sus ferrocarriles, y después, todas juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno hubiera preferido viajar por la Laponia, otro decía que no había encontrado en Italia más que estafadores y bandidos; el tercero, que los empleados italianos no sabían leer. “Un pueblo ignorante”, decía el primero. “Sucio”, añadió el segundo. “La...”, exclamo el tercero y quiso decir ladrón, pero no pudo acabar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre sus cabezas y sobre el suelo con infernal ruido. Los tres se levantaron furiosos mirando hacia arriba, y aún recibieron un puñado de monedas en la cara. “Tomen su dinero”, dijo con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya: “yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria”.

      Noviembre

       El deshollinador

       Noviembre 1.

      Ayer fui a la escuela de niñas que está al lado de la nuestra, para darle el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas muchachas hay allí! Cuando llegué empezaban a salir, todas muy contentas por las vacaciones de todos los Santos y Difuntos, y ¡qué cosa tan hermosa presencié!... Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera, estaba acodado en la pared y con la frente apoyada en una mano, un deshollinador pequeño, de cara completamente negra, con su saco y su raspador, que lloraba, sollozando amargamente. Dos o tres muchachas de segundo año se le acercaron y le dijeron:

      —¿Qué tienes que lloras de esa manera? Pero él no respondía y continuaba llorando.

      —Pero, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? —repetían las niñas.

      Y entonces él separó el rostro de la mano, un rostro infantil, y dijo, gimiendo, que había estado en varias casas para limpiar las chimeneas, que había ganado unas monedas y las había perdido porque se le escurrieron por el agujero de un bolsillo roto, y no se atrevía a volver a su casa sin el dinero.

      —El patrón me pega —decía sollozando.

      Las chiquillas se quedaron mirándole muy serias. Entretanto se habían acercado otras muchachas grandes y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus bolsones bajo el brazo, y una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, sacó del bolsillo diez pesos y dijo:

      —No tengo más que esto; hagamos una colecta.

      —También tengo yo diez —dijo otra vestida de encarnado—, y podemos, entre todas, reunir hasta lo que falta.

      Entonces comenzaron a llamarse:

      —¡Amalia, Luisa, Anita eh, ven a colaborar!

      Muchas llevaban dinero para comprar flores o cuadernos, y lo entregaban en seguida. Algunas más pequeñas, sólo pudieron dar centavos. La de la pluma azul recogía todo y lo contaba en voz alta:

      —¡Ocho, diez, quince!

      Pero hacía falta más. Entonces llegó la mayor de todas, dio cincuenta pesos y todas le hicieron una ovación. Pero faltaba aún.

      —Ahora vienen las de cuarto —dijo una.

      Las de la

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