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hizo el Rambler, cuyo director era el converso John Capes. Hombres de diferente personalidad se felicitaban por la oportuna aparición de un libro que contribuiría sin duda al enriquecimiento espiritual de quienes lo leyesen con intención recta, a la vez que señalaba con nitidez dónde se hallaba la única y verdadera Iglesia de Cristo.

      La noticia del libro traspasó pronto los límites de Inglaterra, y el semanario católico L’Univers —publicado en París, y muy al corriente de la información en torno a personas y temas religiosos ingleses— incluyó una sustanciosa recensión de Jules Gondon en el número de 3-XII-49.

      El mundo protestante británico experimentó igualmente el impacto de los Discursos, si bien las reacciones inmediatas fueron escasas. Contrasta en todo caso el relativo silencio de los medios anglicanos, con la respuesta crítica pero respetuosa y en parte laudatoria del Inquirer. Este semanario, publicación cultural la más importante de los no-conformistas, alababa el 16-11-1850 la elocuencia y hondo sentido religioso de las Conferencias, y llamaba la atención especialmente sobre los nn. 2, 6, 10-13, 15 y 16.

      El libro tuvo en poco tiempo una segunda edición, y una tercera en 1862. En 1871 apareció la edición uniforme, y en 1876 la quinta edición, que ha servido de base para la traducción presente.

      2. Los Discursos responden a un género literario que oscila entre la conferencia religiosa y el sermón. Muestran analogías patentes con las Conferences de Lacordaire y las Lectures apologéticas de Wiseman. Desarrollan, en efecto, una idea en sus aspectos fundamentales, y lo hacen de manera ordenada y rigurosa, apta siempre para responder a las preguntas de la razón.

      Al mismo tiempo estos textos admiten, sin hacer violencia a la palabra, la denominación de sermones. De hecho algunos fueron pronunciados originariamente como tales, y así los designan, por ejemplo, las traducciones alemanas. Hay en ellos un marcado pathos religioso, y les anima el deseo ardiente de cambiar el corazón de quien lee o escucha.

      Estas composiciones contienen los temas básicos del cristianismo. Descubren al lector en todo momento las líneas doctrinales que vertebran la vida cristiana, y tratan de moverle a la conversión y al seguimiento cercano de Jesucristo. No son textos ocasionales, sino de valor permanente. Asuntos destacados como la Iglesia, los Sacramentos del Bautismo, la Eucaristía y la Penitencia, y la Escatología no son expuestos por separado, pero puede decirse sin exageración que penetran de un modo u otro la gran mayoría de los Discursos y se encuentran presentes en casi todas las páginas.

      Un primer grupo de Discursos —del primero al sexto— aborda preferentemente los aspectos ascéticos de la vida cristiana y trata del pecado, la conversión interior, la búsqueda de la voluntad de Dios, la santificación y la perseverancia.

      En la segunda parte, de predominio fundamentalmente dogmático, el autor se detiene consiguientemente en las virtudes teologales, y de modo particular en el principio sobrenatural de la fe y su diferencia radical con la visión puramente terrena del hombre y del mundo.

      Los misterios del Ser divino y las figuras de Cristo y María llenan las seis últimas conferencias. Exigido siempre por el curso de las ideas aparece frecuentemente el tema de la Iglesia como sociedad visible y espiritual donde se comprenden y reciben con plenitud las verdades y promesas divinas.

      3. El primer grupo de discursos podría quizás en ocasiones sorprender al lector de hoy por su tono severo. Pero debe tenerse en cuenta que se trata simplemente del estilo del tiempo en que se escribieron. Es el estilo de la literatura religiosa del siglo XIX —basta recordar, por ejemplo, los espectaculares sermones de san Alfonso María de Ligorio—, que para ayudar a la conversión se esfuerza en colocar al hombre ante las verdades sobrecogedoras que determinan su destino eterno. Es por lo tanto un lenguaje inevitablemente serio, que viene condicionado por su dramático contenido y por las tendencias literarias de una época que conserva todavía huellas del exceso romántico.

      Es un estilo que tiene algo de ritual. Es decir, que está en parte como fijado de antemano, porque se estima que dada la importancia del asunto no puede ser de otro modo. Estamos necesariamente en las antípodas del eufemismo.

      Pero existen sobre todo razones intrínsecas que imponen la severidad de las afirmaciones. El autor busca transmitir, y lo hace hiperbólicamente, el contraste entre la desolación y amarguras del pecado y la gozosa luminosidad de la vida cristiana. La hipérbole, que no es en este caso histrionismo literario ni pesimismo religioso, sirve legítimamente al propósito de remover el alma y avivar en ella el temor de Dios.

      Newman se afana en pulsar todos los resortes del espíritu cristiano, que debe movilizarse entero ante cuestiones de tanta importancia como el pecado y la conversión a Dios por Jesucristo.

      Los Discursos contienen toda una teología de la elección. Las afirmaciones que se hacen vienen determinadas por el misterio de la Voluntad divina, que elige y concede la gracia según una libérrima e inescrutable disposición. Enunciado o al menos sugerido el misterio, la enseñanza tiende a inculcar en el lector la convicción de que tiene en sus manos su propio destino eterno, porque Dios es un Padre providente y misericordioso que no predestina al mal, y cuenta siempre con el hombre para salvarle. El peso abrumador del pecado no es lo decisivo ni tiene la última palabra, porque el hombre puede con la gracia de Dios convertir sus faltas en felix culpa.

      Por otra parte, la elección de la que se habla no es únicamente elección para la salvación, sino que, según un hondo sentido paulino, es una elección a la santidad. Santidad y salvación son lo mismo. Ambos misterios —bajo el punto de vista divino— y ambas metas —bajo el punto de vista del hombre— coinciden. Ser santos y salvar el alma no dicen cosas distintas (cfr. pp. 134,171).

      Las Conferencias de 1851 impugnan, con el fin de disolverlos o al menos debilitarlos, los arraigados prejuicios anticatólicos —de origen religioso, social y político— que habitan la sociedad y el alma inglesas. Newman apela al buen sentido de sus compatriotas para que adviertan honestamente los viciosos presupuestos de sus juicios y sentimientos contra la Iglesia romana y los católicos.

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