Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis

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Corazón: Diario de un niño - Edmondo De Amicis Clásicos

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tan ágil, que salta sobre un banco sin apoyar más que una mano; sabe ya esgrima. Tiene doce años, es hijo de un comerciante; va siempre vestido de azul, con botones dorados; vivo, alegre, gracioso, ayuda a cuantos puede en el examen y nadie se atreve jamás a jugarle una mala pasada ni a dirigirle una palabra malsonante. Nobis y Franti solamente lo miran de reojo, y a Votino le rebosa la envidia por los ojos; mas parece que él ni lo advierte siquiera. Todos le sonríen y le dan la mano o un abrazo cuando da la vuelta recogiendo los trabajos de aquel modo tan gracioso y simpático. Y regala periódicos ilustrados, dibujos, todo lo que en su casa le regalan a él, todo le da siempre sin pretensiones, a lo gran señor y sin demostrar predilección por ninguno. Es imposible no envidiarle, no reconocer su superioridad en todo. ¡Ah!, Yo también, como Votino, lo envidio. Y siento una amargura, una especie de despecho contra él alguna vez, cuando me cuesta tanto hacer el trabajo en casa y pienso que a aquella hora ya lo tendrá él acabado muy bien y sin esfuerzo alguno. Pero después, cuando vuelvo a la escuela y lo encuentro tan bueno, sonriente y afable; cuando le oigo responder con tanta seguridad a las preguntas del maestro, qué amable es y cuánto lo quieren todos, entonces todo rencor, todo despecho lo arrojo de mi corazón y me avergüenzo de haberlos tenido.

      Quisiera entonces estar siempre a su lado, quisiera poder seguir todos los estudios con él; su presencia, su voz, me infunden valor, ganas de trabajar, alegría, placer. El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Él lo copiaba esta mañana y estaba conmovido con aquel hecho heroico que se le veía encendido el rostro, con los ojos húmedos y la boca temblorosa. Con gusto le habría dicho en su cara, francamente: “¡Derossi, tú vales mucho más que yo! ¡Tú eres un hombre a mi lado! Te respeto y te admiro”.

      El pequeño vigía lombardo (cuento mensual)

       Sábado 26.

       En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Marino, ganada por los franceses y los italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana de junio, una sección de caballería de Saluzo iba, a paso lento, por estrecha senda solitaria hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigo. Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarle un botón; en una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, izada la bandera, habían escapado por miedo a los austríacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el botón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire osado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.

       —¿Qué haces aquí? —le preguntó el oficial, parando el caballo—. ¿Por qué no has huido con tu familia?

       —Yo no tengo familia –respondió el muchacho–. Soy huérfano. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.

       –¿Has visto a los austríacos?

       –No desde hace tres días.

       El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado; no se veía más que un pedazo de campo. “Es necesario subir a los árboles”, pensó el oficial y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando ya el árbol, ya a los soldados; después, de pronto, preguntó al muchacho

       —¿Tienes buena vista, chico?

       —¿Yo? —respondió el muchacho—. Yo veo un gorrioncito aunque esté a dos leguas. —¿Podríass subir a la copa de aquel árbol?

       —¿A la copa de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.

       —¿Y sabrás decirme lo que ves desde allí arriba, si son soldados austríacos, nubes de polvo, fusiles, caballos? —Seguro que sí.

       —¿Qué quieres por prestarme este servicio?

       —¿Qué quiero? —dijo el muchacho sonriendo—. Nada. ¡Vaya una cosa! ¡Si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio; pero por los nuestros... ¡Si soy lombardo!.

       —Bien, súbete, pues.

       —Espere que me quite los zapatos.

       Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.

       —Pero mira... —exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por repentino temor.

       El muchacho se volvió a mirarlo con sus oros azules, en actitud interrogante.

       —Nada —dijo el oficial—, sube.

       El muchacho se encaramó como un gato.

       —¡Miren delante de ustedes! —gritó el oficial a los soldados.

       En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero con el pecho descubierto. Su rubia cabeza resplandecía con el sol pareciendo oro. El oficial apenas lo veía; tan pequeño no se divisaba allí arriba.

       —Mira hacia el frente y muy lejos –gritó el oficial.

       El chico para ver mejor sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.

       —¿Qué ves? —preguntó el oficial.

       El muchacho inclinó la cara hacia él, y haciendo portavoz de su mano, respondió: —Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.

       —¿A qué distancia de aquí?

       —Media legua.

       —¿Se mueven?

       —Están parados.

       —¿Qué otra cosa ves? —preguntó el oficial después de un instante de silencio—. Mira a la derecha.

       —Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas –declaró el pequeño.

       —¿Ves gente?

       —No; estarán escondidos entre los sembrados.

       En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse a lo lejos, detrás de la casa.

      

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