Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman Neblí

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un intenso interés hacia él y una alegría particular crecía entre los habitantes del cielo. Finalmente entró en contacto con un gran santo; y aunque al principio pretendía no reconocerle como tal, su atención se detuvo en él y no pudo evitar aproximársele más y más. Comenzó a observarle, a pensar en él, a preguntarse si aquel hombre virtuoso era feliz. Aparecía con frecuencia en la iglesia para oírle predicar, y un día se animó a pedirle consejo sobre el camino que buscaba. Se le planteó entonces un conflicto final con la carne. Era duro, muy duro, abandonar para siempre satisfacciones de años. ¿Cómo podría arrancarse del atractivo pecado y andar el camino severo que lleva al cielo? Pero la gracia de Dios le atrajo con mayor fuerza, y le convenció a la vez que le vencía. Convenció a su razón y prevaleció sobre él. Y el que sin ella habría vivido y muerto como hijo de las tinieblas, llegó a ser bajo su poder admirable un ejemplo vivo de santidad y verdad.

      ¿Verdad que este hombre se encontraba mejor equipado que cualquier otro para persuadir a sus hermanos, como él mismo había sido persuadido, y predicar la doctrina que antes había despreciado?

      No es que el pecado sea mejor que la obediencia, o el pecador sea mejor que el justo. Pero Dios, en su misericordia, usa el pecado contra el pecado mismo, y convierte las faltas pasadas en un beneficio presente; mientras borra el pecado y debilita su poder, lo deja en el penitente de modo que este, conocedor de sus artimañas, sepa atacarlo con eficacia cuando lo descubre en otros hombres; mientras Dios con su gracia limpia el alma como si nunca se hubiera manchado, le concede una ternura y compasión hacia los demás pecadores y una experiencia sobre cómo ayudarlos, mayores que si nunca hubiera pecado; finalmente, en esos casos extraordinarios a los que me he referido, nos presenta, para nuestra instrucción y consuelo, lo que puede obrar en favor del hombre más culpable que acuda sinceramente a Él en busca de perdón y remedio. La magnanimidad y el poder de la gracia divina no conocen límite. El hecho de sentir dolor por nuestros pecados y suplicar el perdón de Dios es como una señal presente en nuestros corazones de que Él nos concederá los dones que le pedimos. En su poder está hacer lo que desee en el espíritu del hombre, porque es infinitamente más poderoso que el malvado espíritu al que se ha vendido el pecador, y puede expulsarle del alma.

      UNA INVITACIÓN A LA ESPERANZA

      Aunque vuestra conciencia os acuse, el Señor puede absolveros. Hayáis pecado poco o mucho, Él tiene poder para dejaros tan limpios y aceptables a su presencia como si nunca le hubierais ofendido. Él destruirá paulatinamente vuestros hábitos pecadores y en un momento os restituirá su favor. Tan grande es la eficacia del Sacramento de la Penitencia que puede purificar todas vuestras faltas, sean cuales fueren. Para el Señor es igual de sencillo lavar los muchos pecados como los pocos.

      ¿Recordáis la historia de la curación de Naamán el Sirio por el profeta Elíseo? Tenía aquel una terrible e incurable enfermedad, la lepra, una costra blancuzca sobre la piel, que hacía repugnante a la persona y era símbolo de lo odioso que es el pecado. El profeta le ordenó bañarse en el río Jordán, y la enfermedad desapareció. «Su carne —dice el escritor sagrado— se tomó como la carne de un niño» (cfr. II Reg V, 14). Aquí tenemos no solamente una representación del pecado, sino también de la gracia. La gracia puede rehacer el pasado, puede obrar lo imposible. No hay pecador —ni siquiera el más recalcitrante— que no pueda convertirse en un santo. No hay santo que no haya sido, o pudiera haber sido, un gran pecador. La gracia —solo la gracia— vence a la naturaleza.

      No todos los hombres buenos son santos, ni todas las personas que se convierten alcanzan santidad. No afirmo que si os volvéis a Dios vais a lograr la misma altura de entrega conseguida por los grandes santos. Digo, sin embargo, que incluso los santos no son por naturaleza mejores que vosotros, y que, por supuesto, los sacerdotes no son por naturaleza mejores que los fieles a quienes deben convertir y santificar. Que no seamos distintos a los demás supone una especial misericordia de Dios hacia los hombres. Es solicitud divina la que nos hace a nosotros, que somos hermanos vuestros, ministros de reconciliación.

      El mundo no lo entiende. No es que no comprenda claramente que sentimos por naturaleza pasiones análogas a las de cualquiera; pero es ciego para apreciar que, iguales por naturaleza, somos diferentes por la gracia. Los hombres de mundo conocen la fuerza de lo natural; nada saben, en cambio, nada creen sobre el poder de la gracia. Y como no poseen experiencia de energía alguna capaz de superar la naturaleza, piensan que tal energía no existe, que, en consecuencia, todo hombre, sacerdote o no, permanece hasta el final de su vida tal como la naturaleza lo ha hecho, y no aceptan que pueda vivir vida sobrenatural.

      Sin embargo, no solo el sacerdote, sino todo el que se halla en gracia de Dios tiene vida sobrenatural según su vocación, la medida de los dones que se le han concedido, y su fidelidad hacia ellos. Muchos no conocen ni admiten esta realidad, y cuando oyen algo sobre la vida que un sacerdote debe conducir desde su juventud hasta su edad anciana niegan que tal existencia sea de hecho lo que profesa ser. Nada saben de la presencia de Dios, los méritos de Cristo, la intercesión de la Virgen, la eficacia de la oración constante, de la confesión frecuente, de la Santa Misa. Viven ajenos al poder trasformante de la Eucaristía. No imaginan la eficacia de principios correctos de conducta, de los buenos amigos, de hábitos virtuosos largo tiempo practicados, de la vigilancia frente al pecado y la huida pronta de las tentaciones. Solo saben que una vez penetrado el tentador en el corazón se hace irresistible, y que requerida el alma por la malicia de aquel es arrollada por la necesidad de pecar.

      Aseguran que, aun en su mejor momento espiritual, han sido siempre vencidos por el enemigo de su alma antes de comenzar a resistir, y que este es el único estado que han experimentado. Conocen esto y ninguna otra cosa. Dicen que nunca han combatido con ventaja, que nunca se han visto protegidos por los muros de una fortaleza donde el tentador no consiguiera penetrar. Juzgan, repito, según su experiencia, y no creen en lo que jamás han sabido.

      LA FUERZA DE LA PENITENCIA

      Cuando hayáis efectuado el gran paso y os encontréis,

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