Saud el Leopardo. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿El joven Abdul-Aziz? –inquirió intentando aparentar una indiferencia que no sentía–. Creo recordar que, cuando su padre escapó de Riad, Ibn Saud tendría casi diez años, por lo que ahora debe de tener...
–Veintiuno –fue la seca y segura respuesta–. Pero los que le conocen aseguran que se ha convertido en una especie de gigante de dos metros de altura y un gran guerrero que ha jurado no descansar hasta clavar tu cabeza en una pica y expulsarnos a los turcos de Arabia.
–¡El muy cretino no escarmienta! –masculló el emir entre dientes–. Ya lo intentó hace dos años, pero le obligué a regresar con el rabo entre las piernas a esconderse bajo la cama del emir de Kuwait. Y sabes muy bien que si no hubiera sido porque intervino la Armada inglesa habría acabado con ambos y en estos momentos yo ocuparía el trono de ese cretino de Mubarrak.
–Por aquel entonces Ibn Saud se encontraba prácticamente solo, pero por lo que he conseguido averiguar ahora le siguen treinta hombres –le advirtió el otomano. Mohamed Ibn Rashid no pudo evitar una sonrisa de desprecio mientras hacía como que prestaba toda su atención a una nueva bailarina que acababa de aproximarse hasta casi rozarle el rostro de forma insinuante, pese a lo cual resultaba evidente que su pensamiento se encontraba lejos de allí.
Al fin agitó la cabeza como si le costara trabajo aceptar que lo que acababan de contarle pudiera ser verdad.
–¡Treinta hombres! –replicó casi escupiendo las palabras–, ¡qué absurda locura! Mañana mismo puedo lanzar tras él a un millar de mis mejores jinetes xanmars. Empiezo a creer que ha llegado el momento de acabar de una vez por todas con esa maldita estirpe de la casa de Saud.
–Pues te aconsejo que actúes cuanto antes, porque si lo ocurrido llega a los oídos del califa podría alcanzar la conclusión de que no estás capacitado para ser su aliado y buscarse otro.
–¿Supones que lo haría? –se inquietó Mohamed Ibn Rashid.
–Nunca he sido tan osado como para intentar siquiera suponer qué es lo que pasa por la mente del comendador de los creyentes. Me limito a obedecer y punto.
–¿Tienes alguna idea sobre dónde puede encontrarse en estos momentos Ibn Saud?
–Ayer llegó una paloma con un mensaje de uno de mis espías que asegura que le han visto dirigirse al sureste, hacia el territorio de los ajmans.
Mohamed Ibn Rashid sonrió ahora de una forma mucho más espontánea, puesto que evidentemente la noticia le agradaba sobremanera.
–¡Los ajmans! –exclamó como regodeándose en semejante nombre–. En ese caso no vale la pena movilizar a mis jinetes. Esos cerdos ismaelitas acabarán con él.
–Yo no confiaría tanto en ellos.
–No lo pongo en duda –admitió el turco–. Sospechamos que en una ocasión Suleiman asesinó a dos de nuestros oficiales de Caballería que se habían perdido en su territorio, pero nunca hemos podido confirmarlo debido a que desaparecieron sin dejar rastro.
–Es su especialidad –insistió el emir–. Acoge, engaña, asesina, roba y entierra luego a sus víctimas a sotavento de una gran duna, de tal modo que en cuanto la arena avanza empujada por el viento cubre los cadáveres, que desaparecen para siempre.
–¡Hijo de puta!
–El mayor que existe. Si no se encuentran los cadáveres durante los primeros días, ya no se encuentran nunca.
–¡Lógico! Esas dunas suelen afirmarse y permanecer en el mismo lugar durante cientos de años.
–Por lo que me han contado, las inmensas y bellísimas dunas de su territorio, que con frecuencia recuerdan cuerpos de mujeres desnudas, ocultan cientos de cadáveres.
–¡Listo el muy cerdo! –masculló una vez más el general–. ¿O sea que esos dos pobres oficiales probablemente descansarán ahora bajo millones de toneladas de arena?
–Eso me temo, amigo mío –reconoció el emir fingiendo una pena que no sentía–. Suleiman está considerado una vergüenza y una deshonra entre los habitantes del desierto.
–Sin embargo, lo has convertido en uno de los más firmes pilares de tu gobierno.
–En efecto... –se vio obligado a reconocer de manifiesta mala gana su interlocutor–. Las circunstancias me han obligado a tenerle como indeseable aliado pese a que soy consciente de que es el beduino más avaro, traidor, corrupto y rastrero de Arabia.
–¡Lo que ya es decir mucho! –comentó su huésped antes de meterse en la boca la boquilla del narguile que acababan de encenderle.
Mohamed Ibn Rashid no pudo por menos que dirigirle una larga mirada de reconvención al tiempo que le espetaba:
–Ese comentario no ha tenido ninguna gracia.
–Es que no lo hecho con intención de ser gracioso, sino de ser sincero... –replicó el otro sin inmutarse–. No olvides que si te sientas en un trono es gracias a mí, o, para ser más exactos, a lo que me ordenó que hiciera mi señor, el califa. Y te garantizo que nos vimos obligados a soltar dinero a raudales, porque la adhesión de la mayoría de los sheiks de las tribus beduinas tan solo se obtiene a base de oro. ¡Mucho oro!
–Me consta y siempre te lo he agradecido, pero sabes muy bien que os lo estamos pagando con creces a base de impuestos.
–¡Demasiado despacio, amigo mío! Demasiado despacio. Y ahora gira la vista a tu alrededor y muéstrame a alguien de esta sala que no haya traicionado en alguna ocasión a la casa de Saud, o que no esté dispuesto a traicionarte a ti, o incluso a mi señor, el califa, en cuanto le aseguren que alguien le va a reducir los impuestos a la mitad.
El campamento se alzaba en el extremo oeste de un oasis de palmeras tristes y polvorientas, protegido del viento por un pequeño pero escarpado macizo rocoso, y no estaba constituido más que por una veintena de burdas jaimas de pelo de camello, sucias y descuidadas, plantadas sin orden ni concierto, así como por tingladillos de cañas y hojas de palma entre los que pululaban cabras, camellos, ovejas y gallinas junto a mujeres desgreñadas y chiquillos mugrientos.
En la mayor de las jaimas, el grasiento y sudoroso Suleiman, gordo hasta parecer apopléjico, de mirada huidiza e hipócrita sonrisa, sheik indiscutible de una de las familias más fanáticas y sanguinarias de los ajmans, hizo un gesto de asentimiento con el fin de que su bella e inquietante hija, Zoral, ofreciera ceremoniosamente una bandeja de humeante carne de cabra a Abdul-Aziz Ibn Saud, quien la rechazó con un gesto mientras cogía un puñado de dátiles de un plato.
–No, gracias –dijo–. Con esto me basta.
Un tanto desconcertada, la atractiva muchacha, que parecía moverse más como un felino que como un ser humano, ofreció la bandeja a Mohamed, Jiluy y Ali, deteniéndola largo rato ante Omar, pero los cuatro la rechazaron igual que su príncipe, alegando que se conformaban con dátiles y agua.
–Poco