Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
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Nosotros, hermanos míos, no somos dignos de que nuestro nombre se mencione junto al de evangelistas, santos y mártires. Venimos en un tiempo pacífico, en un momento social tranquilo, recomendados por el discreto sobrecogimiento y la reverencia que, digan lo que digan, la mayoría de los ingleses siente por la religión de sus padres, que ha dejado en esta tierra tantas huellas de su antigua influencia. No exige gran celo en nosotros ni gran caridad interpelaros sin riesgo alguno e invitaros a dejar un camino de muerte para ser salvos. No exige nada grande, heroico o santo. Exige únicamente convicción —y esta no nos falta— de que la religión católica ha sido dispensada por Dios para la salvación de los hombres, y que las demás religiones no son otra cosa que imitaciones. Exige simplemente fe, intención recta, corazón honrado y un mensaje claro. Venimos en nombre de Dios. Pedimos solo que se nos oiga, que juzguéis por vosotros mismos si hablamos o no las palabras de Dios. Esto no es pedir demasiado, aunque es bastante más de lo que la mayoría de los hombres suele conceder, porque no se atreve a escucharnos y se muestra impaciente a causa de prejuicios o por temor a conseguir certezas y convicciones. Hay muchos, en efecto, que tienen buenas razones para prestarnos atención, que debían albergar una cierta confianza en nosotros, y que, sin embargo, cierran los oídos, se apartan, y prefieren aventurarse en la eternidad sin escuchar lo que venimos a decirles. ¡Qué tremendo! Pero vosotros no sois, no podéis ser como ellos. No solicitamos vuestra confianza, porque aún no nos conocéis. No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos simplemente a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos.
1 Este sermón se pronunció muy probablemente el 2 de febrero de 1849, en la misa celebrada por Ambrose St. John, al inaugurarse el Oratorio de Birmingham (cfr. Letters and Diaries of John H. Newman, XIII, 22). Los oratorianos se habían instalado en Birmingham el 26 de enero.
2 La noción de mundo es aquí el conjunto de fuerzas que se oponen en la tierra al Reino de Dios y al arraigo de la gracia en el alma del hombre. Es una noción tradicional que arranca de san Juan, y que Newman, situado en pleno siglo XIX, usa preferentemente. A esta visión del mundo como enemigo del hombre corresponde el adjetivo mundano.
En las concepciones cristianas coexiste con una noción positiva, según la cual el mundo es una realidad buena, creada por Dios, rescatada por Cristo, y que los cristianos deben santificar y enderezar a su fin último.
Esta noción positiva se destaca más que la primera en la teología y espiritualidad de la Iglesia a partir de tiempos recientes, que han visto un amplio desarrollo de la teología del laicado y de las realidades terrenas. El antiguo «terrena despicere» de la liturgia se convierte ahora, por ejemplo, en «terrena sapienter perpendere» (Feria III, 1.ª Semana de Adviento).
Véase, como muy significativo a este respecto, el siguiente texto de Josemaría Escrivá de Balaguer: «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yahveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gen I, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1968, p. 173.
3 El autor dibuja a continuación una imagen de la sociedad burguesa victoriana, que ha experimentado la revolución industrial y se aplica con afán a los negocios y al desarrollo comercial.
4 Hay en esta frase ecos intencionados de san Juan: cfr. Io XVI, 3; I Io III, 1.
5 Con este nosotros, Newman se refiere sobre todo a la comunidad de católicos ingleses, objeto, por lo general, de hostigamiento por parte de anglicanos, y desprecio por parte de incrédulos. Pero a veces designa también a los que buscan con intención recta la luz de la fe, y tratan de descubrir y hacer la voluntad de Dios.
6 Es una alusión al positivismo de la filosofía utilitarista, predominante en algunos ambientes intelectuales ingleses.
7 Newman se refiere a la doctrina calvinista de la predestinación a la reprobación eterna. Estas opiniones eran mantenidas todavía en algunos sectores del evangelismo protestante.
8 Se recoge en estas líneas la tradicional enseñanza católica sobre la evitabilidad del pecado y su consiguiente libertad por parte del hombre que lo comete.
9 Es un modo figurado de hablar para referirse al estado interior —todavía reparable— de la persona que ha ofendido a Dios con pecados graves.
10 La tesis básica es que pecado y gracia son dos principios reales y distintos —de muerte y vida, respectivamente— que engendran modos de existencia también distintos. La descripción emplea términos vigorosos y a veces está marcada por una cierta hipérbole, en orden a exponer las ideas con mayor efectividad.
11 La «religión del país» es aquí el anglicanismo, al que Newman suele presentar en estos Sermones como una «religión nacional».
12 No dice el autor que las personas alejadas de Dios sean incapaces de obras buenas. Recuerda simplemente que para agradar a Dios se requiere, en último término, la gracia y las virtudes que la acompañan.
13 La Iglesia católica es, por voluntad de Dios, medio normal de salvación. Puede decirse que todos los Discursos de este volumen se aplican a demostrar y a ilustrar copiosamente esta afirmación.
DISCURSO SEGUNDO
DESCUIDO DE LAS LLAMADAS Y ADVERTENCIAS DIVINAS
LOS PRETEXTOS DE LA TIBIEZA
Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un don divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal[1]. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso, e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa —bastante trivial, por cierto— de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados