Saud el Leopardo. Alberto Vazquez-Figueroa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa страница 8

Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa Biblioteca de Alberto Vázquez Figueroa

Скачать книгу

Saud, nacido y criado en un palacio en el que vivía rodeado de esclavos y eunucos que atendían al instante sus menores caprichos, aprendió en una semana lo que no había aprendido en los diez años anteriores, debido al hecho evidente de que lo que estaba en juego era conseguir cumplir al menos once años más.

      Varios de sus hermanos no lo lograron, razón por la cual sus cuerpos permanecían enterrados bajo la arena en algún olvidado rincón de Rub-al-Khali, pero Mohamed también sobrevivió, y gracias a ello se encontraba ahora sentado frente a él, como prueba innegable de que lo que se aprende en la infancia rara vez se olvida.

      Un camello moribundo emitió un débil y desesperado lamento y se agitó como enloquecido por el sol, que parecía querer derretirlo en vida, por lo que Abdul-Aziz Ibn Saud alzó el rostro y observó con gesto de visible desagrado y profunda preocupación a los buitres que giraban sobre sus cabezas.

      Era el único, aparte de su hermano, que aún conservaba serenidad y firmeza, acostumbrado como estaba a una vida en extremo rigurosa y de la que podría pensarse que había sido una preparación para aquel momento cumbre de supremo sacrificio.

      Con un gesto de la barbilla le hizo notar a Mohamed la situación del desgraciado animal.

      –Va a morir, por lo que es mejor que lo matemos y nos bebamos su sangre. Es posible que con eso, y son su carne, consigamos mantenernos con vida un poco más.

      Mohamed no respondió, ya que no se encontraba con ánimos para pronunciar una sola palabra, y ni tan siquiera pudo ayudar a su hermano cuando, a la caída de la tarde, se aproximó al camello, pronunció una corta oración y lo degolló con la cabeza vuelta hacia La Meca, con el fin de recoger en un recipiente la sangre que manaba a borbotones de la ancha herida.

      La distribuyó entre sus hombres y permitió que fuera el hercúleo Ali, ya casi con las sombras de la noche encima, quien descuartizara a la bestia y comenzara a repartir los trozos.

      Mohamed, quizás un tanto reconfortado por la sangre y por el pedazo de carne cruda que Ali le había traído, y que masticó en silencio, inquirió de improviso:

      –¿En qué piensas?

      Ibn Saud intentó sonreír pese a que se advertía en él una extraña tristeza, tal vez una invencible nostalgia, en su forma de mirar.

      –En mi primera esposa. ¿La recuerdas? Murió siendo casi una niña y nuestro matrimonio no duró más que unos meses.

      –La recuerdo, y también recuerdo que cuando la enterramos nos rogaste que nunca volviéramos a hablar de ella porque el mero hecho de pronunciar su nombre te apenaba. ¿Has cambiado de idea?

      –¡En absoluto! Creo que, aunque viviera cien años y llegara a ser tan poderoso como predijo la muchacha del pozo, nunca podría olvidarla ni jamás llegaría a amar realmente a otra mujer. Ignoro por qué razón cuando me encuentro en un momento de peligro su rostro se me aparece y su voz me ordena que me mantenga firme.

      –Te conozco bien y me consta que no necesitas que ella se te aparezca para mantenerte firme... –le hizo notar Mohamed–. En cuanto al hecho de no enamorarte, estoy seguro de que si nos hubiéramos quedado tan solo unas horas junto al pozo habrías perdido la cabeza por la negra turkana.

      –¡No te diría yo que no! –admitió casi a regañadientes su hermano mayor–. Cierto es que el simple hecho de mirarla me cortaba el aliento.

      –¡A ti y a todos! –fue la divertida respuesta de Mohamed–. Y te garantizo que, si logramos salir de aquí y no te decides a ir a buscarla, iré yo.

      –Te arriesgas a perder una oreja.

      –Era preciosa... ¿Cómo se llamaba...?

      –Baraka –le recordó Ibn Saud.

      –¡Eso es, Baraka! Cierto es que bien vale una oreja, e incluso te diría que hasta las dos si algún día consiguiera que me mirara como te miraba a ti.

      Permanecieron en silencio durante horas, como estatuas de piedra que apenas agitaban más que las aletas de la nariz, hasta que Mulay, Turki y Omar abandonaron sus precarios refugios y acudieron a colocarse ante ellos en actitud decidida.

      –Juramos seguirte hasta la muerte, príncipe –dijo el segundo–. Te lo juramos y venimos a confirmarte nuestro juramento. ¡Pero esto! Esto, mi señor, es peor que la muerte. ¡Regresemos! Salgamos de este infierno y plantemos batalla como auténticos guerreros.

      Ibn Saud los observó y había una mezcla extraña de compasión y tristeza en su forma de mirarlos, pero había de igual modo una firme decisión a la hora de dar su respuesta:

      –Eso es lo que esperan los xanmars y los ajmans que hagamos, mi queridísimo Omar –señaló–, que intentemos regresar a pie, destrozados, debilitados y tambaleantes, con el fin de galopar alegremente hacia nosotros y divertirse cercenándonos la cabeza de uno en uno.

      –¿Y qué otra cosa podemos hacer más que luchar?

      –Esperar, porque conozco a los murras, sé que se deslizan como sombras en la noche y ven en la oscuridad, por lo que poco a poco irán pasando a cuchillo a los que han sido siempre sus peores enemigos, que acampan ahora en su territorio. Les estamos proporcionando la oportunidad de vengarse y os aseguro que no la desperdiciarán. O mucho me equivoco, o llegará un momento en que a los ajmans les aterrorizará más la idea de permanecer en el borde de Rub-al-Khali, que a nosotros en su interior. Por eso nos mantendremos quietos y en silencio hasta que nos crean muertos.

      –No tendrán que creerlo. Pronto lo estaremos –dijo Mohamed.

      –Viviremos –le tranquilizó su hermano–. De eso estoy seguro. Viviremos contra toda lógica, y cuando se hayan olvidado de nosotros, atacaremos donde menos esperan.

      –¿Dónde?

      Ibn Saud tardó en responder, quizá porque comprendía que lo que iba a decir resultaría inconcebible y advertía que los ojos de todos los beduinos, que se habían ido reuniendo a su alrededor, permanecían pendientes de sus palabras.

      Cuando al fin habló, lo hizo muy despacio y con serenidad, plenamente convencido de lo que iba a decir:

      –En Riad.

      Desde su propio hermano al último de los guerreros le miraron con asombro y como si hubiera perdido el juicio. Quizás el ardiente sol del desierto le había trastornado, y fue Jiluy el primero en reaccionar ante tamaña insensatez.

      –¿Riad? ¿Es que te has vuelto loco?

      –¿Por qué? Nadie imaginará jamás que un puñado de supervivientes de La Media Luna Vacía sean tan osados como para lanzarse a la conquista de la capital de un reino. Esa es en estos momentos nuestra mejor arma. ¡La única!

      –¡Pero eso es imposible! Riad está amurallada y su fortaleza siempre ha sido inexpugnable.

      –Lo sé, pero si por casualidad conseguimos tomarla, el eco de la hazaña resonará hasta en el último rincón de Arabia. Entonces todas las tribus del desierto, que lo único que admiran es el valor, se nos unirán para expulsar de nuestra tierra al invasor.

      –¡Pero somos tan pocos! –exclamó un desolado Mohamed–. ¡Y estamos tan débiles!

      Ibn Saud hizo un gesto de asentimiento,

Скачать книгу