Saud el Leopardo. Alberto Vazquez-Figueroa

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Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa Biblioteca de Alberto Vázquez Figueroa

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      Al frente ondeaba una vez más la bandera verde de la casa de Saud, pero ahora eran casi cincuenta los jinetes, y se distinguían entre ellos los jaiques rayados, distintivos de otras tribus que no se encontraban entre la montonera que un mes atrás había asaltado la caravana de soldados otomanos.

      La muchacha alargó la mano hacia un viejo fusil colgado de un poste, pero pareció comprender que de nada le serviría, por lo que buscó a su alrededor un lugar en el que esconderse del incierto peligro que se aproximaba. Al fin, llegó de igual modo a la conclusión de que no existía escape posible, por lo que optó por dejar el arma en su sitio y continuar con su tarea de sacar agua.

      La tropa se detuvo, rodeándola entre un berrear de camellos, un agitar de patas y voces de mando, y la muchacha no pudo por menos que dar un paso atrás, asustada, pese a que Ibn Saud saltó a tierra al tiempo que le hacía un gesto con el fin de que se tranquilizase.

      –¡No temas! –dijo–. No pretendemos hacerte daño; solo queremos agua. ¿De quién es este pozo?

      –De mi amo, Malik el-Fassi. Él lo cavó y su agua es toda su riqueza.

      Ibn Saud asintió con gesto de haber comprendido lo que quería decir, alargó la mano y depositó en la de ella un puñado de monedas.

      –Esto es para que se las entregues a tu amo; quien abre un pozo en el desierto merece una justa recompensa. —La muchacha se apresuró a ofrecerle el pellejo de cabra que servía de odre para extraer el agua, Ibn Saud bebió con ansia y de inmediato se lo pasó a su hermano Mohamed, que se encontraba a su lado.

      A continuación extrajo una nueva moneda y se la ofreció a la joven.

      –Esta es para ti –señaló con una tenue sonrisa–. Con ella podrás comprar tu libertad. ¿Cómo te llamas?

      –Baraka.

      –¿Baraka...? –no pudo por menos que sorprenderse Mohamed, que le acababa de pasar el odre a Jiluy–. ¿Acaso no sabes que esa palabra significa «suerte» o algún tipo de inexplicable don o gracia divina que se atribuye a ciertos santones y a objetos que han pertenecido a grandes hombres?

      –Lo sé.

      –En ese caso aclárame si es que eres santa, posees un don, has pertenecido a algún gran hombre o acaso es que traes suerte.

      –¡No lo sé! –fue la sincera respuesta de la joven–. En realidad me llamo Agatinya, pero cuando mi amo me compró, su esposa, que estaba a punto de morir de parto, dio a luz un precioso niño y se curó en el acto. Además ese año la cosecha fue extraordinaria, y el día en que le aseguré a mi amo que en este punto exacto había agua decidió cambiarme el nombre.

      –¿Y por qué sabías que encontraría agua en este punto exacto?

      –Porque las mujeres de mi tribu siempre saben dónde encontrar agua en el desierto, o no sobrevivirían ni una semana.

      –¿A qué tribu perteneces? –inquirió un sorprendido Ibn Saud, al que sin duda la belleza y el desparpajo de la muchacha habían impresionado de una forma impropia en él.

      –Soy turkana, mi señor.

      –¿Turkana? –se escandalizó Jiluy como si hubiera mencionado al propio demonio–. No pareces turca.

      –No he dicho turca, mi señor; he dicho turkana –le contradijo ciertamente molesta la negra–. Mi tribu habita a orillas de un gran lago salado, el Turkana, al otro lado del Mar Rojo, en el interior de África. Y te aseguro que aquel desierto de piedras es mil veces más árido que este.

      –Nunca he estado en África ni he oído hablar de ese lago o ese desierto, que dudo pueda ser más árido que este, pero me alegra que no seas turca –intervino de nuevo Abdul-Aziz Ibn Saud–. Aborrecemos a los turcos.

      »¿Pero cómo es que te encuentras tan lejos de tu casa?

      –Los traficantes de esclavos somalíes me raptaron de niña, me trajeron aquí y me vendieron a Malik, que por fortuna es un buen amo que nunca ha abusado de mí ni me ha maltratado.

      –¡Lógico si le has traído tanta suerte! ¡De acuerdo! De ahora en adelante eres libre y adviértele al bueno de Malik que ha sido el mismísimo Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, quien te ha regalado esa moneda y le ordena que te deje de inmediato en libertad o volveré y le rebanaré el pescuezo.

      La muchacha intentó arrodillarse a besarle las sandalias, pero Ibn Saud se lo impidió con un gesto, obligándola a alzarse.

      –¡No lo hagas! –le reconvino–. ¡Nunca vuelvas a hacer eso y empieza a comportarte como una mujer libre!

      –¿Y cómo se comporta una mujer libre? –fue la inocente pregunta–. Primero mis padres y luego Malik me dijeron siempre lo que tenía que hacer. Creo, señor, que no sabré ser libre.

      –Pues tendrás que aprender por ti misma, porque con frecuencia tomar las propias decisiones resulta mucho más difícil que permitir que otros las tomen por ti. –Hizo un gesto con la mano como pretendiendo indicar que se alejara al añadir–: Ve a donde quieras y busca por ti misma tu camino, pero procura que se encuentre lo más cerca posible de los caminos señalados por Alá.

      La negra le miró fijamente a los ojos y se diría que su rostro comenzaba a transformarse; incluso su voz sonó distinta al señalar:

      –Tú serás grande, mi señor. Como ya te he dicho, las mujeres turkanas sabemos cómo encontrar agua dondequiera que se esconda, y desde que llegué a esta tierra presiento que bajo mis pies hay algo, tal vez enormes manantiales, tal vez otra cosa diferente que no acierto a saber, pero que hará de ti un hombre poderoso entre los poderosos.

      Todos los presentes permanecieron unos instantes un tanto desconcertados por unas palabras que habían sido pronunciadas con absoluto convencimiento.

      Al fin, fue el propio Ibn Saud quien se decidió a hablar mientras se disponía a montar de nuevo en su caballo, y lo hizo tratando de tomárselo a broma.

      –Me parece que lo que tienes no es baraka, muchacha, sino la cabeza llena de grillos, y aunque me divierte e interesa tu charla, casi mil hombres nos vienen pisando los talones y ha llegado la hora de poner tierra de por medio.

      –Y por lo que veo estáis huyendo hacia Rub-al-Khali... –La turkana se inclinó y de la bolsa de cuero que se encontraba junto al viejo fusil extrajo un collar de conchas marinas que colocó en la palma de la mano de Ibn Saud–: ¡Toma! –dijo–. Te será muy útil en ese infierno.

      –¿Qué es esto? –inquirió él, visiblemente molesto por el extraño obsequio–. ¿Magia de tu tribu? ¿Un amuleto? No puedo aceptarlo porque Alá siempre ha sido y siempre será mi único amuleto.

      La hermosa negra negó con la cabeza, al tiempo que una leve sonrisa afloraba a sus labios.

      –¡No! –replicó–. No se trata ni de magia ni de amuletos; no es más que un simple objeto que los miembros de mi tribu siempre llevamos con nosotros. Si en verdad te ves obligado a adentrarte en «La Media Luna Vacía» cuélgatelo del cuello y nunca te desprendas de él porque te salvará la vida.

      –¿Cómo?

      –Bastará con que lo dejes toda la noche

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