Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis
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—Hágame el favor de ponerlos juntos —dijo el caballero al maestro.
Este puso a Beti en el banco de Nobis. Cuando estuvieron en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.
El carbonero se quedó un momento pensativo, mirando a los muchachos reunidos; después se acercó al banco y miró a Nobis, con expresión de cariño y de remordimiento, como si quisiera decirle algo, pero no dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia, pero tampoco se atrevió, contentándose con tocarle la frente con sus toscos dedos. Después se acercó a la puerta, y, volviéndose aún una vez más para mirarlo, desapareció.
—Recuerden lo que han visto —dijo el maestro— ésta es la mejor lección del año.
La maestra de mi hermano
Jueves 10.
El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que ha venido hoy a ver a mi hermano enfermo, y nos ha hecho reír contando que la mamá de aquel niño, hace dos años, le llevó a su casa una gran cesta de carbón, en agradecimiento a que le había dado una medalla a su hijo, y porfiaba la pobre mujer porque no quería llevarse el carbón a su casa, y casi lloraba, cuanto tuvo que volverse con la cesta llena. Nos hemos entretenido mucho oyéndola, y gracias a ella tragó mi hermano una medicina que al principio no quería. ¡Cuánta paciencia deben tener con los niños del primer año elemental, sin dientes, como los que no pronuncian la erre ni la ese! Ya tose uno, ya otro sangra por las narices, uno pierde los zapatos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado con la lapicera, y llora aquél por otra causa. ¡Reunir cincuenta en la clase, con aquellas manecitas de manteca y tener que enseñar a escribir a todos! Ellos llevan en los bolsillos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, ladrillo hecho polvo, toda clase de menudencias, que la maestra les busca pero que esconden hasta en el calzado. Y nunca están atentos. Un moscardón que entre por la ventana les distrae. En el verano llevan a la escuela ciertos insectos que echan a volar y que caen en los tinteros y que después salpican de tinta los libros. La maestra tiene que hacer de mamá, ayudarlos a vestir, cortarles las uñas, recoger las gorras que tiran, cuidar de que no cambien los abrigos, porque si no, después rabian y chillan. ¡Pobre maestra! ¡Y aún van las mamás a quejarse!
—“¿Cómo es, señora, que mi hijo ha perdido su lapicera?
¿Cómo es que el mío no aprende nada? ¿Por qué no da un premio al mío, que sabe tanto? ¿Por qué no hace quitar del banco aquel clavo que ha roto los pantalones de mi Pedro?”.
Alguna se incomoda con los muchachos, como la maestra de mi hermano, y cuando no puede más, se muerde las uñas por no pegar una cachetada; pierde la paciencia, pero después se arrepiente y acaricia al niño a quien ha regañado; echa a un pequeñuelo de la escuela, pero saliéndosele las lágrimas, y desahoga su cólera con los padres que privan de la comida a los niños por castigo. La maestra Delcati es joven y alta; viste bien; es morena y vivaz, y lo hace todo como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, y habla entonces con mucha ternura.
—¿Pero al menos los niños la quieren? —le preguntó mi madre.
—Mucho —respondió—; pero después, concluido el curso, la mayor parte ni me mira. Cuando están con los profesores casi se avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra. Después de dos años de cuidados, después de que se ha querido tanto a un niño, nos entristece separarnos de él; pero se dice una: “¡Oh! Desde ahora en adelante me querrá mucho”. Pero pasan las vacaciones, vuelven a la escuela, corremos a su encuentro. Y vuelve la cabeza a otro lado.
Al decir esto, la maestra se detiene.
—Pero tú no lo harás así, hermoso —dice después mirando fijamente a mi hermano y besándole—; tú no volverás la cabeza a otro lado, ¿no es verdad? ¿No renegarás de tu amiga?
Mi madre
Jueves 10,
“¡En presencia de la maestra de tu hermano, faltaste el respeto a tu madre! ¡Que esto no suceda más, Enrique! Tu palabra irreverente se me ha clavado en el corazón como un dardo. Piensa en tu madre, cuando años atrás estaba inclinada toda la noche sobre tu cama, midiendo tu respiración, llorando lágrimas de angustia y apretando los dientes de terror, porque creía perderte y temía que le faltara la razón; y con este pensamiento experimentarás cierta especie de terror hacia ti. ¡Tú, ofender a tu madre, que daría un año de felicidad por quitarte una hora de dolor, que pediría una limosna por ti, que se dejaría matar por salvar tu vida! Oye, Enrique, fija bien en la mente este pensamiento. Considera que te esperan en la vida muchos días terribles; el más terrible de todos será el día en que pierdas a tu madre. Mil veces, Enrique, cuando ya seas hombre fuerte y probado en toda clase de contrariedades, tú la invocarás, oprimido tu corazón de un deseo inmenso de volver a oír su voz y de volver a sus brazos abiertos para arrojarte en ellos sollozando, como pobre niño sin protección y sin consuelo. ¡Cómo te acordarás entonces de todas las amarguras que le hayas causado, y con qué remordimiento, le contarás todas! No esperes tranquilidad en tu vida si has afligido a tu madre. Tú te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria inútilmente; la conciencia no te dejará vivir en paz.
Aquella imagen dulce y buena tendrá siempre en ti una expresión de tristeza y reconvención que torturará tu alma. ¡Oh, Enrique, mucho cuidado! Este es el más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo profane! El asesino que respeta a su madre aún tiene algo de honrado y noble en su corazón; el mejor de los hombres que la hace sufrir o la ofende no es más que una miserable criatura. Que no salga nunca de tu boca una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud. Yo te quiero, hijo mío; tú eres la esperanza más querida de mi vida, pero me has entristecido.”
Tu padre.
Mi compañero coreta
Domingo 13.
Mi padre me perdonó, pero me quedé un poco triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, pasando junto a un carro parado delante de una tienda, oí que me llamaban por mi nombre y me volví. Era Coreta, mi compañero, con su chaqueta de punto color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, tenía una carga de leña sobre sus hombros. Un hombre, de pie en el carro, le echaba una brazada de leña y él la recibía y la llevaba a la tienda de su padre, donde de prisa y corriendo la amontonaba.
—¿Qué haces, Coreta? —le pregunté.
—¿No lo ves? —respondió tendiendo los brazos para tomar la carga—; repaso la lección.
Me reí. Pero él hablaba en serio, y después de tomar el atado de leña, empezó a decir corriendo:
—Llámense accidentes del verbo... sus variaciones según el número... según el número y la persona... —Y después, echando la leña y amontonándola—: Según el tiempo... según el tiempo a que se refiere la acción... —y volviéndose al carro a tomar otra brazada—. Según el modo con que la acción se enuncia.
Era nuestra lección de gramática