Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis

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Corazón: Diario de un niño - Edmondo De Amicis Clásicos

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Y hoy es una lección difícil. No acabo de metérmela en la cabeza. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted —dijo después al hombre del carro.

      —Entra un momento en la tienda —me dijo Coreta.

      Entré. Era una habitación llena de montones de haces de leña, con una balanza a un lado.

      —Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —añadió Coreta—. Tengo que hacer mi obligación a ratos y como pueda. Estaba escribiendo los apuntes, y ha venido gente a comprar. Me he vuelto a poner a escribir, y llegó el carro. Esta mañana he ido ya dos veces al mercado de la leña, en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que ya no las siento y las manos hinchadas. ¡Lo único que me falta es tener que hacer algún dibujo!

      Y mientras, barría las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón. —¿Pero dónde estudias Coreta? —le pregunté.

      —No aquí, ciertamente —respondió—; ven a verlo.

      Y me llevó a una habitación dentro de la tienda, que servía de cocina y de comedor, y en un lado una mesa en donde estaban los libros, los cuadernos y el trabajo empezado.

      —Precisamente aquí —dijo—. Y tomando la pluma se puso a escribir con su hermosa letra: “Con el cuero se hacen...”

      —¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel momento en la tienda.

      —¡Allá voy! —respondió Coreta. Y saltó de allí, pesó los haces, tomó el dinero, corrió a un lado para apuntar la venta en un cartapacio y volvió a su trabajo, diciendo:

      —A ver si puedo concluir la tarea...

      Y escribió: “las bolsas de viaje y las mochilas para los soldados”.

      —¡Ah, el café que se va...! —gritó de repente, y corrió a la hornilla a quitar la cafetera del fuego—. Es el café para mamá — dijo—; me ha sido preciso aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y tendrá mucho gusto... Hace siete días que está en la cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta cafetera. ¿Qué hay que añadir después de las mochilas de los soldados? Hace falta más, y no lo recuerdo. Ven a ver a mamá.

      Abrió la puerta y entramos en otro cuarto pequeño. La mamá de Coreta estaba en una cama grande, con un pañuelo en la cabeza.

      —Aquí está el café, madre —dijo Coreta alargando la taza—. Conmigo viene un compañero de escuela.

      —¡Cuánto me alegro! —me dijo la señora—. Viene a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?

      Entretanto Coreta arreglaba la almohada detrás de la espalda de su madre. —¿Quiere usted algo, madre? —preguntó después tomando la taza—. Le he puesto dos cucharitas de azúcar. Cuando no haya nadie haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré el puchero como lo ha dicho usted, y cuando pase la mujer de la manteca le daré sus ocho pesos. Todo se hará; no se preocupe usted por nada.

      —Gracias, hijo —respondió la señora—. ¡Pobre hijo mío! ¡Está en todo!

      Quiso que tomara un terrón de azúcar y después Coreta me enseñó un cuadrito, el retrato en fotografía de su padre, vestido de soldado, con la Cruz al Valor que ganó en 1886, en la división del entonces príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo, con sus ojos vivos y su sonrisa alegre. Volvimos a la cocina.

      —Ya he recordado lo que faltaba —dijo Coreta, y añadió en el cuaderno: “Se hacen también las guarniciones para los caballos”. Lo que queda lo escribiré esta noche, estando levantado hasta más tarde. ¡Feliz tú que tienes todo el tiempo que quieras para estudiar, y aún te sobra para ir a paseo!

      Y con alegría, volvió a la tienda, comenzó a poner pedazos de leña sobre la balanza y a partirlos luego por la mitad, diciendo:

      —¡Esto es gimnasia! Más que el ejercicio de pesas. Quiero que mi padre encuentre toda esta leña partida cuando vuelva a casa; eso le gustará mucho. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tés y unas eles que parecen serpientes, según dice el maestro. ¿Qué he de hacer? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo que importa es que mi madre se ponga pronto bien. Hoy, gracias a Dios, está mejor. La gramática la estudiaré mañana, antes de ir a la escuela. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo!

      Un carro cargado de leña se detuvo delante de la puerta de la tienda. Coreta salió fuera a hablar con el hombre, y volvió después.

      —Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—. Hasta mañana. Has hecho bien en venir a buscarme. ¡Buen paseo te has dado! ¡Feliz tú que puedes!

      Y dándome la mano, corrió a tomar el primer tronco, y volvió a hacer sus viajes del carro a la tienda, con su cara fresca como una rosa bajo su gorro de piel, y tan vital que daba gusto verlo.

      “¡Feliz tú!”, me dijo él. ¡Ah, no Coreta, no! Tú eres más feliz; tú porque estudias y trabajas más; porque eres más útil a tu padre y a tu madre; porque eres mejor, cien veces mejor que yo, querido compañero.

       El director

       Viernes 18.

      Coreta estaba muy temprano esta mañana porque iba a presenciar los exámenes mensuales su maestro de la clase de segundo. Coato, un hombrón con mucho cabello y muy crespo, gran barba negra, ojos grandes y oscuros, y una voz de trueno, amenaza siempre a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de las orejas a la dirección, y tiene siempre el semblante adusto, pero jamás castiga a nadie, y antes bien sonríe detrás de su barba, sin delatarse. Ocho son los maestros, incluyendo también el suplente, pequeño y sin barba, que parece un chiquillo, los van a presenciar. Hay un maestro, el de la clase cuarta, cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre lleno de dolores. Otro de la cuarta clase es viejo, muy canoso, y ha sido profesor de no videntes. Hay otro muy bien vestido, con lentes, bigotito rubio y que llaman el abogadito, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura y compuso un libro para enseñar a escribir cartas. En cambio, el que enseña gimnasia tiene tipo de soldado; ha servido con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazo. El director, en fin, es alto, calvo, usa lentes de oro, su barba gris le llega hasta el pecho; está vestido de negro y va siempre abotonado hasta la barba; es tan bueno con los muchachos, que cuando entran todos temblando en la dirección, llamados para echarles un regaño, no les grita, sino que les toma por las manos y les hace estas reflexiones: que no deben obrar así; que es menester que se arrepientan; que prometan ser buenos, y habla con tan suaves modos y con una voz tan dulce que todos salen con los ojos húmedos y más corregidos que si los hubiesen castigado. ¡Pobre director! Él siempre es el primero en su puesto por las mañanas para esperar a los alumnos y dar audiencia a los padres, y cuando los maestros se han ido ya a sus casas, da aún una vuelta alrededor de la escuela, para cuidar de que los niños no se cuelguen en la trasera de los coches, no se entretengan por las calles en sus juegos, o en llenar los bolsones de arena o de piedras; y cada vez que se presenta en una esquina, tan alto y tan negro, bandadas de muchachos escapan en todas direcciones, dejando allí los objetos de juego, y él les amenaza con el índice desde lejos, en su aire afable y triste.

      —Nadie le ha visto reír —dice mi madre—, desde que murió su hijo, que era voluntario

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