Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
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Sabemos cómo es el mundo, especialmente en este país[3]. Es laborioso, activo, infatigable. Emprende tareas con entusiasmo y las lleva adelante con vigor. Observadlo tal como se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal, aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social; algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos afanes es, a pesar de todo, un fin temporal. Y la excitación producida por estas metas terrenas es tan agradable que constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo, es decir, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que combaten, aunque la batalla nunca termine.
LA MIOPÍA MUNDANA
Este es el talante del mundo, y por tanto, insisto, no es extraño que cuando la gente descubre personas que comienzan a trabajar con energía, tratan de que otros les sigan, y actúan externamente como todos, aunque lo hagan en diferente dirección y con un sentido religioso, les impute, sin dudarlo un instante, los temporales motivos que influencian a los demás. Con frecuencia, a modo de acusación, pero a veces solo como quien registra un hecho juzgado innegable, el mundo da por supuesto que tales hombres son ambiciosos, inquietos o ávidos de prestigio y poder. No sabe pensar mejor, y se molesta e irrita si, a medida que el tiempo discurre, algo se manifiesta en la conducta de los criticados que no es compatible con el presupuesto sobre el que, en primera instancia y sumariamente, se enjuició su actitud y anticipó su trayectoria. Se formó una opinión acerca de ellos, los examinó desde esa perspectiva, y a partir de alguna acción que vino a conocer, les atribuyó sin vacilación un determinado motivo particular como habitual principio de comportamiento. Pero advierte después que debe modificar su juicio, asumir una nueva hipótesis, y explicarse a sí mismo otra vez el carácter y conducta de aquellos. Queridos hermanos, el mundo no puede dejar de actuar así, porque no nos conoce[4]. Se manifestará siempre impaciente con nosotros por el hecho de que no somos mundanos, como él lo es. Está fatalmente ciego a la única razón que nos mueve, y se cansa de buscar en sus catálogos y registros alguna descripción que nos cuadre; se detiene disgustado, luego de hacer muchas conjeturas, y nos deja de lado como fenómeno inexplicable, o nos odia como a gente misteriosa e intrigante.
Hermanos míos, nosotros tenemos miras escondidas —es decir, ocultas por desgracia a los hombres de mundo: ocultas a los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los avarientos, egoístas y voluptuosos—. Porque la religión misma, como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda sentirse movido por tales ideas, aunque las profese exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que hace, de agradar a Dios. Son tan estrechos de mente, su contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico hace profesión de alguna doctrina del Credo —el pecado, el juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia Real en la Eucaristía— y dice que estos son objetos reales que inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque piensan sin duda que esos puntos son precisamente las dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible. No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida. No es extraño, por tanto, que la gente sensual e incrédula recele de toda persona a quien no consigue entender, y sea tan enrevesada en sus imputaciones cuando no quiere decidirse a aceptar la explicación más sencilla.
EL DESCUIDO DE LO ESPIRITUAL
Así ha ocurrido desde el principio. Los judíos prefirieron explicar la conducta de nuestro Señor y de su precursor por cualquier motivo excepto el deseo de cumplir la voluntad de Dios. Para los judíos eran ambos, dice Jesús, «como chiquillos que, sentados en la plaza, se gritan unos a otros: os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado lamentos y no habéis llorado» (cfr. Lc VII, 32). Más adelante aclara la razón de este comportamiento: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cfr. Lc X, 21).
Dejad a los incrédulos que sigan su camino y que digan lo que quieran contra nosotros[5]. Esto no nos impide, sin embargo, decir lo que pensamos, lo que Dios eterno piensa y dice. Tenemos tanto derecho a nuestro juicio sobre el mundo apartado de Dios, como el mundo lo tiene a su opinión sobre nosotros. Y tenemos intención de ejercitar ese derecho, porque mientras sabemos que se nos juzga equivocadamente, poseemos testimonio divino de que nuestro juicio es verdadero. Pues aunque muchos se afanan en atribuir nuestra seriedad a algunas de las razones que les mueven a ellos, escuchadme mientras os muestro —tarea no difícil— que son precisamente nuestro temor y oposición a esos motivos, y la compasión que sentimos por quienes son presa de ellos, lo que nos hace tan activos y fastidiosos, y nos impulsa a instalamos en un barrio desprovisto de atractivos externos pero rebosante de almas.
El mundo, que está lleno de cosas temporales y sensuales, se molesta poco por las almas, su estado ante la mirada de Dios, su pasado y las perspectivas de su futuro. Forma por sí mismo y a su manera su propia visión de la existencia, y vive de ella. Nunca se detiene a considerar si es una visión correcta, ni se le ocurre buscar algún criterio externo o fuente de información que ratifiquen la verdad de sus ideas. Se contenta con dar las cosas por supuestas según la primera apariencia, se olvida de pensar en Dios, vive al día, y —en un sentido malo— «no se preocupa del mañana» (cfr. Mt VI, 34). Lo que ve, gusta y maneja le basta; esto representa el límite de sus aspiraciones y conocimiento; solo lo que convence y funciona le parece respetable; la eficacia es la medida del deber, el poder es la regla de lo justo, y el éxito, la piedra de toque de la verdad[6]. Cree únicamente lo que toca y se muestra escéptico hacia lo que no puede demostrar. Afirma, en consecuencia, que un hombre no necesita hacer demasiado para salvarse; que o bien no ha cometido grandes pecados, o bien será, sin duda alguna, perdonado por haberlos hecho; que puede confiar en la misericordia de Dios respecto a su destino eterno; y que debe rechazar todo autorreproche, queja del pasado, penitencia, mortificación y disciplina, como sentimientos ofensivos hacia la divina misericordia. Esto enseña el mundo, a través de sus sectas y filosofías, sobre nuestra condición en esta vida. ¿Qué nos enseña, en cambio, la Iglesia católica?
LA PERSPECTIVA CRISTIANA DEL HOMBRE
Enseña que originalmente el hombre fue creado a imagen divina, hecho hijo adoptivo de Dios, heredero de la gloria eterna, y partícipe en la tierra de grandes dones y gracias, adelanto de la eternidad. Enseña también que ahora el hombre es un ser caído, que se encuentra bajo la maldición del pecado original y privado de la gracia. Es un hijo de la ira que no puede alcanzar el cielo y está en peligro de perecer. No decimos que esté destinado a la perdición por una ley inexorable[7], porque no perecerá sin desearlo realmente