Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman страница 12
Conocéis asimismo la historia de Baltasar. En medio de su fastuoso banquete, hizo traer —ebrio de vino— los ricos vasos del templo de Jerusalén, para que bebieran sus nobles, mujeres y concubinas. Y en aquella hora se vieron unos dedos como de hombre que escribían la ruina del rey y de su reino sobre el muro de la festiva sala. Las palabras decían: «Dios ha medido tu reinado y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso» (cfr. Dan V, 26-27). Aquel pobre príncipe no había llevado la cuenta de sus faltas. A la manera de un pródigo que no repara en sus deudas, continuó día tras día, año tras año, sumido en su orgullo, su crueldad y sus satisfacciones sensuales, insultando a su Creador, hasta agotar la divina misericordia y desbordar el cáliz de la ira. Llegó su hora. Cometió un pecado más y la copa rebosó, el juicio le alcanzó en su instante y desapareció de la tierra.
No es necesario que el último pecado sea un gran pecado. Puede ser menor que los precedentes. Había un hombre rico, mencionado por el Señor, que, recogidas sus abundantes cosechas, se dijo a sí mismo: «¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?». Y dijo: «Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, y edificaré otros mayores y juntaré allí todo mi trigo, y diré a mi alma: tienes muchos bienes, descansa, come, bebe, diviértete» (cfr. Lc XII, 17-19). Fue llevado aquella misma noche. No era una falta muy llamativa, y seguramente no fue su primer gran pecado. Fue el último episodio en una larga cadena de actos de egoísmo y olvido de Dios, no mayor en intensidad que los anteriores, pero completando un número. Así también, cuando Nabucodonosor, padre del rey aludido más arriba, después de despreciar por un año entero las advertencias de Daniel, que le invitaba al arrepentimiento, exclamó un día a la vista de su ciudad: «¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?» (cfr. Dan IV, 27). De repente, cuando aún estaban estas palabras en su boca, el juicio vino sobre él, contrajo una extraña enfermedad, fue separado de los hombres y se alimentaba de hierba como los bueyes. Su final acto de soberbia no fue mayor, quizás, de los que cometió en los doce meses anteriores.
LA IMPORTANCIA DE UN SOLO PECADO
No, hermanos míos, no debéis pensar que domináis a la misericordia divina, simplemente porque la falta que ahora cometéis parece pequeña. El último pecado no es siempre el pecado mayor. Además, no podéis calcular cuál va a ser vuestro último pecado en base al número de los que han tenido lugar antes: ni siquiera aunque pudierais contarlos, pues el número varía según la persona. Esta es otra grave consideración. Podéis haber cometido uno o dos pecados, y descubrir después que estáis perdidos irremisiblemente, mientras que otros que han faltado más veces no lo están. La causa solo es conocida por Dios, que muestra misericordia y concede su gracia a todos, y que muestra mayor misericordia y concede más gracia a un hombre que a otro.
El Señor da a todos gracia suficiente para su salvación; a todos concede más de lo que tienen derecho a esperar, pero concede a algunos más que a otros. Nos dice Él mismo que si los habitantes de Tiro y Sidón hubieran visto los prodigios realizados en Corozaín, habrían hecho penitencia. Es decir, había algo que podía haberlos convertido, y no se les concedió[2]. Hasta que no consideremos esto, no podremos alcanzar una idea correcta del pecado en sí mismo, y de nuestro destino si vivimos en él. Así como Dios establece para cada hombre la medida de su estatura, las características de su mente, y el número de sus días, que no son iguales para todos, dispone también que un hijo de Adán viva un día y que otro cumpla ochenta años; que un hombre llegue a su pecado número ochenta y que otro cometa solamente el primero. No sabemos por qué ocurre así, pero es similar a lo que se verifica en asuntos humanos sin provocar sorpresa alguna. A veces entre dos condenados por la justicia, uno logra el perdón y el otro es entregado al cumplimiento de la pena; y esto se hace donde nada invita a elegir entre la culpabilidad de uno o de otro, y las razones que determinan la diferencia de trato son puramente accidentales y externas a los dos individuos. Del mismo modo oímos a veces cómo se diezman prisioneros, es decir, cómo se procede a ejecutar uno de cada diez, y se deja el resto. Así sucede, salvadas las distancias, con los juicios de Dios, aunque no podemos averiguar sus razones. El Señor no está obligado a librar a ningún pecador. Podría sentenciar a todos. Lo indico solamente para mostrar cómo nuestros criterios de justicia aquí abajo no eliminan diferencias en el tratamiento dispensado a unos hombres o a otros. El Creador concede tiempo a un hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una muerte repentina. Permite que uno muera con los últimos sacramentos, mientras otro muere sin un sacerdote que reciba su imperfecta contrición y le absuelva. Uno muere perdonado y el otro tal vez no. Nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para el arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá movido sobrenaturalmente hacia Dios, o que tendrá cerca un sacerdote que le absuelva.
Algunos se han perdido por su primera falta. Este fue, según enseñan los teólogos, el caso de los ángeles rebeldes. Mediante un solo pecado, un pensamiento perfecto de orgullo, perdieron su estado primero y se convirtieron en demonios. Hay santos que testimonian ejemplos de hombres, incluso de niños, que, de igual modo, han proferido una blasfemia u otra falta deliberada y han sido visitados a continuación por la justicia divina. Casos similares aparecen en la Sagrada Escritura. Me refiero al sobrecogedor castigo de un solo pecado, sin atención a la virtud o distinción del pecador. Adán, por una sola falta, pequeña en apariencia —comer el fruto prohibido—, perdió el paraíso y causó la ruina de toda su descendencia. Los betsamitas se atrevieron a mirar el Arca del Señor y en consecuencia murieron más de cincuenta mil. Oza tocó el Arca con la mano para evitar que cayera y quedó muerto en el sitio por su imprudencia. El hombre de Dios de Judá comió pan y bebió agua en Bethel, contra el mandato divino, y fue devorado al poco tiempo por leones. Ananias y Safira mintieron y cayeron muertos apenas habían terminado de hablar. ¿Quiénes somos para que Dios aguarde por más tiempo nuestro arrepentimiento, cuando no esperó a juzgar a quienes pecaron menos que nosotros?
EL SILENCIO DE DIOS
Queridos hermanos, estos pensamientos presuntuosos nacen de una noción incorrecta acerca de la gravedad del pecado en sí. Somos culpables, e incapaces por tanto de actuar como jueces en causa propia. Nos amamos a nosotros mismos, defendemos nuestro caso, el pecado nos resulta algo familiar, y, por vanidad, no nos reconocemos perdidos. No sabemos en realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos qué es el pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos medida para compararlo hasta que no descubrimos lo que Dios es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y belleza divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y dado que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la fe, hasta llegar al cielo, qué sea el pecado. Aun entonces, solo seremos capaces de odiarlo si tratamos ahora de buscar, alabar y glorificar a Dios; solo advierte la plenitud de maldad contenida en la conducta pecadora Aquel que, conociendo al Padre desde la Eternidad con perfecto conocimiento, mostró con la muerte su sensibilidad única hacia el pecado, y siendo Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo como adecuada satisfacción por la culpa. Recibid Su palabra, o más bien Sus obras, como garantía de la verdad de esta doctrina sobrecogedora: un solo pecado grave basta para alejaros de Dios definitivamente.
El hecho de que Dios difiera su juicio, y tengáis ocasión de sumar nuevas faltas a las anteriores, significa solo que, llegado el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al pecador. Es más terrible cuando se contiene. Es aún más terrible cuando calla. Hay hombres a quienes se permite una larga vida, de feliz apariencia, al margen de Dios. Nada indica externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta, que un día les sorprende la sentencia irreversible. Así como la corriente de un río fluye suavemente cercana ya a la catarata, también la vida de aquellas personas discurre en silencio y tranquilidad. «No padecen los trabajos propios de los hombres, ni sufren penas como los demás». «Sus hogares se mantienen seguros y en paz; la vara del Señor no cae sobre ellos. Sus siervos son abundantes como un rebaño, sus hijos disfrutan y juegan» (cfr. Eccle 2). Así ocurrió a Jerusalén cuando el Señor la abandonó. Nunca había sido