Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun

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Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun HarperCollins

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la cabeza, no tengo ganas de hablar con toda esa gente. Avisadme cuando estéis listos para iros.

      Había pasado allí la noche anterior, pero después de horas dando vueltas en la cama, escuchando los quejidos del edificio y aspirando olores que la hacían fruncir la nariz, decidió aceptar la invitación de su hermano y dormir en su casa.

      —Toda esa gente es tu familia. Rosa y Pedro han venido desde Zaragoza para despedirse de mamá, y Ana, Antonio e Ignacio han viajado desde Madrid.

      —¿Quiénes?

      —Tus primos, por Dios, que parece que vives en otra galaxia.

      —No me encuentro bien. Tengo una jaqueca horrible y mañana debo madrugar para volver a Pamplona.

      —¿Te vas mañana? Tenemos muchas cosas de las que hablar, hay asuntos que solucionar, decisiones que tomar… Y tú tienes que asimilar lo ocurrido. No me parece que estés muy bien.

      —Lo estoy, de verdad, y lo que tú hagas y decidas me parecerá perfecto. Sé que será lo mejor. Avísame cuando me necesites, cuando tenga que venir a firmar lo que me pongas delante, y vendré. Además, no me he traído ropa, y tu mujer no puede seguir prestándome bragas y camisas indefinidamente. Ya llevo aquí dos días…

      Su hermano la observó un buen rato en silencio. Luego se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Su barba incipiente le produjo un cosquilleo y evocó en su mente una imagen que no pintaba nada en ese momento.

      —Me parece que no te voy a ver mucho a partir de ahora, tata —le dijo con los ojos brillantes.

      —Siempre que quieras —le desdijo ella—. Ya sabes dónde estoy.

      Él sonrió y movió despacio la cabeza de un lado a otro. Luego le pasó un brazo por los hombros y se encaminaron juntos hacia la escalera, dando la espalda a los invitados. Marcela suspiró aliviada y miró agradecida a su hermano pequeño. Le pareció ver en sus ojos un rastro del chiquillo inquieto y travieso que había sido, el joven simpático y extravertido que se reía como un crío con un tebeo entre las manos. Pero el velo de tristeza no acababa de desaparecer. Quizá fuera por la muerte de su madre. O quizá hubiera algo más.

      El brillo nostálgico duró una fracción de segundo y luego dejó paso al Juan adulto, responsable, que se esforzaba por ser un buen padre, el hermano preocupado por su hermana mayor, tan sola, tan desgraciada…

      —¿Qué tal llevas lo de…? —Ahí estaban, la preocupación y el recelo. Le extrañaba que no hubiera sacado todavía el tema—. Ya sabes, lo de Héctor.

      La miró de hito en hito, con cautelosa atención, estudiando hasta su más mínima reacción. Lo que él no sabía era que, después de tres años, Marcela había perfeccionado mucho su cara de esfinge. Levantó los ojos sin pestañear, alzó un poco las cejas, relajó las mejillas para que ninguna mueca la delatara y se encogió de hombros con desdén.

      —No lo llevo ni bien ni mal. Me limito a no pensar en él.

      —No puedes hacer como si nunca hubiera existido.

      —Claro que puedo, y de hecho lo hago. Es fácil. ¿Quién es ese Héctor?

      —Tu marido.

      —Exmarido, gracias. Y gracias también por recordármelo. Te enviaré la factura del psiquiatra.

      —¿Estás yendo a un psiquiatra? —preguntó Juan, atónito.

      —¡Por supuesto que no! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una niñita que no sabe controlar sus sentimientos y que ha perdido el rumbo de su vida? Fue duro en su momento, pero ahora estoy bien. De hecho, es cierto que apenas pienso en él. Sólo cuando algún capullo como tú me lo recuerda.

      Juan levantó las manos en señal de rendición. Desde pequeño temía las explosiones de ira de su hermana y no tenía intención de provocarla ahora, con la casa llena de gente.

      —Si tú estás bien, yo también —accedió—, pero no puedes irte mañana. Apenas hemos tenido ocasión de hablar, y no me refiero al papeleo. Tranquila, yo me ocuparé de todo eso, no te preocupes. Me refiero a charlar sin más. Desde que murió mamá no hemos hecho más que atender cuestiones… desagradables. Y no has visto a los chicos. No los vas a reconocer, están enormes. Aitor me recuerda mucho a ti, es muy listo, inquisitivo, y tiene un carácter del demonio.

      —¡Yo no tengo mal carácter! —protestó.

      —A la vista está —zanjó él con una sonrisa vencedora—. Quédate un par de días en casa, sólo para descansar, para que asimilemos juntos lo ocurrido. Ya nos ocuparemos de la ropa; esto es un pueblo, pero también tenemos tiendas de bragas.

      Se imaginó a sí misma paseando por las calles de Biescas, respondiendo educada a los saludos de la gente, aceptando nuevos pésames y condolencias de compromiso, repartiendo sonrisas corteses y breves cabeceos, jugando con sus sobrinos, intentando hablar con ellos de forma que la entendieran, o ayudando a su cuñada y a su hermano a poner y quitar la mesa. La sola idea le provocó un escalofrío.

      —De acuerdo —accedió, sin embargo—. Me quedaré un día más. Me vendrá bien desconectar y ver a esos engendros del diablo.

      —No llames así a tus sobrinos, y menos delante de Paula. Ella no acaba de entender tu sentido del humor.

      —Ni ella, ni nadie —se lamentó.

      Terminaron de subir las escaleras y su hermano se despidió con un beso delante de su habitación. Calculó que podría pasar un par de horas a solas, hasta que todo el mundo se fuera y el salón y la cocina volvieran a estar como una patena. Juan y Paula se ocuparían de eso, estaba segura.

      Entró, cerró la puerta y empezó a arrepentirse de haber cedido con tanta facilidad. Tenía muchas cosas que hacer, casos pendientes, declaraciones en el juzgado, testificales que repasar… Mañana pensaría una excusa para irse por la tarde.

      Se quitó los zapatos y se tumbó vestida sobre la cama. No tenía intención de dormirse, pero un cansancio inesperado se apoderó de su cuerpo y la dejó clavada sobre la colcha, sin fuerzas ni para meterse debajo del edredón.

      Se rindió, cerró los ojos y le tendió la mano a su madre, que la esperaba detrás de sus párpados, sonriente, con su pelo castaño cayéndole sobre los hombros, como antes de que el cáncer y la quimio hicieran estragos en su organismo.

      Sonrió al sentir en su mano la fina piel de su madre, respiró despacio y se dejó ir.

      3

      El día siguiente amaneció frío y despejado, brillante, absolutamente inadecuado en una jornada de duelo como la que estaba viviendo, en la que las emociones le arañaban la piel y las lágrimas amenazaban en todo momento con hacer acto de presencia.

      No recordaba la última vez que alguien la había visto llorar. Ni cuando estalló el escándalo de Héctor dejó entrever en ningún momento su dolor, su frustración, su furia, el miedo a que la arrastrara aquella ola de mierda que acabó con los huesos de su marido en la cárcel y con su foto en todos los periódicos e informativos. Ella logró mantenerse al margen y apenas fue mencionada en un par de ocasiones por los medios más sensacionalistas, pero, aun así, la vergüenza propia y la suspicacia,

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