Hasta que pase la tormenta. Jane Porter
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Marcu lanzó sobre ella una mirada irónica, pero no dijo nada mientras se dirigían hacia una sencilla puerta de madera, que se abrió silenciosamente cuando él pulsó un timbre escondido en la pared. Entraron en un vestíbulo extrañamente sobrio y Monet miró alrededor, desconcertada. Aquel sitio no parecía un restaurante.
–Normalmente, prefiero bajar por la escalera –dijo Marcu–, pero tú llevas de pie todo el día, así que sugiero que tomemos el ascensor.
Bajaron en el ascensor hasta un amplio salón con columnas de mármol. Monet seguía perpleja. Aquel sitio parecía la cámara acorazada de un banco.
–Me alegro de volver a verlo, señor Uberto –lo saludó un hombre vestido con traje de chaqueta negro y camisa del mismo color–. Acompáñenme, por favor.
Los llevó por un largo pasillo hasta un comedor con el techo plateado, lámparas de araña de varios estilos y sillas tapizadas en terciopelo malva. No había más de una docena de mesas, con grupos de hombres en algunas, parejas en otras. Pero no se quedaron allí. El hombre los llevó a un reservado decorado con el mismo estilo, aunque las sillas estaban tapizadas en terciopelo gris.
–Qué sitio tan extraño –comentó Monet mientras los camareros llevaban botellas de agua mineral, aceitunas y paté.
–Hace tiempo fue el banco de Sicilia, ahora es un club privado.
–Ya me lo imaginaba –Monet tomó una aceituna y se la metió en la boca–. A ver si lo adivino, tu padre venía a este club y tú has heredado su tarjeta de socio.
–No, mi abuelo era el dueño del banco. Mi padre lo cerró y cuando no encontró comprador para el edificio decidimos convertirlo en un hotel solo para socios. Y yo convertí la cámara acorazada en un club privado hace cinco años.
–¿Es aquí donde te alojas cuando vienes a Londres?
–En la última planta, sí. Tengo un apartamento.
–Es un sitio muy curioso –murmuró ella, tomando la carta que le ofrecía un camarero.
Le habría bastado con las aceitunas y el paté, pero cuando vio el delicioso marisco a la plancha supo lo que quería.
Cuando el camarero se alejó, Marcu fue directamente al grano.
–Te necesito urgentemente, Monet. Me gustaría volver a Italia esta misma noche, pero es demasiado tarde, así que organizaré el viaje por la mañana…
–No te he dicho que sí.
–Pero lo harás.
Monet dejó escapar un suspiro de frustración. Y, sin embargo, sabía que estaba en deuda con él.
–Enero hubiera sido mucho mejor para mí.
–Ya te he dicho que en enero debo acudir a una conferencia en Singapur y me gustaría tenerlo todo solucionado para entonces.
–¿Solucionado en qué sentido?
–Quiero estar casado con Vittoria para entonces. Me preocupan los niños cuando estoy de viaje y…
–Pero los niños no tienen relación con tu futura esposa, ¿no?
–Han sido presentados.
Monet tuvo que contener una carcajada.
–No sé quién me da más pena, tu futura esposa o tus hijos. «Han sido presentados» –repitió, haciendo una mueca–. ¿Dónde está tu sensibilidad?
–No tengo ninguna. Ahora soy duro como una piedra.
–Pobre de tu futura esposa.
–No soy un romántico, nunca lo he sido.
–¿Eso dice el hombre que adora la ópera, que escucha a Puccini durante horas?
–A ti te encantaba la ópera, yo solo apoyaba tu pasión.
Monet lo miró, pensativa.
–Tú sabes que sería mejor contratar a una niña profesional que intentar solucionar las cosas casándote de nuevo. Las mujeres tienen sentimientos.
–Vittoria es una mujer práctica y espero que tú también lo seas. Te pagaré cien mil euros por cinco semanas de trabajo –dijo Marcu–. Espero que eso cubra la pérdida de tu sueldo.
–¿Y si pierdo mi trabajo en Bernard’s?
–Seguiré pagándote veinte mil euros a la semana hasta que encuentres un nuevo puesto de trabajo.
Monet torció el gesto, intrigada y horrorizada a la vez.
–Eso es mucho dinero.
–Mis hijos lo merecen.
–De modo que te consume el sentimiento de culpa por la muerte de tu esposa.
–No es sentimiento de culpa, es que quiero arreglar la situación. Mis hijos son buenos niños, pero yo no puedo atender todas sus necesidades. Necesitan una madre, por eso he decidido volver a casarme.
–Pero tu mujer será una extraña para ellos.
–Al principio sí, claro, pero tarde o temprano forjarán una relación. No espero que ocurra de la noche a la mañana, pero ocurrirá con el tiempo. Imagino que, cuando llegue el momento, los niños estarán encantados de tener una nueva hermanita o hermanito.
Monet torció el gesto. ¿De verdad pensaba que sus hijos, privados de su madre, recibirían a un hermanito con alegría, un niño con el que competirían por la atención de su padre?
–Estudiaste Economía en la universidad, pero deberías haber estudiado también psicología infantil –dijo por fin–. No creo que los niños quieran tener más competencia, Marcu.
–Aún son pequeños, pero su inocencia es una ventaja. Necesitan una figura materna y mi intención es dársela. Sienten un gran cariño por su niñera, pero me temo que la señorita Sheldon está a punto de dejarnos.
–Pensé que solo había ido a visitar a sus padres.
–Así es, pero solo es una cuestión de tiempo –Marcu hizo una pausa–. La señorita Sheldon se ha enamorado de mi piloto. Han estado saliendo juntos en secreto durante el último año. Ellos no saben que lo sé, pero no son tan discretos como creen.
–¿Y no podría casarse y seguir trabajando para ti?
–No, no lo creo. Imagino que querrán formar su propia familia.
–Pero aún no se ha ido.
Marcu hizo una mueca.
–No quiero seguir hablando de la señorita Sheldon. Solo quería decirte que no perderás dinero trabajando para mí.
Su brusco y arrogante tono molestó a Monet. La idea de trabajar para él le producía náuseas. No tenía intención de ser su empleada. No quería que