Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun

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Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun HarperCollins

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vistazo a su rostro le hizo desistir de cualquier comentario.

      —¿Estás bien? —le preguntó, en cambio, mientras abría el correo en el móvil—. Te veo… gris.

      —¿Gris?

      —Sí, apagada, ya sabes…

      —Gris. —Se retiró el pelo de los ojos. El viento soplaba de espaldas y la melena castaña se le alborotaba en la cara—. Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero gris… Aunque supongo que es una buena definición —bufó resignada—. ¿Ha llegado?

      Bonachera paseó el dedo índice por la pantalla iluminada hasta dar con lo que buscaba.

      —Lo tengo —exclamó. Pulsó, esperó y volvió a acariciar la pantalla despacio—. Aquí está. El coche se alquiló a nombre de una empresa con sede en Pamplona, AS Corporación. No tienen un nombre particular, sólo el de la firma. Y antes de que lo digas, ahora no habrá nadie allí, así que es inútil que vayamos.

      —Iremos mañana. ¿Adjunta dirección y teléfono?

      —Sí —respondió Bonachera.

      —Pásamelos y en marcha.

      Se dirigió con paso resuelto hacia el coche del subinspector. Ella ya había conducido suficiente por hoy.

      Necesitaba algo que hacer hasta el día siguiente. La Reinona era muchas cosas, pero también lo tenía por un policía eficaz. Seguro que dejaba algún informe preliminar listo antes de irse a casa y ella podría hacerse una primera composición de lo que había pasado en aquella carretera.

      Se equivocó. En esta ocasión, el inspector Saúl Domínguez se marchó sin haber escrito ni una sola línea en el ordenador, al menos no en las carpetas compartidas con el resto de los departamentos. Nada, ni una palabra. Qué hijo de puta, pensó Marcela. La conocía a la perfección, sabía que era impaciente y que prefería quedarse hasta la madrugada leyendo informes que irse a casa con una duda. Una pregunta, una respuesta. Siempre. Lo había hecho a propósito. Seguro que existía un informe preliminar, pero el muy cabrón lo había guardado en su ordenador, protegido con contraseña, para que ella se mordiera las uñas durante toda la noche.

      Este arriero la iba a encontrar antes de lo que pensaba.

      Golpeó las teclas del ordenador hasta que lo apagó y cogió el abrigo del perchero. Tiró de él con tanta fuerza que a punto estuvo de derribarlo. No había terminado de abrocharse la cremallera cuando Bonachera apareció en el quicio de su puerta.

      —¿Una cerveza? —preguntó simplemente.

      —Que sean dos.

      Caminaron en silencio en medio de la noche. No necesitaban hablar para coordinar sus pasos y su destino. Con el cuello del abrigo subido hasta las orejas y las manos hundidas en los bolsillos, avanzaron raudos por las calles peatonales, convirtiendo con sus pisadas en monigotes bailarines las sombras que las farolas dibujaban sobre los charcos.

      El bar Hole era justo lo que su nombre en inglés anunciaba, un agujero, un sótano escasamente iluminado que lo único bueno que ofrecía era el anonimato y la música. Los combinados eran como mucho pasables, primero porque el dueño compraba alcohol del barato y, segundo, porque el camarero no tenía ni idea de cómo preparar un buen trago ni estaba dispuesto a aprender. Iban clientes suficientes como para subsistir hasta el día de su jubilación. Para compensar, al menos tenía la decencia de poner rock nacional del bueno. Y, a veces, del muy bueno, como cuando entraron.

      Tuvieron que imponerse a una contundente guitarra para pedir un par de cervezas. Con sus bebidas en la mano, se dirigieron a una de las mesas del fondo. Los recibió el rimero de olores que ya formaba parte del local. Madera húmeda, tabaco viejo, sudor y alcohol, mucho alcohol. Y si alguien se había dejado la puerta de los aseos abierta, meados y desinfectante con aroma a pino.

      Siguieron en silencio hasta que mediaron sus botellines. Entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, los dejaron sobre la mesa y sonrieron casi al unísono.

      —Todavía no te he dado el pésame como es debido —empezó Bonachera mirándola a los ojos—. Lo siento muchísimo, de verdad.

      —Gracias —respondió ella mecánicamente.

      —¿Qué tal va todo? —siguió él.

      —La Reinona me tiene hasta las narices —bufó Marcela.

      —Ya, y a mí, pero no me refería a eso.

      Marcela recuperó su cerveza, la apuró de un trago y le hizo un gesto al camarero para que les sirviera otra ronda. El barman la miró por encima de sus gafas, masculló algo ininteligible y se dio media vuelta.

      —Estoy bien —dijo al fin—. Superándolo. Poco a poco, supongo.

      —No te ha dado tiempo ni a hacerte a la idea.

      Movió la cabeza de un lado a otro.

      —Ya lo creo que me he hecho a la idea. Estuve en una casa vacía y ante una tumba ocupada. No necesito nada más para hacerme a la idea.

      Una panza oronda cubierta por una camiseta negra se materializó a la altura de su cara. Arriba, la mueca del barman decía a las claras que no le gustaba lo que estaba pasando.

      —No servimos en las mesas —gruñó mientras dejaba dos cervezas sobre la mesa—. La próxima vez os levantáis, como todo el mundo.

      —Claro, tranquilo —respondió Bonachera con la mejor de sus sonrisas. El estruendo de una batería ahogó la respuesta del camarero, que dio media vuelta y se alejó con paso cansado.

      Marcela guardó un prudente silencio. Quería seguir yendo a ese garito, aunque fuera un agujero infecto, y cabrear al camarero no era buena idea.

      —Tenías derecho a una semana de permiso —continuó Miguel con la segunda cerveza ya en la mano.

      —No podía quedarme. La situación era irremediable, no había nada que yo pudiera hacer para cambiar las cosas. Puedo llorar en cualquier sitio, ¿no crees? ¿O es obligatorio hacerlo en el cementerio?

      —Visto así, tienes razón. ¿Y tu familia?

      —Sólo tengo un hermano. Bueno, y tres sobrinos, pero son muy pequeños. Mi hermano tiene a su mujer y a los niños, no está solo.

      —¿Y tú?

      —Yo te tengo a ti, ¿no? —respondió con una sonrisa abatida. Levantó la cerveza y brindó con ella hacia su compañero, que la acompañó en el trago—. ¿Qué me dices de ti, cómo te va la vida?

      Miguel sonrió y se encogió de hombros.

      —Nada nuevo bajo el sol. Ningún cambio en las últimas setenta y dos horas —bromeó.

      —Se me han hecho muy largas…

      —Lo sé. En los malos momentos el tiempo parece que no pasa, que te has quedado atascado ahí para siempre.

      —Y que nunca más serás capaz de respirar con normalidad, o de sonreír —concluyó Marcela. Luego le miró un momento y reconoció la sonrisa afligida

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