Hasta que pase la tormenta. Jane Porter
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–No, no quería decir eso. ¿Has solucionado todos los problemas? –le preguntó él, con un tono excesivamente amable.
Monet tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.
–No, aún debo encontrar un vestido que se ha perdido.
–¿Trabajabas aquí cuando vine a verte hace unos años?
–Llevo cuatro años en Bernard’s.
–¿Por qué no quisiste verme entonces? –le preguntó Marcu.
Monet dejó caer los hombros.
–No tenía sentido –respondió, mirándolo de soslayo.
Tenía un rostro perfecto: frente ancha, nariz recta, labios firmes, mandíbula cuadrada. Y, sin embargo, no era un rasgo en particular lo que lo hacía tan atractivo sino la suma de todo, el rictus de su boca, las arruguitas alrededor de los ojos azules.
–No lo entiendo.
–Tú estabas casado, Marcu. Nada bueno podía salir de esa reunión.
–No vine a verte para acostarme contigo.
–¿Y cómo iba a saberlo? Tu padre sí lo hizo.
–¿Qué?
Monet se encogió de hombros, agotada. ¿Para qué guardar el secreto? ¿Por qué no decirle la verdad?
–Tu padre vino a verme un año antes que tú. Apareció en la puerta de mi casa con regalos.
–Tu madre acababa de morir. Imagino que solo quiso tener un detalle.
–Entonces podría haberme llevado una caja de bombones. ¿Pero un ramo de flores, un camisón de satén rosa? Me pareció totalmente inapropiado.
–Hace un par de años le regaló a mi hermana un camisón rosa en Navidad. ¿Por qué te parece tan escandaloso?
«Porque yo no le caía bien», pensó Monet mirando por la ventanilla. ¿Pero para qué contárselo a Marcu? Él siempre había adorado a su padre. Según él, Matteo Uberto no podía hacer nada mal.
El silencio se alargó. Había empezado a nevar con fuerza y los copos se pegaban a las ventanillas del coche.
–Yo no estaba interesado en que fueras mi amante –dijo Marcu después de unos segundos–. Vine a verte porque mi mujer acababa de morir y necesitaba consejo. Pensé que podrías ayudarme, pero me equivoqué.
Monet tragó saliva.
–Lo siento, no lo sabía.
–Pero sí sabías que me había casado.
Monet asintió. Se había casado seis meses después de que ella se fuera de Palermo. No quería saber nada, pero la noticia estaba en internet y en todas las revistas. La familia Uberto, rica, glamorosa y aristocrática, era la favorita de los medios de comunicación.
Se había casado en la catedral de Palermo con una condesa italiana, Galeta Corrado. Provenía de una familia noble, pero la de Marcu era más antigua. Sus antepasados habían pertenecido a la realeza siciliana quinientos años atrás, un hecho que los medios mencionaban cada vez que hablaban de la boda Uberto-Corrado.
La boda había sido fastuosa. El vestido de novia, con una cola de seis metros y un velo de encaje hecho a mano, sujeto por una tiara de diamantes y perlas que tenía más de doscientos años, había costado cincuenta mil euros. Cuando nació su primer hijo hubo rumores sobre si Galeta estaba embarazada cuando se casó. Fue entonces cuando Monet se negó a volver a leer revistas.
Estaba harta. No quería saber nada más. Quería vivir al margen de la familia Uberto. Se negaba a mirar atrás, se negaba a recordar, a sentir dolor cada vez que alguien mencionaba su nombre.
Ese dolor la sorprendía porque se había convencido a sí misma de que no lo quería, que solo estaba encaprichada. Se decía que era curiosidad y deseo, pero no verdadero amor.
¿Entonces por qué le dolía tanto escuchar su nombre? ¿Por qué le dolía que se hubiera casado? Cuando se casó con Galeta y tuvieron su primer hijo, Monet se dio cuenta de que sus sentimientos por él eran más fuertes de lo que había querido creer. No le dolería tanto si solo hubiera sido un capricho adolescente. No lo echaría de menos si solo hubiera sido curiosidad. No, le dolía porque lo había querido de verdad.
Monet se volvió hacia Marcu de nuevo. Había sido muy guapo a los veinte años, pero era aún más atractivo a los treinta y tres. Sus facciones habían madurado y su piel ligeramente bronceada brillaba de salud y vitalidad.
–¿Cómo murió? –le preguntó, intentando ordenar sus pensamientos y sus imposibles emociones.
–Sufrió un derrame cerebral poco después del último parto –respondió él, apartando la mirada–. Yo no sabía que pudiera pasar, pero el médico dijo que no era tan raro. Al parecer, los derrames causan el diez por ciento de las muertes relacionadas con el embarazo –Marcu se quedó callado un momento–. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Me había ido a Nueva York pensando que estaba en buenas manos con la niñera y la enfermera.
–No debes culparte a ti mismo.
–No me culpo por el derrame, pero no puedo olvidar que murió mientras yo estaba en un avión sobre el Atlántico. No debería haber sido así –Marcu sacudió la cabeza–. Si hubiera estado a su lado, tal vez podría haberla llevado antes al hospital. Tal vez allí los médicos la habrían salvado.
Monet no sabía cómo responder, de modo que se quedó callada, escuchando el rítmico sonido de los limpiaparabrisas mientras su corazón latía acelerado.
Era lógico que a Marcu le pesara la muerte de su esposa. ¿Cómo no iba a sentirse parcialmente responsable? Pero, aunque lo lamentaba mucho, no era su problema. Necesitaba ayuda, ¿pero por qué se la pedía precisamente a ella?
–¿La familia de tu difunta esposa no puede ayudarte con los niños? –le preguntó–. ¿No pueden echarte una mano sus padres o sus abuelos?
–Galeta era hija única y sus padres han muerto. Mi padre también, ya lo sabes. Y mis hermanos están ocupados con sus vidas.
–Como yo estoy ocupada con la mía –dijo ella.
–Solo te pido unas semanas.
–No, lo siento. Sencillamente, no es buen momento.
–¿Y cuándo sería buen momento? –insistió Marcu.
Pasaron frente al banco de Inglaterra y otros edificios históricos que formaban el corazón de la ciudad de Londres.
–Ninguno –respondió Monet, cansada e incómoda. Quería quitarse el sujetador, ponerse el pijama y tomar una copa de vino en la cama–. No tengo el menor deseo de trabajar para ti.
–Lo sé –dijo él.