Saud el Leopardo. Alberto Vazquez-Figueroa

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Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa Biblioteca de Alberto Vázquez Figueroa

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¡a quienes Alá confunda y el desierto se trague para siempre! –comentó de inmediato Suleiman–. Te veo en exceso delgado, querido amigo.

      –Las fuerzas que necesito en esta lucha no se obtienen de la carne de un animal muerto –le hizo notar Ibn Saud sin apenas inmutarse–. Y no he venido desde tan lejos en busca de manjares, sino de tu ayuda con el fin de librar a Arabia de los rashiditas y sus amigos turcos.

      –¿Y cómo podría alguien tan humilde como yo ayudarte en tan difícil y arriesgada empresa, mi admirado y bien amado príncipe?

      –Con hombres, camellos, armas y municiones –fue la seca respuesta–. Y sobre todo dinero.

      El sheik de los ajmans señaló con un amplio gesto su sucia jaima y los cuatro sobados arcones de cuero que parecían constituir todo su mobiliario y posesiones al tiempo que señalaba:

      –Tú mismo puedes comprobar cuan pobre continúo siendo, príncipe. No tengo más que una única hija, mi tribu es pequeña, mis guerreros escasos, mis tierras infértiles y mis camellos insuficientes. No sé cómo podría ayudarte.

      Ibn Saud contempló en silencio a su repelente anfitrión y ni siquiera intentó disimular el desagrado que le producía. Tomó otro dátil, se lo metió delicadamente en la boca, lo masticó despacio y extrajo el hueso, que depositó sobre un plato con estudiada elegancia.

      –Hace años –dijo–, siendo yo apenas un niño, mi padre, el rey Abdul Rahman, fue expulsado de su capital, Riad, por el traidor Mohamed Ibn Rashid, al que apoyaban los turcos.

      –Lo sé y siempre lo lamenté –replicó el gordo–. Apreciaba a tu padre.

      –Lo dudo mucho, dado que en tan terribles circunstancias mi familia vagó por el desierto buscando la protección de las tribus beduinas, en un desesperado intento por salvar la vida y la honrosa estirpe de los Saud. Todas, incluida la de los pobres murras, que la mayor parte de los días no tienen nada que llevarse a la boca, nos brindaron una hospitalidad que ha constituido desde siempre la principal virtud de los nómadas; todas menos una...

      El rostro de Suleiman se había ido demudando a medida que Ibn Saud hablaba; su nerviosismo aumentaba y sus ojos se volvían a todas partes como esperando una ayuda que no llegaba. Intentó atajar con un gesto de la mano a su huésped, que no obstante continuó impertérrito:

      –Los ajmans fingieron acogernos bajo su techo con intención de robarnos, asesinarnos y cobrar posteriormente la recompensa que los turcos ofrecían por nuestras cabezas, pero mi padre se dio cuenta a tiempo y...

      –¡No! ¡Yo no! –se defendió desesperadamente el sheik para gritar a continuación–: ¡Fedayines! ¡Ahora! —Ese grito iba dirigido hacia el fondo de la jaima, en la que se abrió de improviso una especie de falsa pared de la que surgieron dos beduinos armados de largos alfanjes que apartaron a un lado a la muchacha con la evidente intención de lanzarse sobre Ibn Saud y sus hombres.

      Ni siquiera tuvieron tiempo de dar un paso, puesto que Omar, que ocultaba su mano derecha bajo un amplio jaique, hizo un leve movimiento, sonaron dos disparos, y los atacantes cayeron casi simultáneamente, sin lanzar un grito de agonía.

      Suleiman había dado a su vez un salto esgrimiendo una amenazadora gumía, pero dejó caer el brazo al comprobar que ahora el arma de Omar le apuntaba directamente a los ojos mientras Ibn Saud agitaba la cabeza en un gesto de reconvención.

      –Nunca cambiarás, Suleiman –musitó Ibn Saud con evidente amargura–. Tus latrocinios, tus traiciones y tu avaricia continúan siendo la vergüenza de los habitantes del desierto.

      Indicó con la mirada los arcones, y Ali, con un golpe del revés de su alfanje, hizo saltar los candados. Al volcarlos, de dos de ellos surgió una cascada de monedas e infinidad de objetos de oro y plata que se desparramaron sobre los desnudos pies de Zoral.

      El repugnante sheik se precipitó a interponerse entre el negro y su tesoro al tiempo que aullaba como un poseso hasta un punto que se podría afirmar que había perdido el juicio.

      –¡No toques mi oro! –aulló–. ¡No lo toques! Quítame la vida si quieres pero no me quites el oro.

      Ibn Saud, que se había puesto en pie sin abandonar ni por un instante aquella especie de inalterable serenidad que presidía cada uno de sus ademanes y que emanaba de toda su persona, sacudió la cabeza con un gesto de auténtica lástima.

      –¿De qué te servirá todo ese oro en el otro mundo, Suleiman? –preguntó–. ¿De qué te servirá? ¿Acaso imaginas que el Paraíso que Alá promete a los honrados y a los justos se puede comprar con el fruto del robo y la rapiña?

      Hizo una leve indicación a Omar, haciéndole comprender que debía llevarse de allí a la muchacha que se había limitado a permanecer en pie contemplando a su padre como si se hubiera convertido en estatua de piedra. En cuanto ambos hubieron abandonado la estancia, Ibn Saud afirmó con la cabeza, en lo que constituía una muda orden, y con suma habilidad Ali pinchó al gordo en el costado con la punta de su alfanje y, cuando se inclinó instintivamente, de un solo tajo rápido y brutal le cercenó la cabeza, que rodó sobre la alfombra para ir a detenerse sobre la aún humeante bandeja repleta de carne de cabra.

      Ibn Saud indicó despectivamente los arcones:

      –Que la mitad se emplee en comprar armas y la otra mitad se reparta entre los murras, a los que este malnacido persiguió y asesinó durante su larga y asquerosa vida. Confío en que en estos momentos esté ya intentando robarle los cuernos a Saitan el Apedreado.

      Los turcos son feroces

      y cruel su aliado,

      mas ellos no les temen

      pese a ser demasiados.

      Con la verde bandera

      y la fe como espada,

      así marcha Saud

      sobre un blanco caballo.

      Viene a reconquistar

      aquel reino robado,

      viene a recuperar

      el honor mancillado.

      Por allí llega Saud

      sobre un blanco caballo,

      y los turcos le ignoran

      porque son demasiados.

      Pero Saud galopa

      sobre un blanco caballo

      porque sus enemigos

      nunca son demasiados.

      Una muchacha muy alta, muy negra y de portentosa belleza, enormes ojos expresivos y cuerpo de gacela, se afanaba extrayendo agua de un profundo pozo con el fin de dar de beber a un grupo de no más de ocho o diez corderos y cabras que ramoneaban la corta vegetación

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