Saud el Leopardo. Alberto Vazquez-Figueroa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa страница 7

Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa Biblioteca de Alberto Vázquez Figueroa

Скачать книгу

bien, Ajlam! –quiso saber–, ¿dónde está la cabeza del cachorro de los sauditas, al que Saitan el Apedreado confunda?

      El llamado Ajlam, un beduino fuerte como un toro y de mirada fiera, saltó a tierra, se inclinó respetuosamente y respondió con la cabeza gacha:

      –Le perseguí, señor, como ordenaste. Le empujé hasta Rub-al-Khali, en cuyos límites casi la mitad de sus hombres desertaron, pero él y su pequeño grupo se adentraron en aquel infierno. Dejé allí a medio millar de ajmans y xanmars, y vine yo mismo a traerte la noticia: dos semanas largas hace ya que se perdieron de vista en el arenal y aún no han salido. ¡Dales por muertos!

      No cabía duda de que la noticia satisfacía sobremanera tanto a Mohamed Ibn Rashid como a su corte, por lo que quien se había autoproclamado injustamente rey del Nedjed hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

      –¡Buen servicio, mi querido Ajlam! ¡Muy buen servicio! En recompensa te nombro gobernador de sus territorios y señor de la fortaleza de Riad. ¡Y que el sol blanquee los huesos del último de esa maldita casta!

      El desierto es su cuna

      y la noche es su hermana,

      se alimenta del aire

      y una duna es su cama.

      El sol no le castiga

      y el viento no le abrasa,

      pues saben que es Saud

      quien ha vuelto a su casa.

      El inclemente y cruel sol de Rub-al-Khali blanqueaba los huesos de un camello y no muy lejos otro pataleaba con los últimos estertores de la agonía mientras las aves de rapiña sobrevolaban en círculos, atentas a la muerte que sabían que iba a llegar de un momento a otro.

      El corazón de La Media Luna Vacía no se parecía en verdad a ningún otro desierto del planeta, pues no había nada en él y era como una inmensa playa de onduladas dunas de baja altura. Un amarillo mar infinito, sin una roca, un matojo y ni siquiera una montaña de piedra o arena capaz de proporcionar una mínima esperanza de sombra.

      Nada.

      Y en el centro de esa nada se podía distinguir a un triste puñado de hombres apenas protegidos por minúsculos toldos que habían alzado con ayuda de jaiques, mantas, fusiles y lanzas

      Se morían de sed.

      No se movían, no hablaban y se diría que casi ni siquiera respiraban, como si sus resecas bocas fuesen incapaces de emitir un sonido o tuvieran miedo de consumir sus escasas y casi inexistentes fuerzas.

      Cada noche desenvainaban sus alfanjes, sus gumías y sus lanzas extendiéndolas sobre un paño y cada amanecer lamían las gotas de rocío que se habían fijado sobre las hojas, lo que constituía el único líquido que consumirían a lo largo de la jornada.

      Abdul-Aziz Ibn Saud había aprendido el truco de muy niño, cuando en su huida de las huestes de Ibn Rashid su familia había sido acogida por los murras, una tribu de seres de apariencia infrahumana que habitaban en los bordes de la Tierra Muerta, adonde les habían ido empujando a través de los siglos tribus mucho más poderosas que les habían arrebatado poco a poco los pozos y las escasas zonas de cultivo.

      Los murras podrían ser considerados una reliquia del pasado surgida directamente de la prehistoria, llegados tal vez del corazón del continente negro a través del estrecho de Bab-el-Mandeb, y que al enfrentarse a la inmensidad del desierto arábigo y sus belicosos pobladores se fueron debilitando y degenerando hasta convertirse en un mísero grupúsculo que huía de cualquier tipo de contacto con los de su especie.

      Sucios hasta lo inconcebible puesto que a lo largo de sus vidas nunca habían dispuesto del agua suficiente ni tan siquiera para lavarse una mano, las tribus «vecinas», que por lo general montaban sus campamentos a más de cien kilómetros de distancia, les consideraban «intocables», persiguiéndolos como a auténticas alimañas en cuanto los distinguían en la distancia.

      Sobrevivían a base de lagartos que asaban sobre piedras recalentadas por el violento sol del mediodía, ratones del desierto, gusanos, insectos y toda clase de matojos, alimentos que habrían enviado a la tumba a cualquier otro ser humano, mientras que, de tanto en tanto, se lanzaban a la aventura de recorrer cientos de kilómetros con el fin de robarle un cordero a un desprevenido beduino. En ocasiones les disputaban los cadáveres a los buitres, los chacales y las hienas, por lo que se les consideraba tan despreciables como las propias bestias carroñeras, hasta el punto de que entre sus vecinos más cercanos, los feroces y sanguinarios ajmans, constituía una prueba de orgullo, valor y habilidad el hecho de haber conseguido abatir a uno de ellos sin más ayuda que una lanza, galopando sobre un caballo sin riendas ni silla de montar.

      A los ojos de Abdul-Aziz Ibn Saud, que de niño había pasado meses junto a tan miserables gentes, a las que sin duda les debía la vida y la de su familia, los murras constituían la prueba evidente de que la especie humana era la más capacitada para sobrevivir en cualquier lugar y circunstancia.

      Sin agua, sin comida, en un desierto en el que a mediodía el sol caía como chorros de metal fundido y en cuanto cerraba la noche la temperatura descendía cuarenta grados en menos de tres horas, partiendo en dos las más duras rocas, los murras seguían en pie generación tras generación pese a que, desde el muy lejano día en que atravesaron el Mar Rojo, infinidad de sofisticadas civilizaciones habían nacido, se habían desarrollado y se habían extinguido sin dejar más que dispersos recuerdos de su paso.

      Se habían pintado cuadros maravillosos, se habían compuesto inolvidables obras sinfónicas y se habían escrito millones de prodigiosos libros, pero durante todo ese tiempo y de forma absolutamente inexplicable, un par de centenares de «supervivientes natos», que lo único que sabían hacer era cazar lagartos y lamer las rocas al amanecer con el fin de obtener agua, resistían en aquel infierno como si se tratara de míticas salamandras capaces de caminar sobre el fuego o regenerar un miembro amputado.

      Esquivos como la sombra de los murciélagos, capaces de permanecer enterrados durante horas en la ardiente arena o de mimetizarse con las negras rocas del entorno, el paso de los siglos les había convertido en entes noctámbulos de los que se aseguraba que veían mejor en la oscuridad que en pleno día.

      Cuando once años atrás habían surgido a su alrededor como nacidos de la nada, altos, huesudos, semidesnudos, malolientes y desgreñados, Ibn Saud y sus hermanos tuvieron la sensación de que la peor de sus pesadillas infantiles se había convertido en realidad, ya que aquellos hombres y mujeres de aspecto diabólico parecían más que dispuestos a darse un auténtico festín con ellos a la luz de la luna.

      Y, tal vez, no se encontraban del todo equivocados.

      Tal vez los murras, de los que algunos aseguraban que devoraban a sus propios muertos, no les hubieran hecho ascos a unas tiernas costillas de joven saudita asadas al calor de las piedras, pero en cuanto tuvieron noticias de que los crueles ajmans, aquellos aborrecidos jinetes que se divertían cazándoles como animales lanza en ristre, se encontraban entre los que perseguían a los niños con la clara intención de cortarles la cabeza para enviársela como presente al usurpador Mohamed Ibn Rashid, los tomaron bajo su protección decididos a salvarles la vida aun a costa de obligarles a comer insectos o lamer las piedras antes de que el sol evaporara el rocío.

      Cuando se trata de

Скачать книгу