Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman Neblí

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e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen la naturaleza; que los impulsos de esta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida.

      Hay otros, a quienes voy a dirigirme especialmente, que procuran infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y —si son católicos— añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.

      LA PRESUNCIÓN

      Estas personas, hermanos míos, tientan a Dios. Someten a prueba la magnitud de su bondad, y pudiera ocurrir que se excedan y experimenten no su perdón misericordioso sino su severidad y su justicia. Así se condujeron los israelitas en el desierto con respecto al Señor. En vez de sentir sobrecogimiento ante Él, lo trataban con desenvoltura y abusiva familiaridad. Se excusaban, formulaban continuas quejas, se permitían censuras, como si Dios fuera un hombre débil, como si fuera su siervo y ministro. En consecuencia, se nos dice que «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras» (cfr. Num XXI, 6). A esto se refiere san Pablo cuando escribe: «Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes» (cfr. I Cor X, 9). Es una advertencia de que aquellos que se conducen con osadía e imprudencia con Dios no obtendrán el perdón buscado; se sorprenderán, más bien, en los dominios de la antigua serpiente, beberán su veneno, y perecerán entre sus garras.

      El mismo espíritu seductor se apareció en persona a nuestro Señor e intentó arrastrarle a este pecado. Lo colocó en el pináculo del templo y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, arrójate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará y te llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”», pero el Señor replicó: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» (cfr. Mt IV, 6 s.). De igual modo, innumerables hombres se sienten tentados actualmente a lanzarse por el precipicio del pecado, y se confían con la idea de que no llegarán hasta el fondo; que no se estrellarán contra las afiladas rocas o se sumergirán en llamas, porque allí, en el momento y lugar de suprema necesidad, estarán los ángeles y los santos —o al menos Dios misericordioso— para interponerse y sacarlos indemnes de la prueba. Esta es la falta de la que voy a hablar: no es un pecado de incredulidad, soberbia o desesperación, sino de presunción.

      He aquí el tipo de pensamiento que cruza la mente de estos hombres y que les tranquiliza en su camino irreligioso. Se dicen a sí mismos: «Ahora no puedo dejar esta falta; me es imposible abandonar estas satisfacciones; no soy capaz de suprimir este hábito intemperante; no puedo prescindir de estas ganancias ilícitas; no puedo romper con estos colegas o superiores que me impiden seguir mi conciencia. En estos momentos no estoy en condiciones de servir a Dios; no tengo tiempo para atender los asuntos de mi alma; no siento deseos de cambiar; no me dice nada la religión. Será más fácil después; en un futuro será tan natural arrepentirse como lo es ahora pecar; pues entonces experimentaré menos tentaciones y dificultades. Los hombres viejos son a veces libertinos, pero en general se comportan religiosamente; lo normal es que sean gente devota; quizás usan mala lengua, juran, dicen mentiras e incurren en parecidas minucias, pero están limpios de pecado grave, y si de repente mueren tienen resuelto el destino eterno».

      Cuando les sorprende alguna tentación razonan del siguiente modo: «Es un solo pecado; nunca lo cometí anteriormente ni lo cometeré de nuevo mientras viva»; o bien: «He obrado igualmente mal otras veces antes de ahora; es solamente un pecado más; al fin y al cabo habré de arrepentirme en algún momento y, decidido a ello, es tan fácil arrepentirse de un pecado más como de un pecado menos, dado que tendré que repudiar todo pecado»; o bien: «Si perezco no me faltará compañía, pues lo mismo le ocurrirá a este y a aquel; además, soy casi un santo en comparación con algunos, y conozco hombres arrepentidos que habían obrado antes mucho peor que yo».

      LA VÍA DEL PECADO

      Los que se dicen estas excusas, hermanos míos, no conocen el pecado en su verdadera naturaleza, ni sus propios pecados en particular. No entienden la repulsión ni la multitud de sus faltas. Es conveniente, por tanto, recordar uno o dos puntos de doctrina católica que ayuden a situar el tema bajo una luz más clara de la usual. Estas verdades resultan sencillas y obvias, pero han sido olvidadas por las personas a que me refiero. De otro modo no conseguirían aquietar su razón y su conciencia mediante argumentos tan frívolos.

      En primer lugar, debéis advertir que cuando un cristiano dice: «He pecado ya antes tan gravemente como ahora» o «este es solamente un pecado más» o «en último término tendré que arrepentirme y entonces me arrepentiré de todo a la vez», olvida que todos sus pecados se encuentran a la vista de Dios, en el libro de la vida, acumulados contra él uno tras otro, a medida que los ha cometido. Olvida que la ofensa que ahora comete no es un mero pecado singular, aislado de los demás, sino que forma parte de una serie, de una larga cadena, y que aunque sea solamente uno no es el pecado uno, dos o tres, sino el milésimo, diezmilésimo o cienmilésimo de un prolongado camino pecaminoso. No es el primero de sus pecados, sino el último, quizás el verdaderamente último y terminal pecado. La persona olvida, consigue olvidar, trata de olvidar, desea olvidar todos los pecados anteriores, o bien los recuerda solo como ejemplos de su mala conducta pasada e impune, y pruebas de que puede pecar todavía con impunidad. Pero cada pecado tiene su historia. No es un accidente. Es el fruto de anteriores pecados de pensamiento u obra; es la manifestación de viejos hábitos profundamente asentados y ampliamente extendidos; es la agravación de una enfermedad virulenta. E igual que se afirma que la última brizna hunde el espinazo del caballo, así nuestro último pecado, sea el que sea, es el que destruye nuestra esperanza y nos hace perder el cielo.

      Por tanto, hermanos míos, es una artimaña del enemigo de vuestra alma lo que os hace contemplar vuestras faltas una a una, cuando la verdad es que Dios las ve como un todo único. Signasti quasi in sacculo delicta mea, dice Job, «has sellado mis pecados como dentro de un saco» (cfr. XIV, 17), y un día serán contados. Por separado, los pecados son como las pinceladas que un pintor añade, una tras otra, al cuadro que pinta; o como las piedras que el albañil apila y une con cemento en la pared que levanta. Forman unidad, son aspectos de un todo, apuntan a un fin y aceleran su consecución.

      EL DESENLACE DE LAS FALTAS ACUMULADAS

      Cometed ese pecado que os empeñáis en considerar una acción aislada, miradlo como Eva contempló la fruta prohibida, fijaos solo en su aparente insignificancia, y quizás descubráis al final que era el remate de una torre de rebelión, que sube ante la mirada de Dios y colma la medida de vuestras maldades.

      «Llenad la medida de vuestros padres», dice el Señor a los fariseos hipócritas. La ira que vino sobre Jerusalén no fue causada únicamente por los pecados del día en que Cristo llegó, aunque ese día presenció la más terrible de las faltas: su repudio por el pueblo judío. Esta conducta, sin embargo, no fue otra cosa que el coronamiento de un largo camino de rebelión. También en un tiempo anterior, el de Abraham, antes de que los hebreos poseyeran la tierra prometida, tuvo lugar un gran pecado entre los paganos que la habitaban, y a pesar de todo no fueron destruidos inmediatamente, porque la misericordia divina hacia ellos no se había agotado aún. El Señor concedió todavía la gracia al pueblo extraviado y esperó su arrepentimiento. Pero adivinó que la espera sería vana, y lo dio a entender cuando anunció

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