Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman Neblí

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y provisionales de una exposición como la de Newman, se contiene tanta fuerza en las ardientes palabras sembradas por el autor en sus afirmaciones como en el más penetrante de sus mejores argumentos.

      9. Pero lo decisivo de estos Discursos no es quizás su vigor polémico, con ser tanto. Cuenta todavía más lo específicamente religioso, la declaración de verdad que contienen, que da sentido a todo lo demás, y lo rescata, si es el caso, de limitaciones coyunturales.

      El libro todo es una convencida invitación a la vida cristiana. Se procura que el lector adquiera un sentido para lo importante. En el marco de la fe en Dios, que bien entendida y meditada señala el camino hacia la Iglesia católica a lo largo de un proceso de conversión interior, importa sumamente a Newman destacar los recursos definitivos con que se equipa al viador cristiano para conseguir su fin. Estos recursos son la Eucaristía y la Virgen.

      «Es orgullo de la religión católica —leemos al final de los Discursos— poseer el don de mantener puro el corazón joven; y esto es porque nos entrega a Cristo como alimento y a María como Madre solícita. Cumplid ese orgullo en vosotros».

      En los Discursos impera consiguientemente una referencia constante al lugar central y poder transformante de la Sagrada Eucaristía. Solo la Sangre de Cristo lava los pecados en la penitencia. Paralela a esta es la afirmación de que solo la Eucaristía puede cambiar terminativamente al hombre en hijo de Dios.

      «La admirable presencia que habita nuestros altares» manifiesta bien a las claras que cuando los hombres se le alejan, el Señor, en un acto de inefable condescendencia, los llama, «conquistándonos a su Voluntad, salvándonos a pesar de nosotros, y sin embargo, a través de nosotros».

      De acuerdo con esto, el cristiano puede definirse como «un siervo de Cristo, Señor de la Iglesia, unido para siempre mientras viva —esa es su gran esperanza— a los Sacramentos, a la Eucaristía, a los santos, a la Virgen María, a Jesucristo y a Dios».

      Llevado de una noble impaciencia, Newman adopta un tono emocionado ante algunos que «no consiguen entender cómo nuestra fe en el Santísimo Sacramento sea una porción viva de nuestro espíritu. Piensan —continúa— que es una simple profesión externa, que abrazamos sin asentimiento interior, y solo porque se nos enseña que nos perderemos en caso de no aceptarla; o bien porque, comprometida la Iglesia católica desde tiempos antiguos en la enseñanza de esta verdad, no tenemos actualmente más remedio que defenderla, aunque con gusto dejaríamos de hacerlo si no nos obligara un cierto sentido de lealtad y un espíritu de partido.

      »Creen que si pudiéramos renunciaríamos a la doctrina de la transubstanciación como a una pesada carga. ¡Extrañas palabras! Sería malo usarlas, hermanos míos, si no fueran necesarias para haceros entender los dones que poseéis... ¡Palabras en verdad ofensivas y profanas! ¿Cómo puede ser un alivio renunciar a la enseñanza de que Jesús está en nuestros altares? Sería tanto como renunciar a la fe en la divinidad de Cristo o a que Dios existe».

      Se dirige asimismo al hombre de buena voluntad para ilustrarle el misterio de la Eucaristía y decirle que la doctrina católica sobre la Presencia real no es mucho más misteriosa, por ejemplo, que el modo en que pueda existir un Dios que no ha comenzado nunca su existencia.

      «Asistid a Misa siempre que sea posible, visitad al Santísimo Sacramento, haced actos frecuentes de fe y amor, y procurad vivir en la presencia de Dios». Es un programa para católicos lleno de resonancias personales, más claras aún en la súplica que el autor sugiere y casi pone en los labios de los lectores: «Que Tu Cuerpo sea mi comida».

      10. Además de protagonizar los dos brillantes discursos finales, la figura de María ha estado presente a lo largo de todo el volumen. Ella es toda pura y el pecado no tuvo parte en su vida. María, la más perfecta imagen, después de Cristo, de todo lo bello, tierno, suave y consolador en la naturaleza, nunca necesitó conversión. Es la luminosa Estrella de la mañana, el único consuelo humano importante de Jesús doliente, que no estuvo en Getsemaní porque era precisamente la única que hubiera podido consolar a Cristo.

      «Si la Madre del Salvador debe ser la primera criatura en santidad y belleza, si desde el principio de su ser estuvo libre de todo pecado..., ¿qué es propio de sus hijos sino imitarla en su devoción, su mansedumbre, sencillez y modestia? Sus glorias no le han sido concedidas solamente con vistas a su Hijo, sino también por causa y a beneficio nuestros. Imitemos la fe de quien recibió el mensaje de Dios sin sombra de duda; la paciencia de quien soportó la sorpresa de José sin pronunciar una sola palabra; la obediencia de quien subió a Belén en el invierno y dio a luz al Señor en un establo; el espíritu de oración de quien meditaba en su corazón lo que veía y oía acerca de su Hijo; la fortaleza de quien tuvo el corazón atravesado por una espada de dolor; la entrega, en fin, de quien dio a su Hijo durante el ministerio público y aceptó abnegadamente Su muerte en la Cruz».

      «María es nuestra Madre. Interesadla —exhorta el autor— en vuestro éxito espiritual. Pedídselo seriamente, pues Ella puede hacer por vosotros más que nadie. Recordadle en vuestra oración los dolores que Ella sufrió cuando una afilada espada traspasó su alma. Recordadle su propia perseverancia, que constituyó en Ella un don del mismo Dios al que pedís la vuestra. El Señor no os lo negará, no se lo negará a Ella, si acudís a su intercesión».

      Los Discursos se cierran con un canto mariano, en la esperanza de que la Virgen propicie en el lector los frutos pretendidos por el libro.

      Con frecuencia se habla hoy de John Newman como pionero de ideas y corrientes que enriquecen en la actualidad el ámbito de la Iglesia y las actividades de numerosos cristianos. El lector de este libro comprobará por sí mismo en diversos aspectos la verdad y el alcance de estas afirmaciones. El hombre de esta década puede ciertamente establecer fácil comunicación con estas páginas que conjugan, en su letra y espíritu, lo tradicional y lo moderno; y sentirse no solo interpelado sino eficazmente orientado por ellas en cuestiones fundamentales de su existencia.

      Vivimos una época de crisis espiritual semejante en muchos sentidos a la que diagnosticó e intentó superar el autor de estos Discursos. Es una crisis en la que el mundo parece desmoronarse y en la que el hombre cristiano está especialmente llamado a reconocer su identidad y a usar todas las energías que se encierran en su condición de hijo de Dios.

      N. B. —Los números que a continuación figuran entre corchetes dentro del texto se refieren a las notas editoriales. Los que figuran sin corchetes son las notas del autor.

      1 «Descuido de las llamadas y advertencias divinas». Que Newman expuso viva voce el contenido esencial de este texto podría quizás deducirse de una entrada de su diario en el día 12 de febrero. Dice así: «Comencé por la tarde la Conferencia sobre el pecado» (cfr. Letters and Diaries, Londres-Oxford, 1961-1980, XIII, 42). Pero la frase puede también referirse a la composición escrita de la Conferencia.

      2 Cfr. Cartas a Miss Giberne (23 de julio: Letters, XIII, 239) y a Mrs. Bowden (2 de septiembre: id., 256).

      3 Cfr. Letters, XIII, 396.

      4 Conférences adressées aux protestants et aux catholiques, París, ed. Bray, 1850. En 1853 se publicó una segunda edición.

      5 Religiose Vortr’àge an Katholiken und Protestanten, Mainz, 1851. En tiempos recientes se ha hecho una nueva edición alemana: Predigten vor katholiken und andersglaubigen, Stuttgart, 1964. En 1924 se había

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