Más que una secretaria. Carla Cassidy
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Hank se reclinó contra el respaldo de su asiento.
–La esposa de Brody es una psicóloga especializada en salvar matrimonios. Ha desarrollado un programa de una semana con el que pretende profundizar en el compromiso y la intimidad entre parejas. El caso es que Brody ha pensado que sería un buen regalo invitarnos a mí y a mi «esposa» a su rancho de Mustang, donde su mujer organiza los cursos. Así que el lunes por la tarde tengo que estar en Mustang, y si no me presento con una esposa, existen serias posibilidades de que Brody cancele su cuenta con nosotros.
–¿Y Sheila? –preguntó Angela, refiriéndose al último amor de Hank.
Él la miró con gesto incrédulo.
–Piensa un poco, Angela –dijo en tono irónico–. ¿Te parece que Sheila da el tipo de mujer casada?
No. Aquella pelirroja de cuerpo escultural no parecía poseer los atributos típicos de una esposa. Probablemente, su sensualidad hacía pensar a los hombres en noches ardientes y sexo ilícito. Tenía aspecto de amante, no de esposa.
–Sin embargo, tú eres perfecta para el papel –continuó Hank. Angela no supo si sentirse halagada o insultada–. Solo tendrás que hacerte pasar por mi esposa durante una semana. Serán más unas vacaciones que otra cosa –volvió a inclinarse hacia delante, dedicando a Angela una mirada llena de embrujo.
Ella se preguntó si sería la misma mirada que utilizaba para tratar de llevarse a una mujer a la cama. Era la primera vez que aquellos ojos bonitos y sexys la miraban así, y sintió una lenta calidez ascendiendo desde la punta de sus pies hasta su rostro.
–No creo que sea buena idea –murmuró, apretando contra su pecho el informe que sostenía en las manos–. ¿Y si meto la pata y pongo en peligro la cuenta? Me parece una locura.
–Tienes razón –asintió Hank–. Todo el asunto es una locura, pero tengo que asistir y te necesito para salir del atolladero. Cobrarás una paga extra de mil dólares.
Angela abrió los ojos de par en par ante aquel incentivo. Podía hacer muchas cosas con mil dólares. Su madre necesitaba un nuevo aparato de aire acondicionado, y su hermano, Brian, siempre necesitaba dinero extra para sus estudios. Y si ella quería buscar otro trabajo, el dinero le daría un poco de tiempo para decidir lo que quería hacer.
–Mil quinientos –dijo Hank–. Por una semana que será más de vacaciones que de trabajo.
–De acuerdo –aceptó Angela, reacia, sabiendo que probablemente estaba cometiendo un error, pero incapaz de rechazar la oportunidad de aliviar un poco la situación financiera de su familia.
–Estupendo –Hank se levantó, sonriendo aliviado–. ¿Por qué no te tomas el resto de la tarde para ir a casa y escribir una especie de informe sobre ti misma? Traémelo mañana y así tendré el fin de semana para estudiarlo. Yo haré lo mismo para ti. El lunes debemos saber lo suficiente el uno del otro como para dar la impresión de que llevamos casados un tiempo.
Cuando Hank se sentó y abrió una carpeta que tenía sobre la mesa, Angela supo que había llegado el momento de retirarse. Salió del despacho y fue a la zona de recepción, donde se encontraba su escritorio.
Aunque llevaba dos años trabajando para Hank Riverton, no estaba segura de querer continuar en aquella oficina. Cuando Hank Riverton la entrevistó por primera vez para el trabajo le explicó que su puesto incluía tanto los deberes de asistente personal como los de secretaria.
A Angela la alegró mucho conseguir el puesto y, al principio, no le importó ocuparse de los encargos personales de su jefe, como comprar los regalos de cumpleaños para su padre y su tía, o recoger su ropa de la tintorería. Esperaba alcanzar su sueño de convertirse en redactora publicitaria, de llegar a formar parte del proceso creativo del mundo de la publicidad.
En la entrevista inicial, Hank mencionó la posibilidad de ascender en la empresa, y conociendo la reputación de la Agencia de Publicidad Riverton, Angela se entusiasmó ante la posibilidad de aprender de él.
Pero, hasta ese momento, lo único que había aprendido era que a su jefe le gustaban las camisas bien almidonadas y los sándwiches sin mayonesa, que ninguna novia le duraba más de tres semanas y que siempre les enviaba flores cuando las dejaba. Y aunque sentía que había aprendido muchas más cosas durante aquellos dos años, no había tenido la posibilidad de poner sus conocimientos en práctica. Se sentía frustrada, mal aprovechada y quería más de su trabajo.
Mientras ordenaba su escritorio, se fijó en la gran foto de su jefe que adornaba la pared que tenía enfrente.
Hank Riverton. A los treinta y tres años ya era un profesional de éxito en el mundo de la publicidad. Y tampoco podía ponerse en duda que era un hombre guapo e irresistible. Tenía el pelo oscuro, fuerte y ondulado, y los ojos azules. Sus rasgos marcados no irradiaban tan solo atractivo, sino también inteligencia.
Los dos primeros meses de trabajo Angela estuvo deslumbrada por él como una adolescente. Se quedaba muda en su presencia, el corazón le palpitaba cuando andaba cerca y tenía sueños eróticos con él casi todas las noches.
El enamoramiento había pasado, dejando una sincera admiración por su sentido para los negocios, pero también la certeza de que no era la clase de hombre del que quería enamorarse.
Respirando profundamente, tomó su bolso y salió de la oficina. Mientras conducía hacia su casa se hizo claramente consciente de lo que acababa de aceptar.
Esposa por una semana. Iba a ser la esposa de Hank Riverton durante una semana. Bajó la ventanilla y respiró profundamente el cálido aire del verano, reprimiendo el impulso de volver y decirle al señor Riverton que no quería seguir adelante con aquella farsa.
También le habría gustado decirle que estaba cansada de ser la recadera de un hombre que apenas era consciente de su existencia como persona.
La idea de fingir ser su esposa durante una semana resultaba realmente absurda. Pero la idea de cobrar mil quinientos dólares por aquella locura resultaba peligrosamente reconfortante.
«No es justo perpetuar una mentira, aceptar dinero por hacerlo, y luego dejar el trabajo», susurró una vocecita en su interior. «Haz tu trabajo, toma el dinero y corre», exclamó a continuación otra voz más fuerte.
Angela decidió escuchar el último consejo. Después de todo, con aquella mentira no iba a hacer daño a nadie, y el dinero le había sido ofrecido como un extra.
Cuando pasara la semana, si decidía dejar el trabajo avisaría a Hank Riverton con el tiempo estipulado por la ley. Aparte de eso, no le debía nada.
Mientras iba por el sendero que llevaba a la pequeña casa de su madre, se preguntó cómo explicarle a esta su viaje. Con decirle que se trataba de un viaje de trabajo bastaría.
No tenía por qué mencionar en qué iba a consistir su trabajo. Sabía que a su madre no le parecería bien que fuera a hacerse pasar por la esposa de Hank. Además, ya tenía veintiocho años y era lo suficientemente mayor como para tener algunos secretos.
Mientras salía del coche, su mente pasó al siguiente problema: ¿qué equipaje debía preparar para hacerse pasar por la esposa de Hank Riverton en un rancho de Montana?
–Sí, Brody, estamos deseando ir –dijo Hank, hablando por teléfono–. Llegaremos