Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun
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No le dijo adiós a su madre. A ella no la dejaba atrás, la llevaba consigo ahora, y así sería siempre desde ese momento.
4
Abrió mucho la boca para aflojar la pinza de la mandíbula. No se había dado cuenta de que llevaba todo el camino apretando los dientes y dos horas después, mientras aparcaba en la zona reservada frente a la comisaría, el dolor le llegaba hasta el oído.
Era la una del mediodía. En lugar de entrar en la Jefatura, giró a la izquierda y caminó en busca de un bar lo bastante alejado como para garantizar que no habría ningún uniforme dentro. Eligió un garito de luces anaranjadas inmerso en un anochecer eterno. Aparte de la camarera, una anodina cincuentona de generosos pechos y pelo de un negro imposible, el resto de los allí reunidos se situaba en la indefinida franja que va de los veinte a los treinta. Perfecto. A esa edad no les interesa nada ni nadie que no fueran ellos mismos y su mundo, lo que le aseguraba la tranquilidad que necesitaba.
Pidió un café y un Jägermeister. La camarera le preguntó si lo prefería con hielo o en un vaso de chupito congelado. Lo segundo, respondió ella. Un minuto después tenía ante sí tres dedos de líquido ambarino ondulándose con la cadencia del paso de la mujer y una taza humeante de café solo. No dudó ni un instante por dónde empezar. Dos tragos después, la bebida alemana era historia. Exhaló despacio el aire caliente de sus pulmones, templándose de paso la boca y el cerebro, y cogió la tacita blanca.
Llevaba un par de horas sin pensar en su madre, pero de pronto, sin previo aviso ni venir a cuento, su imagen empezó a perseguirla sin tregua en el fondo de su cabeza. Su madre en Navidad, su madre comprándole un abrigo, su madre regando las plantas, su madre enseñándole a planchar, su madre regañándola por llegar tarde a casa, su madre haciéndole una trenza en el pelo… No importaba que abriera o cerrara los ojos; el rostro de su madre seguía allí, amable y sonriente, en la luz y en las sombras.
Dejó la taza vacía en el mostrador y pidió otro Jäger y un bocadillo de lo que fuera que estuviera caliente. Le castañeteaban los huesos. Sólido y líquido la templaron por dentro incluso más que el café, pero no consiguieron despejarle la cabeza ni espantar las ideas irracionales y las visiones indeseadas.
Se odiaba a sí misma por haber huido de Biescas. Quizá debería haberse quedado un par de días con su hermano, con la única familia que le quedaba aparte de una retahíla de primos a los que a duras penas reconocería si se los cruzara por la calle. Sin embargo, necesitaba poner tierra de por medio y empezar a restañar las heridas del único modo que le funcionaba: sola, en privado, sin demostraciones públicas de pesar, lágrimas en la almohada ni llamadas a horas intempestivas. El alcohol era un estupendo antiséptico para el alma, y el dolor del día siguiente, tanto el real como el del espíritu, se arreglaba con un par de ibuprofenos.
Pero lo que de verdad necesitaba era volver a casa; no a Pamplona, al piso que alquiló cuando se divorció de Héctor, sino a su casa de verdad, a Zugarramurdi, el lugar en el que intentaba unir los pedazos en los que se había convertido su vida y donde se refugiaba en cuanto tenía un día libre. Se hizo con aquella pequeña casona hacía algo más de tres años en un absurdo arrebato del que pensó que se arrepentiría en el acto y que, sin embargo, pronto se convirtió en el mayor acierto de su vida. Planta baja, primer piso y buhardilla en apenas setenta metros cuadrados de planta; un jardín trasero de buen tamaño y el verde infinito desde las ventanas. Paredes blancas, vigas de madera en el techo y una enorme chimenea en el salón. A pesar de su aspecto rústico, la casa había sido reformada a conciencia. Baños, cocina, calefacción, suelos de madera radiante, cristal aislante en las ventanas y el tejado recién renovado. El paraíso hecho realidad.
Por dentro, la casa todavía no era gran cosa, tenía los muebles justos y le faltaban enseres que iba comprando cuando los echaba en falta. Aunque poco a poco iba insuflando entre esas cuatro paredes parte de su propia esencia, el pueblo y todo lo que lo rodeaba, incluidas sus célebres cuevas y las leyendas que las llenaban de turistas cada verano, le proporcionaban tal paz, tal bienestar y sosiego que alejarse de allí durante demasiado tiempo le provocaba una sensación parecida al síndrome de abstinencia. Lo que daría por estar ahora mismo allí, en lugar de bebiendo sola en un bar, oliendo al limón del friegasuelos y a los posos requemados del café.
Estaba cansada, agotada física y mentalmente después de tres días dolorosos y estresantes. Todavía no era tarde, aún estaba a tiempo de recuperar su coche y poner rumbo al norte.
En la calle la saludó la tarde oscurecida y un viento cortante. La cafeína, el alcohol y la comida le habían levantado el ánimo y alejado un par de pasos a los fantasmas. Se sentía mejor. No se marcharía, al menos no hoy. Necesitaba ocupar el cuerpo y la mente. Ya se lamería las heridas en otro momento.
Como si le hubiera leído el pensamiento, el móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Sonrió al reconocer el número.
—Pieldelobo —respondió.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó sin más su interlocutor—. Tenemos follón.
—Dos minutos.
Y colgó.
5
—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —Marcela señaló con la cabeza hacia el fondo del barranco, donde el equipo de la policía científica había colocado sus focos, lonas protectoras y mesas metálicas. El habitual circo forense de tres pistas, desplegado en precario sobre una pronunciada pendiente. Desde donde estaba podía ver que al menos cuatro de los agentes llevaban el culo o las rodillas de sus monos blancos manchados de tierra.
—No estamos seguros —respondió el subinspector Bonachera—. Han dado el aviso a primera hora de esta tarde, pero puede llevar ahí días. Lo encontró un vecino al que se le escapó el perro y andaba buscándolo. El animal husmeó el coche y se acercó a curiosear. Luego llegó el dueño y dio aviso.
—Pero esto es un accidente. ¿Nos han degradado en los tres días que he faltado? ¿Qué has hecho, Miguel?
El subinspector levantó las manos y fingió una cara inocente incapaz de disimular la picardía que encerraban sus ojos.
—Nada, te lo juro.
—Eres un mal bicho, no me fío de ti.
A pesar de sus palabras, Bonachera le caía bien. Era el compañero que más le había durado.
Llevaban casi dos años juntos y todavía no habían tenido ningún enfrentamiento serio, nada que no se pudiera arreglar en la barra de un bar.
A sus treinta y dos años, Miguel Bonachera era un hombre ambicioso pero legal. Superaba el metro ochenta y pasaba al menos dos horas al día en el gimnasio y otras dos pegado a un libro. Marcela le había visto leer prácticamente de todo, desde tratados de criminalística a ensayos económicos, pasando por ficción de todo tipo, biografías y estudios variopintos. Un día le descubrió con el Antiguo Testamento entre las manos.
—La religión ha provocado más muertes que cualquier enfermedad infecciosa —argumentó el subinspector—. Ninguna de las guerras que puedas recordar ha causado tantas bajas como las atrocidades que se han cometido